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Estudio bíblico: El futuro - Filipenses 3:17-21

Autor: Esteban Rodemann
España
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El futuro - Filipenses 3:17-21

La ley del karma tiene trampa. Los hindúes usan esta palabra sánscrita para hablar de una energía trascendente que se deriva de los actos de las personas. La enseñanza es que cada reencarnación está condicionada por los actos realizados en vidas anteriores, de modo que karma es una ley cósmica de retribución, de causa y efecto. Tus sufrimientos en esta vida pueden atribuirse a tus fallos en una vida anterior.
El problema es que confiar en un destino ciego exime de toda responsabilidad en el presente. Si todo lo que ocurre estaba escrito, entonces pase lo que pase, aquello tenía que ser. Tus impertinencias, tus infidelidades y tus agresiones de hoy no tienen culpa: estaba escrito. Tenía que ser así. Si el horóscopo de la revista ha puesto que hoy tendrás un enfrentamiento con alguien y después una reconciliación, entonces es lo que tiene que ocurrir. No importa el hecho objetivo de que las estrellas no influyan para nada en los sucesos de la vida, así está escrito. No depende de tu buen comportamiento o tus travesuras éticas, es el destino. Nadie queda culpable de nada.
Sin embargo, lo del karma tiene un lado más oscuro. Al proponer que el sufrimiento es secuela de una vida anterior, quiere decir que las víctimas de cualquier tipo de crimen - robo, violación, secuestro, homicidio - son los culpables de ello, porque la desgracia se explica por el comportamiento deficiente en una vida previa. El ladrón o el asesino no tiene la culpa, sólo ha puesto pies y manos a lo que el destino tenía para ti. Si sufres, eres el único culpable y ningún otro.
La visión bíblica de la historia es muy distinta. La historia no se concibe como una serie de ciclos impersonales que se repiten inexorablemente: mueren los viejos, nacen los nuevos, y todo sigue igual. El rey ha muerto, viva el rey. La Palabra de Dios plantea la historia como el despliegue por etapas de un plan eterno. El dibujante del plan es un Dios sabio, poderoso y bondadoso. El plan tiene un comienzo y un fin, y el día a día de ello está en manos del Arquitecto y Constructor. Al mismo tiempo cuenta con las decisiones libres de las voluntades autónomas de criaturas inteligentes. El es soberano, las personas son libres, y de alguna manera Dios incluye su libertad en su plan eterno.
La Biblia dice que Jesucristo es el Cordero inmolado desde antes de la fundación del mundo (Ap 13:8). Dios había previsto la muerte de su Hijo en la cruz, pero Judas libremente decide entregar a Jesús, los sacerdotes a condenarle y los romanos a ejecutarle. Todos los actores en el drama de la pasión toman sus decisiones libremente, pero de alguna manera Dios estaba supervisando todo para que todo cumpliera su voluntad perfectamente: "A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole" (Hch 2:23).
¿Qué debe pensar el creyente, entonces, acerca del fin del mundo? La historia es lineal, el mundo terminará algún día. La profecía bíblica lo deja muy claro. Para muchos, es un asunto que inspira pánico. Proliferan las películas sobre el fin del mundo, por el morbo que inspiran y la taquilla que generan: 2012, La guerra de los mundos, El día después de mañana, Soy leyenda, Armageddon, Presagio. El motivo de la hecatombe puede ser una invasión de alienígenas, la colisión de un asteroide, o una guerra atómica. Otras películas retratan las duras condiciones de vida después de la catástrofe: Mad max, Blade runner, Waterworld, El libro de Elí, Los juegos del hambre, Divergente. En todos los casos, los supervivientes tienen que seguir luchando contra el mal que viene encarnado en piratas futuristas, marcianos, pandilleros o en sus propios corazones. Katniss y Peeta luchan contra las fuerzas oscuras de Panem (Los juegos del hambre), y Tris y Cuatro tienen que evitar ser destruidos por el sistema, por ser ellos "divergentes" (Divergente).
He aquí la belleza del planteamiento bíblico. La Palabra de Dios asegura que sí, el mundo tal y como lo conocemos llegará a su fin. Dios actuará de forma decisiva para acabar con todo mal: el pecado, el sufrimiento, las guerras y la mismísima muerte. Intervendrá directamente como nunca ha hecho desde los días del diluvio de Noé, mandando juicios escalonados en el tiempo final, con la intención de dar tiempo a todas las personas que quisieran volver a Dios, para luego venir él en la persona del Señor Jesucristo. Cristo volverá al mismo escenario donde una vez fue rechazado y personalmente barrerá todo mal del planeta para establecer un nuevo orden de las cosas. Serán cielos nuevos y tierra nueva, donde morará la justicia y la paz. Será una auténtica edad de oro, un mundo idílico sin ninguna sombra que pudiera empañar la felicidad de todos los que lleguen a ello.
Un componente clave de la vida cristiana es la esperanza del regreso de Jesús. La Biblia describe el cristiano como una persona que está esperando el retorno de su Salvador: "aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan" (He 9:28). Los cristianos son los que "se han convertido de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo" (1 Ts 1:9-10). Es lo que la Palabra llama la "esperanza bienaventurada" (Tit 2:13).
La visión cristiana del futuro abarca dos aspectos: el fin de tu mundo particular, lo que los teólogos llaman la "escatología personal", y el fin del mundo en general, o "escatología general". En los dos casos, la información bíblica aporta un consuelo enorme. La certeza del desenlace es para el creyente una esperanza bienaventurada.
La segunda venida de Cristo no es un tema esotérico para los que se recrean estudiando profecías misteriosas, sino una pieza fundamental de la fe. Una conciencia aguda del retorno de Jesús - una esperanza informada e intensa - aporta los mayores estímulos al creyente: consuelo en el corazón y energías en el servicio. Por ello todos los autores del Nuevo Testamento reflexionan una y otra vez sobre la cuestión. Así hace el apóstol Pablo en Filipenses.

El día de Cristo

Pablo menciona "el día de Cristo" tres veces en la carta a los filipenses. Esto llama la atención si recordamos que su propósito es animarles a vivir en unidad. Para animarles a tal efecto, les transmite su alegría por lo que comparten en el evangelio. Habla desde su propia experiencia, de cómo ha encontrado libertad en Cristo a pesar de su encarcelamiento. Les exhorta a que sigan firmes en el Señor y que mantengan la unidad. Cita el ejemplo de Timoteo y Epafrodito, como también aclara los motivos que llevó al Hijo de Dios a venir a este mundo. En toda esta exposición, se refiere varias veces al día en que Jesucristo será manifestado en gloria.
(Fil 1:6) "Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo."
El día de Jesucristo es aquel momento cuando él será manifestado en toda su gloria, viniendo sobre las nubes para recoger a los suyos. Jesús había dicho en el aposento alto "vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis" (Jn 14:3). Es un gran consuelo, por eso les dice "no se turbe vuestro corazón". La certeza de su venida a recogernos nos llena de ánimo y esperanza, sobre todo porque la manifestación de Jesús en gloria conlleva nuestra glorificación con él: "sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es" (1 Jn 3:2). "No todos dormiremos, pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados" (1 Co 15:51-52).
Pablo recuerda las promesas en este contexto para que los filipenses se centren en la salvación como una obra de Dios en sus corazones. Si el Señor empezó la obra, también la llevará hasta su punto final. Seguirá desarrollando la salvación a través de múltiples experiencias hasta el instante en que Cristo aparezca desde el cielo para llevarnos con él.
(Fil 1:10) "...para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo."
Con esta referencia, Pablo anima a los creyentes a prestar atención a su vida espiritual y su conducta en este mundo. El intercede por ellos ante Dios, para que su amor crezca en discernimiento y se porten como deben (amándose los unos a los otros). Esto es porque cuando Cristo aparezca en gloria, querremos que nos encuentre bien y en condiciones:
(1 Jn 2:28) "Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados."
(Fil 2:16) "...asidos de la palabra de vida, para que en el día de Cristo yo pueda gloriarme de que no he corrido en vano, ni en vano he trabajado."
El apóstol aclara que la manifestación gloriosa de Cristo - y la nuestra con él - también supondrá el reconocimiento de la fidelidad de los que le han servido. Será un tiempo de galardones. La fe probada de los santos resultará en "alabanza y gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo" (1 P 1:7). Será entonces cuando cada uno "recibirá su alabanza de Dios" (1 Co 4:5), cuando el Señor hará cuentas con sus siervos después de una larga ausencia, y algunos escucharán las palabras "Bien, buen siervo y fiel, entra en el gozo de tu señor" (Mt 25:21,23).
La firme certeza de la glorificación del creyente - con los galardones que se repartirán según cada caso - lleva a Pablo a insistir en otro momento que "por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres" (Hch 24:16). Aquí en Filipenses Pablo dice que espera que los hermanos se mantengan fieles, para que en aquel día quede claro que su ministerio entre ellos ha merecido la pena.

La ciudadanía celestial (Fil 3:17-20)

A diferencia de otros, que dicen ser miembros de la iglesia pero no viven para el Señor, Pablo recuerda a los filipenses que "nuestra ciudadanía está en los cielos". El reconoce que a veces hay una diferencia entre la profesión de fe y la vivencia real de esa fe. Algunos podrían ser como los saduceos en los tiempos de Jesús, que planteaban la religión como una manera más de ganarse la vida (y por eso habían montado el mercadillo de animales en el recinto del templo). Asisten a las reuniones de la iglesia, pero su mente está puesta en los asuntos de este mundo. Lo que más buscan son ventajas materiales, un reconocimiento profesional, o una satisfacción carnal. "Pero nosotros (y vosotros)", dice el apóstol, "somos de otra pasta".
Filipos era una colonia romana, y los filipenses eran orgullosos de pertenecer al gran imperio de Roma. La ciudadanía romana era altamente preciada. Sin embargo, insiste Pablo, los creyentes tenemos una ciudadanía mejor. El concepto de ciudadanía recoge varias ideas.
Identidad. Uno pertenece a la tierra donde ha nacido. Uno es alemán o chino o ruso, según sus raíces, su parentesco, su nacionalidad. Así el cristiano. En este mundo somos extranjeros y peregrinos (1 P 2:11), advenedizos y forasteros, auténticos extraterrestres por haber nacido espiritualmente en el Sion celestial (Sal 87:6). Pablo insta a los filipenses a recordar que aquí no son más que viajeros. Su identidad real es otra.
Atención. El consulado de un país atiende a sus ciudadanos en el extranjero. Tramita sus documentos, les asesora en temas (impuestos, vacunas, testamentos). Les evacúa en tiempo de guerra. A veces el personal del consulado tiene que visitar a sus paisanos en la cárcel o dar socorro cuando hay un desastre natural. La idea es que si somos ciudadanos del cielo, pues del cielo vendrá nuestra ayuda mientras seguimos de visita en la tierra. Jesucristo reina a la diestra del Padre y suministra una ayuda mucho mejor que un funcionario de embajada.
Deseo. El forastero siente añoranza por su gente. Los recuerda en fechas señaladas, ahorra para pagar un billete de avión para visitarles en Navidades. De la misma manera, el cristiano tiene un deseo de ver a Jesús cara a cara (1 Co 13:12), después de toda una vida amándole sin verle físicamente (1 P 1:8). También anhela reunirse con sus seres queridos que han fallecido en la fe de Cristo, sabiendo que así estaremos siempre juntos y con el Señor (1 Ts 4:17).
Cuando el Señor imparte a Abram la visión de las estrellas (Gn 15), le anuncia que así será su descendencia. El patriarca contempla en el lienzo celestial todo un panorama glorioso: múltiples puntos de luz, firmes en la bóveda superior y alejados de las vicisitudes de la tierra, mostrando distintos grados de gloria entre sí. El profeta Daniel luego dice que "los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento" (Dn 12:3). Luego el apóstol Pablo afirma en Efesios que el Señor nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo (Ef 1:3), y que nos ha sentado en lugares celestiales en Cristo Jesús (Ef 2:6). La idea es que el nuevo nacimiento nos vincula al grupo de "los primogénitos inscritos en los cielos" (He 12:23). Somos ciudadanos del cielo, y nadie puede quitarnos el pasaporte.
Luego el apóstol sigue diciendo "de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo". La Biblia afirma taxativamente que Jesucristo volverá de manera literal, corporal y visible: "Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo" (Hch 1:11). Vendrá en un cuerpo físico y glorificado. Vendrá de manera visible: "todo ojo le verá" (Ap 1:7). Para el cristiano, esto es un motivo de alegría y expectación. El cristiano "ama su venida" porque sabe que esto significará el cumplimiento de todas sus aspiraciones más profundas, de todos sus anhelos (2 Ti 4:8).
¿Podemos saber cuándo volverá Jesucristo? El advierte claramente que no. En el Sermón del Monte de los Olivos dice que no se debe especular en cuánto a la fecha de su regreso: "Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre" (Mt 24:36). Todos los que han fijado una fecha se han equivocado.
Tampoco edifica la fe de los creyentes buscar una correspondencia exacta entre los sucesos de cada día y los acontecimientos que proféticamente se prevén. Algunos se han dedicado a contar terremotos, pestes o hambrunas, o a calcular el número de guerras y rumores de guerras en el mundo (Mt 24:6-7). Otros han visto en algún dictador cruel del pasado los rasgos del gobernante final - descrito en distintos pasajes como el anticristo, el príncipe que ha de venir, el hombre de pecado, el cuerno pequeño o la bestia - pero estos pronósticos también han fallado. Otros han buscado coincidencias entre las naciones de Europa y los diez dedos de la estatua de Daniel 2 o los diez cuernos de la cuarta bestia de Daniel 7. El problema es que la configuración del área que antes pertenecía al imperio romano está sujeta a un flujo constante de agrupaciones políticas cambiantes, que toman una forma u otra según los tiempos. La lectura futurista de Daniel y Apocalipsis sí señala diez potencias cuando Cristo vuelve a reinar, pero resulta arriesgado asignarles nombres ahora. Todo quedará claro más adelante en el día final.
La actitud correcta que la venida de Jesucristo debe inspirar en el creyente es la de una atención constante. Es un estar listo permanentemente, con los lomos ceñidos (la mente alerta) y las lámparas encendidas (la conducta en condiciones, (Lc 12:35-38), sabiendo que Cristo puede aparecer en cualquier momento. Hay mansiones de lujo en la Costa Azul francesa que tienen más de 40 personas en el servicio, trabajando día y noche para que todo esté perfecto, por si los señores aparecen por sorpresa en cualquier momento. Mantienen la casa, cuidan el jardín, revisan la despensa y hacen limpieza en todas las salas y habitaciones, porque los dueños o sus invitados pueden llegar sin avisar. Así debe ser la actitud del cristiano.
Anticipando el encuentro cara a cara con Jesús, el creyente se purifica (1 Jn 3:3), justo como el pueblo de Israel se baña y se cambia de ropa antes del bajar el Señor sobre el monte Sinaí (Ex 19:10-11). Anticipando el encuentro con Jesús, el creyente se consuela. Sabe que Jesús enjugará todas las lágrimas y hará justicia, rectificando todos los males que los suyos han soportado en esta vida (Lc 18:7-8). Sabe que será reunido con todos sus seres queridos que le han precedido en Cristo (1 Ts 4:13-18). Sabe que Jesucristo llevó todas sus culpas en la cruz y por tanto no le espera ningún tipo de reproche; Dios no le ha puesto para ira, ni en el tiempo de la gran tribulación ni en la condenación eterna (1 Ts 5:9).
Anticipando el encuentro con Jesús, el creyente se esfuerza en el servicio. Sabe que Jesús dará una recompensa generosa por todos los intentos de seguirle, por más pequeños (desde dar un vaso de agua, (Mr 9:41) o más dolorosos (perder bienes, familiares, o la vida misma, (Mt 19:29) que hayan sido. Anticipando el encuentro con Jesús, el creyente se centra en las cosas eternas, sabiendo que todo lo que hay en este mundo será quemado al final (2 P 3:12).

La transformación del creyente (Fil 3:21)

El apóstol dice que Cristo "transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya". Es un tema a que se ha referido varias veces al mencionar el día de Cristo (Fil 1:6,10) (Fil 2:16). La experiencia de Jesucristo después de la resurrección sirve de punto de referencia. Como él ha sido, así seremos. El es las primicias, nosotros la cosecha (1 Co 15:23). Hay que destacar varias cosas. Primero, hay una continuidad de identidad. La persona sigue siendo la misma. No desaparece como la gota de agua que vuelve al mar (concepto budista). Como el bulbo que se transforma en gladiolo, así la persona mantiene su identidad: tú seguirás siendo tú, yo seguiré siendo yo. Cuando Moisés y Elías aparecen con Jesús en el monte de transfiguración, los discípulos los reconocen, confirmando así la continuidad de la identidad de los antiguos. Nos vamos a conocer en la gloria.
Al mismo tiempo, hay una radical mejora. Todo lo que entraña nuestra humillación, al llevar en nosotros el principio de la muerte, quedará superado: debilidad, enfermedad, vejez. No habrá alergias ni miopía. No existirá el reuma ni la demencia. La Biblia pinta una condición de renovadas energías, juventud, hermosura y rebosante salud. Saltaremos como los becerros recién nacidos en la primavera (Mal 4:2). El pueblo redimido, hermoso en santidad, resplandecerá como el rocío del campo al amanecer de un nuevo día (Sal 110:3).
Si la promesa es que seremos como Cristo en gloria, porque le veremos tal como es (1 Jn 3:3), entonces nuestra condición también contará con dimensiones sorprendentes. Jesús después de la resurrección tuvo un cuerpo real que pudo ser tocado: "palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo" (Lc 24:39). Comió pescado delante de los discípulos, aunque no tenía necesidad de comer: "no tendrán hambre ni sed" (Ap 7:16). Pudo desplazarse a voluntad, apareciendo, desapareciendo y pasando por puertas cerradas. Todo lo cual sugiere que la resurrección del creyente supondrá habilidades parecidas.
La glorificación del cristiano ocurre con su resurrección. En el caso de la última generación de creyentes, será una transformación instantánea sin pasar por la muerte física, algo que ocurrirá con el arrebatamiento al cielo (1 Ts 4:13-18) (1 Co 15:51-58). Los que mueren en Cristo antes de ese momento irán en espíritu directamente a la presencia del Señor: "más quisiéramos estar ausentes del cuerpo y presentes al Señor" (2 Co 5:8). No se trata de una aniquilación, ni tampoco de un "sueño del alma" en que uno repose inconsciente hasta el día de la resurrección.
Pablo insiste que partir de este mundo significará para el cristiano un ir con Jesús: "teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor" (Fil 1:23). Jesús dice al ladrón que muere en la cruz: "hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23:43). Es lo que se llama "el estado intermedio", un período de descanso hasta que llegue el momento de reunir el espíritu con el cuerpo glorificado en la resurrección.
La certeza triple del creyente - la futura venida literal de Jesucristo, el paso a la presencia del Señor en el momento de la muerte, y la resurrección del cuerpo en gloria - todo esto cambia el cariz del futuro para el hijo de Dios. En vez de sentir pánico cuando le vienen pensamientos acerca del fin del mundo, el creyente levanta la cabeza y otea el horizonte, deseando ver cara a cara a Aquel que tanto le ha amado. Sabe que cuando vea a Jesucristo venir de manera corporal y visible, entonces él también será cambiado. La transformación del cuerpo será una liberación, una recompensa y el cumplimiento de todos los suspiros de su corazón. Si el poder de Cristo servirá para llevar a cabo la transformación final, entonces ese poder también estará disponible para sostener al creyente en las luchas de cada día, aquí y ahora.
La visión del día de Cristo da fuerzas para vivir el día de hoy.

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