Testimonio en video de Luis de Miguel
Hola, soy Luis de Miguel y quiero contarles cómo me hice cristiano.
Debo comenzar diciendo que nací en una pequeña ciudad de España hace casi cincuenta años. Así que, como todos los niños que nacían en aquella época, a los pocos días de estar en este mundo, fui bautizado y afiliado a la religión Católica. Bueno, supongo que los que hicieron esto conmigo pensaron que así me convertían en un cristiano.
Luego en mi infancia fui educado por unos padres típicamente católicos, de esos que te enseñan a rezar por las noches, te llevan a misa los domingos y organizan tu primera comunión, la confirmación...
Bueno, recuerdo que mi infancia fue feliz y tranquila. Pero las cosas empezaron a cambiar cuando entré en la adolescencia. Supongo que como muchos jóvenes, sentía cierto inconformismo y mucha rebeldía. No fue una época muy buena de mi vida e hice cosas de las que ahora me avergüenzo, por su puesto que sí. Supongo que era fruto de mi insatisfacción en la vida.
Pero todo esto alcanzó también a mi fe. Era el momento en que empezaba a hacerme preguntas: ¿Por qué alguien había tenido que decidir por mí lo que yo tenía que creer? Y al fin y al cabo, esto no me importaría demasiado si la religión a la que me habían afiliado me solucionara algo en la vida, pero ese no era el caso.
Y no era porque yo no me tomaba en serio mi religión. Recuerdo bien las veces que iba a confesarme con el cura. Cada vez la misma rutina. Cuando por fin lograba vencer la vergüenza que me daba contarle a otra persona todo lo que yo había hecho mal, tenía que reconocer que siempre eran los mismos pecados. Nada cambiaba de una vez para otra. Y luego pasar un buen rato rezando padrenuestros y avemarías delante de unas imágenes. Y parece que yo era uno de los peores pecadores, porque todos los que se confesaban después de mí, siempre acababan de rezar su penitencia antes que yo. Bueno, con el tiempo descubrí que sus confesiones eran "abreviadas", y no le contaban todo al cura, así que su penitencia también era más corta. Pero ese no era mi caso. Yo era sincero. Yo no omitía nada.
Y recuerdo bien que al salir de la iglesia me inundaba un fuerte deseo de ser mejor persona, de no volver a cometer los mismos pecados. Pero la realidad es que nunca lo conseguía. De hecho, cuanto más luchaba contra mis vicios, más me adentraba en ellos.
Yo quería cambiar, pero mi religión no me solucionaba nada, así que cada vez me fui distanciando más de ella.
Cuando tenía quince años salía en un grupo de jóvenes. Un día una de las chicas dijo que les habían invitado a ir a ver una película, así que, si las chicas iban, los chicos iríamos también. Y así, sin saberlo, fue la primera vez que entré en una iglesia evangélica. La película tenía una calidad pésima, pero en aquel momento no mi di cuenta de nada de eso, porque el argumento me atrapó por completo. Me sentí completamente identificado con el protagonista, un hombre que atravesaba una situación parecida a la mía, pero que encontró la solución en el evangelio. Yo no sé bien cómo, pero algo dentro de mi interior me decía con fuerza que eso era lo que yo necesitaba, así que decidí investigar que era aquello de la iglesia evangélica.
Una de las cosas que me llamó la atención es que ellos usaban Biblias en sus reuniones, y para mí ese libro era desconocido. Así que me compré una Biblia y empece a leerla, bueno, más bien a devorarla. Y así poco a poco fui entendiendo qué era lo que Dios me ofrecía.
Me gustaba mucho lo que el Señor Jesús le decía a un hombre religioso llamado Nicodemo: "Necesitas nacer de nuevo" (Jn 3:1-16). Eso era justo lo que yo necesitaba: empezar de nuevo. O cuando en otra parte el apóstol Pablo decía que si alguno le entrega su vida a Cristo, él hace nuevas todas las cosas, y que las viejas pasaban y quedaban perdonadas (2 Co 5:17). Yo quería un cambio de ese tipo para mí.
Pero reconozco que no me resultaba fácil. Eso de que Dios me quería regalar la salvación porque él ya había pagado todo lo que costaba enviando a su Hijo a morir en una cruz por mí, no tenía nada que ver con la educación religiosa que yo había recibido en el catolicismo, en donde si quería tener la salvación, tendría que ganármela haciendo buenas obras. Evidentemente esto era muy diferente. En mi religión católica nunca podía tener seguridad de si había conseguido hacer las suficientes buenas obras para ganar la salvación. Y además, ¿qué ocurriría con mis malas obras? Porque también las tenía, y desgraciadamente eran muchas más que las buenas.
En fin, eso de que Dios me quisiera regalar su salvación me costaba entenderlo. ¿Por qué Dios me iba a amar tanto después de lo mal que yo me portaba? Aunque quizás era también una cuestión de orgullo, y no quería aceptar que nadie me regalara nada; si algo había de conseguir, quería que fuera por mis propios méritos y esfuerzos.
Todo esto era muy duro, porque yo ya había intentado cambiar muchas veces y siempre fracasaba. Así que, me gustara o no, tenía que reconocer que no podía conseguirlo por mí mismo.
Pasaron algunos meses y el momento de tomar una decisión se estaba acercando. Recuerdo que un día en la iglesia, el predicador al terminar su sermón invitó a las personas a entregar su vida a Cristo. En ese momento estaba a mi lado la persona que meses atrás había invitado a mi grupo de amigos a ir a ver la película en la iglesia al principio, y él me hablaba mucho de la Biblia. Cuando él escuchó la invitación del predicador a ir adelante para orar con él, mi amigo me dio un codazo y me dijo que fuera. Y yo fui y el pastor oró por mí.
Pasaron varias semanas y nada cambió sustancialmente en mi vida. Pero algo me decía en mi interior que yo no había sido sincero, que aquel día cuando salí adelante lo había hecho por compromiso. Y de repente, no sé bien cómo, comprendí que debía tener un encuentro personal con Dios, estando él y yo a solas, en el que yo le pidiera perdón por todos mis pecados y le dejara tomar el control de mi vida. Y lo hice. Me fui a mi casa y entré en mi habitación, cerré la puerta y me puse de rodillas a los pies de mi cama y hablé con Dios de una forma como nunca antes lo había hecho. Y estoy seguro de que en ese mismo instante él vino a morar en mi vida por su Espíritu Santo. Debo decir que no pasó nada especial, aunque es cierto que sentí mucha paz. Luego, poco a poco fui notando cambios importantes en mi vida. Aquellos vicios que me aprisionaban, fueron desapareciendo. Y aunque todavía hay muchas cosas que cambiar, estoy seguro de que el mismo Dios que ha empezado su obra en mí, la terminará para su gloria.
Quiero decirle que si usted busca un cambio real en su vida, Cristo es la única solución.
¡Que Dios les bendiga también a ustedes!
Debo comenzar diciendo que nací en una pequeña ciudad de España hace casi cincuenta años. Así que, como todos los niños que nacían en aquella época, a los pocos días de estar en este mundo, fui bautizado y afiliado a la religión Católica. Bueno, supongo que los que hicieron esto conmigo pensaron que así me convertían en un cristiano.
Luego en mi infancia fui educado por unos padres típicamente católicos, de esos que te enseñan a rezar por las noches, te llevan a misa los domingos y organizan tu primera comunión, la confirmación...
Bueno, recuerdo que mi infancia fue feliz y tranquila. Pero las cosas empezaron a cambiar cuando entré en la adolescencia. Supongo que como muchos jóvenes, sentía cierto inconformismo y mucha rebeldía. No fue una época muy buena de mi vida e hice cosas de las que ahora me avergüenzo, por su puesto que sí. Supongo que era fruto de mi insatisfacción en la vida.
Pero todo esto alcanzó también a mi fe. Era el momento en que empezaba a hacerme preguntas: ¿Por qué alguien había tenido que decidir por mí lo que yo tenía que creer? Y al fin y al cabo, esto no me importaría demasiado si la religión a la que me habían afiliado me solucionara algo en la vida, pero ese no era el caso.
Y no era porque yo no me tomaba en serio mi religión. Recuerdo bien las veces que iba a confesarme con el cura. Cada vez la misma rutina. Cuando por fin lograba vencer la vergüenza que me daba contarle a otra persona todo lo que yo había hecho mal, tenía que reconocer que siempre eran los mismos pecados. Nada cambiaba de una vez para otra. Y luego pasar un buen rato rezando padrenuestros y avemarías delante de unas imágenes. Y parece que yo era uno de los peores pecadores, porque todos los que se confesaban después de mí, siempre acababan de rezar su penitencia antes que yo. Bueno, con el tiempo descubrí que sus confesiones eran "abreviadas", y no le contaban todo al cura, así que su penitencia también era más corta. Pero ese no era mi caso. Yo era sincero. Yo no omitía nada.
Y recuerdo bien que al salir de la iglesia me inundaba un fuerte deseo de ser mejor persona, de no volver a cometer los mismos pecados. Pero la realidad es que nunca lo conseguía. De hecho, cuanto más luchaba contra mis vicios, más me adentraba en ellos.
Yo quería cambiar, pero mi religión no me solucionaba nada, así que cada vez me fui distanciando más de ella.
Cuando tenía quince años salía en un grupo de jóvenes. Un día una de las chicas dijo que les habían invitado a ir a ver una película, así que, si las chicas iban, los chicos iríamos también. Y así, sin saberlo, fue la primera vez que entré en una iglesia evangélica. La película tenía una calidad pésima, pero en aquel momento no mi di cuenta de nada de eso, porque el argumento me atrapó por completo. Me sentí completamente identificado con el protagonista, un hombre que atravesaba una situación parecida a la mía, pero que encontró la solución en el evangelio. Yo no sé bien cómo, pero algo dentro de mi interior me decía con fuerza que eso era lo que yo necesitaba, así que decidí investigar que era aquello de la iglesia evangélica.
Una de las cosas que me llamó la atención es que ellos usaban Biblias en sus reuniones, y para mí ese libro era desconocido. Así que me compré una Biblia y empece a leerla, bueno, más bien a devorarla. Y así poco a poco fui entendiendo qué era lo que Dios me ofrecía.
Me gustaba mucho lo que el Señor Jesús le decía a un hombre religioso llamado Nicodemo: "Necesitas nacer de nuevo" (Jn 3:1-16). Eso era justo lo que yo necesitaba: empezar de nuevo. O cuando en otra parte el apóstol Pablo decía que si alguno le entrega su vida a Cristo, él hace nuevas todas las cosas, y que las viejas pasaban y quedaban perdonadas (2 Co 5:17). Yo quería un cambio de ese tipo para mí.
Pero reconozco que no me resultaba fácil. Eso de que Dios me quería regalar la salvación porque él ya había pagado todo lo que costaba enviando a su Hijo a morir en una cruz por mí, no tenía nada que ver con la educación religiosa que yo había recibido en el catolicismo, en donde si quería tener la salvación, tendría que ganármela haciendo buenas obras. Evidentemente esto era muy diferente. En mi religión católica nunca podía tener seguridad de si había conseguido hacer las suficientes buenas obras para ganar la salvación. Y además, ¿qué ocurriría con mis malas obras? Porque también las tenía, y desgraciadamente eran muchas más que las buenas.
En fin, eso de que Dios me quisiera regalar su salvación me costaba entenderlo. ¿Por qué Dios me iba a amar tanto después de lo mal que yo me portaba? Aunque quizás era también una cuestión de orgullo, y no quería aceptar que nadie me regalara nada; si algo había de conseguir, quería que fuera por mis propios méritos y esfuerzos.
Todo esto era muy duro, porque yo ya había intentado cambiar muchas veces y siempre fracasaba. Así que, me gustara o no, tenía que reconocer que no podía conseguirlo por mí mismo.
Pasaron algunos meses y el momento de tomar una decisión se estaba acercando. Recuerdo que un día en la iglesia, el predicador al terminar su sermón invitó a las personas a entregar su vida a Cristo. En ese momento estaba a mi lado la persona que meses atrás había invitado a mi grupo de amigos a ir a ver la película en la iglesia al principio, y él me hablaba mucho de la Biblia. Cuando él escuchó la invitación del predicador a ir adelante para orar con él, mi amigo me dio un codazo y me dijo que fuera. Y yo fui y el pastor oró por mí.
Pasaron varias semanas y nada cambió sustancialmente en mi vida. Pero algo me decía en mi interior que yo no había sido sincero, que aquel día cuando salí adelante lo había hecho por compromiso. Y de repente, no sé bien cómo, comprendí que debía tener un encuentro personal con Dios, estando él y yo a solas, en el que yo le pidiera perdón por todos mis pecados y le dejara tomar el control de mi vida. Y lo hice. Me fui a mi casa y entré en mi habitación, cerré la puerta y me puse de rodillas a los pies de mi cama y hablé con Dios de una forma como nunca antes lo había hecho. Y estoy seguro de que en ese mismo instante él vino a morar en mi vida por su Espíritu Santo. Debo decir que no pasó nada especial, aunque es cierto que sentí mucha paz. Luego, poco a poco fui notando cambios importantes en mi vida. Aquellos vicios que me aprisionaban, fueron desapareciendo. Y aunque todavía hay muchas cosas que cambiar, estoy seguro de que el mismo Dios que ha empezado su obra en mí, la terminará para su gloria.
Quiero decirle que si usted busca un cambio real en su vida, Cristo es la única solución.
¡Que Dios les bendiga también a ustedes!