Estudio bíblico: Os he puesto para que vayáis y llevéis fruto - Juan 15:16-17

Serie:   El Evangelio de Juan   

Autor: Luis de Miguel
Email: estudios@escuelabiblica.com
España
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"Os he puesto para que vayáis y llevéis fruto" (Juan 15:16-17)

"Y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto"

El Señor no sólo los eligió para ser sus amigos, también les designó una tarea: "Os he puesto para que vayáis y llevéis fruto". Al igual que con Israel, su elección fue con miras al servicio. No era una elección exclusivista, todo lo contrario, tenía como objeto incluir a otros muchos dentro de la familia de Dios. En este sentido siempre debemos tener cuidado de no caer en el mismo pecado en el que cayeron los israelitas, que viendo los privilegios que Dios les había dado, se sintieron especiales y menospreciaron a las demás naciones.
Queda claro aquí que la elección de los apóstoles, de la que el Señor trata aquí, no tenía que ver con su salvación, sino con su llamado a ser apóstoles de Cristo ante el mundo. El verbo "vayáis" sugiere la necesidad de salir para realizar esa misión. No los había elegido para que vivieran una vida retirada, sino para que fuesen sus representantes ante el mundo.
Por nuestra parte, tal vez pensamos que al lado de los apóstoles no somos dignos de considerarnos como pámpanos, sin embargo, lo que inicialmente fue anunciado a los primeros discípulos, es también aplicable, en su debida proporción, a cada pámpano de la vid. Cada creyente puede decir que Cristo lo amó y puso su vida por él; a cada creyente Cristo le llama amigo y espera que cumpla sus mandamientos; todos los creyentes recibimos la revelación de su Palabra por igual; y cada creyente es comisionado para llevar el evangelio hasta el fin del mundo, dando un fruto que permanezca para siempre. Por lo tanto, no hay ninguna razón para que nos sintamos excluidos de las hermosas promesas que encontramos aquí.
Y, por supuesto, la misión de llevar el evangelio a los que no le conocen, se extiende también a todos los creyentes de todas las época. Esto implica para nosotros una enorme responsabilidad que debemos cumplir con la misma devoción y fidelidad con la que ellos lo hicieron. No se trata de algo opcional, exclusivo de algunos creyentes especiales; a todos se nos ha mandado predicar el evangelio a todas las personas. Y tampoco lo podemos hacer de cualquier manera; como a nosotros nos parezca. Veamos cómo enfocaba el apóstol Pablo su ministerio:
(1 Co 9:16-17) "Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio! Por lo cual, si lo hago de buena voluntad, recompensa tendré; pero si de mala voluntad, la comisión me ha sido encomendada."
En el caso de los apóstoles, esta tarea consistía en ir hasta lo último de la tierra enseñando todo lo que el Señor les había mandado. Recordemos las palabras del Señor después de su resurrección:
(Mt 28:18-20) "Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén."
Este encargo tenía que ver con la predicación del evangelio y la edificación de su iglesia en el mundo, y el "fruto" al que el Señor se refirió, serían almas salvadas que glorificarían a Dios por toda la eternidad. Por supuesto, tal como vemos a través del libro de los Hechos, la predicación de los apóstoles llevó mucho fruto de este tipo, y fue un fruto que continuó y permaneció después de su muerte hasta nuestros días.
Aquí hay un detalle interesante. Al comienzo de este capítulo el fruto del cristiano fue descrito en términos de un carácter transformado, semejante al de Cristo, aquí, sin embargo, el fruto está relacionado con la misión evangelística que el Señor encomendó a sus discípulos. Ambas formas de fruto son compatibles y necesarias, aunque deben manifestarse en su debido orden: primero el fruto del Espíritu en la vida del creyente, y luego el desarrollo de los dones del Espíritu.
En todo caso, esta era una misión demasiado grande, y ellos fácilmente podrían sentir que no eran dignos, que no estaban suficientemente preparados, y que tampoco eran las personas idóneas. Fácilmente se verían a sí mismos como "vasos de barro" conteniendo el precioso tesoro del evangelio (2 Co 4:7). Además, como les dirá un poco más adelante, en el cumplimiento de esa tarea encontrarían muchas adversidades originadas por el odio del mundo. Serían experiencias difíciles que podrían desanimarles.
Por todo eso, sería necesario que recordaran siempre que había sido el Señor quien les había elegido y comisionado para esa misión, y en ese hecho debían encontrar un fuerte estímulo que les ayudaría a vencer las adversidades que se les presentaran, puesto que con el llamado del Señor, recibirían también todo cuando necesitaran para el desarrollo de la misión, tal como les va a decir a continuación. Además, aunque nuestro amor por el Señor puede oscilar con facilidad, el afecto de él por nosotros nunca cambia, lo que también nos proporciona una fuerte seguridad.
En este punto podemos decir que el hombre que se autodesigna para cualquier ministerio espiritual dentro del ámbito de la obra de Dios, está condenado al fracaso y no logrará producir fruto que permanezca.
El apóstol Pablo expresó muy bien estos pensamientos:
(1 Ti 1:12-16) "Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús. Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna."

"Para que vuestro fruto permanezca"

En términos puramente agrícolas, ninguna fruta dura realmente mucho tiempo; todas terminan por estropearse con el tiempo. Así que, cuando el Señor está hablando de "fruto que permanezca", debemos entender que se refiere a una obra sobrenatural llevada a cabo por el Espíritu de Dios.
El término "permanecer" ya ha aparecido en otras ocasiones en este evangelio. El Señor habló de "la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará" (Jn 6:27). También presentó el siguiente contraste: "el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí permanece para siempre" (Jn 8:35). Y se dice que "el Cristo permanece para siempre" (Jn 12:34). En todos estos casos, el uso que se hace del verbo "permanecer" tiene que ver con cosas que perduran eternamente, y el mismo significado tiene ahora cuando habla del fruto de los discípulos: "vuestro fruto permanezca".
Como ya hemos mencionado, no hay duda de que la labor realizada por los apóstoles cuando fueron por el mundo predicando el evangelio, ha permanecido en el tiempo y tiene este resultado eterno del que estamos hablando.
Y lo mismo ocurrirá con todo fruto que sea el resultado de permanecer en la Vid verdadera. De hecho, sólo ese fruto permanente es el que satisface a Dios.
En este punto debemos preguntarnos si muchas de las modas, estrategias o corrientes de pensamiento que entran en cada época en la iglesia tienen esta cualidad que asegura su permanencia frente al paso del tiempo. Mucho nos tememos que no sea así, y que muchas de ellas van cambiando de generación a generación, quedando finalmente sólo aquello que cuenta con el respaldo de la Biblia, por muy antiguo u obsoleto que a algunos les parezca.
La marca de una iglesia mundana es que su fruto es de corta duración y no produce cambios a largo plazo. El Señor no busca estallidos de entusiasmo que mueren pronto, sino un fruto que perdura con el paso del tiempo. ¡Cuántas personas hay que dicen aceptar el evangelio después de una predicación donde ni siquiera se han expuesto mínimamente los principios de la salvación, y que pasadas unas pocas semanas ya no están andando en los caminos del Señor! Tal vez no deberíamos culpar siempre a las personas que escuchan, sino a los propios predicadores, que en su afán por conseguir "profesiones de fe", rebajan a un mínimo imposible la esencia del evangelio a fin de que muchos más lo puedan aceptar sin dificultades. Claro está que un evangelio explicado deficientemente, sólo puede producir conversiones deficientes que no permanecen.
Y no debemos olvidar que el Señor está más interesado en la calidad del fruto que en su cantidad. Pero llevar fruto de calidad sólo es posible si permaneceremos en el Señor y en su Palabra.
No obstante, aquí hay un detalle que debemos aclarar. Un poco antes el Señor había dicho que "separados de mí nada podéis hacer" (Jn 15:5), pero ahora, hablando del fruto de sus discípulos, lo describe como "vuestro fruto". ¿Acaso somos nosotros los responsables de la aparición de este fruto? Bueno, en un sentido, no lo somos, porque como él dijo, "separados de mí nada podéis hacer". Además, necesitamos los cuidados del Padre, que es el Labrador, y de todos los recursos que en su gracia nos provee. Aun así, una vez más vemos que en la producción de fruto el Señor no anula nuestra personalidad, permitiéndonos tomar decisiones que permitan que ese fruto se desarrolle adecuadamente, y que "permanezca". Será un fruto que podremos ver por toda la eternidad y gozarnos de él. Aunque lo mejor es que será un fruto que glorificará a Dios.

"Para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé"

Hasta tal punto estaba el Señor identificado con sus discípulos, que les permitió usar todo el mérito y toda la autoridad de su propio nombre cuando rogaran al Padre para que actuase por el bien de la obra que Cristo les estaba encomendado.
Notemos que esta es la tercera vez en su discurso de despedida que Jesús vuelve a hacerles esencialmente la misma promesa acerca de la oración (Jn 14:13-14) (Jn 15:7) (Jn 16:23-24). Como ya hemos considerado en el comentario de esos versículos, en cada caso la promesa es condicional. Aquí la respuesta a la oración depende de dos cosas: en primer lugar, los discípulos han de pedir lo necesario para llevar a cabo la misión que se les ha encomendado, y que de ese modo puedan dar fruto permanente, y en segundo lugar, la oración de los discípulos debe ser realizada en el nombre de Jesús, lo que implica tener en cuenta todo lo que el Señor es; su carácter, propósitos, atributos...
Para que ni los apóstoles ni los demás discípulos que vinieron después de ellos se desalentaran frente a la enormidad de la obra que tenían por delante, Jesús les promete que el Padre tendrá su mano extendida para socorrerles cada vez que le pidan en su nombre. De ningún modo los iba a desamparar o dejar sin los recursos necesarios para llevar a cabo esta labor. Dios nos permite usar el nombre de su Hijo en el banco celestial para solicitar todos los recursos que nos hagan falta. No hay duda de que esta es una forma muy clara en la que Cristo nos muestra su amistad de manera grandiosa. Debería ser motivo de vergüenza por nuestra parte si no respondemos adecuadamente a la amistad que él nos ofrece.
Por otro lado, no podemos excusarnos si no cumplimos la misión encomendada diciendo que no tenemos lo necesario, porque el Señor se ha comprometido a darnos todo aquello que necesitemos para su cumplimiento. Lo que debemos hacer es orar al Padre en el nombre del Hijo.
Notemos, por lo tanto, que la oración es el medio eficaz para llevar a cabo la misión encomendada por el Señor, y por la que se obtiene un fruto que permanece. Como alguien ha dicho, "en la obra de la misión, la iglesia avanza de rodillas".

"Esto os mando: Que os améis unos a otros"

(Jn 15:17) "Esto os mando: Que os améis unos a otros."
El Señor sigue insistiendo en aquellos principios fundamentales o mandamientos que los discípulos debían recordar, porque tal como antes les había dicho, la forma de permanecer en él es por medio de la obediencia a lo que nos manda (Jn 15:7,10,14).
Aquí encontramos otra repetición más sobre un mandamiento concreto del que ya les había hablado en varias ocasiones en esa misma noche: "Que os améis unos a otros" (Jn 13:34) (Jn 15:12). ¿Por qué la insistencia en este mandamiento? En primer lugar, porque sin lugar a dudas es un mandamiento muy importante, y en segundo lugar, porque no nos amamos como debiéramos.
Pero hay otro propósito más. A partir de aquí el Señor les va a hablar reiteradamente acerca de la enemistad y el odio del mundo contra ellos. En este contexto, el mandamiento a amarse entre ellos tenía como objetivo estimular el compañerismo de los creyentes para que se mantuvieran unidos frente al enemigo. Este compañerismo es una de las grandes bendiciones que el creyente cuenta en un mundo hostil. Los creyentes siempre podrán soportar las persecuciones de los de afuera si tienen el apoyo del Señor y también el de sus hermanos.
Por otro lado, la misión que el Señor les estaba encomendando dependería en gran medida de la unidad entre los creyentes. Por esto oraba el Señor antes de ir a la cruz:
(Jn 17:21-23) "Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado."
¡Qué difícil resulta avanzar en la obra de Dios cuando existe un espíritu de rivalidad entre los hermanos! Si algo caracterizó el increíble avance que el testimonio cristiano experimentó en las primeras décadas, se debió en gran medida a la unidad entre los creyentes.
Los primeros cristianos no necesitaron de complejas estructuras eclesiales para llevar el evangelio por todo el mundo, pero lo que sí que vemos a través del libro de los Hechos de los Apóstoles era que había un auténtico amor entre ellos.
Hoy sabemos que la falta de amor entre los hermanos, que se manifiesta en divisiones y conflictos en las iglesias, es una de las causas que más gravemente destruyen el avance del evangelio.
Tampoco ayuda mucho cuando por la falta de amor entre los creyentes cada uno trabaja por su lado, sin pensar en el resto del cuerpo de Cristo. De esta manera se multiplican los esfuerzos de manera innecesaria.
Además, nuestro testimonio frente al mundo queda debilitado cuando no hay amor entre nosotros. Recordemos el mandamiento del Señor: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros" (Jn 13:35). El amor es la naturaleza de Dios (1 Jn 4:8), así que, cuando amamos estamos mostrando el carácter de Dios.
El amor no puede ser sustituido por ninguna otra cosa; es esencial. De nada sirve tener una doctrina muy sana si hemos perdido el amor (Ap 2:2-6).
Por supuesto, necesitamos el amor de Dios para poder amar a los demás como él desea que lo hagamos. No es algo que surja de forma natural de nuestro corazón egoísta. Es un fruto del Espíritu Santo en nosotros, del que sólo podremos disponer si vivimos en íntima comunión con él. Dicho de otra manera, debemos permanecer en él.
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