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Estudio bíblico: Nehemías - Introducción -

Serie:   Nehemías
Autor: Esteban Rodemann
España
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La prioridad de la iglesia: un testimonio de Dios en la tierra

Introducción

Podrían ser como Carlos y Ana, de León. O Jesús e Isabel, de Jaén. O Mirian y Fran, de La Rioja. O José Antonio y María Jesús, de Cáceres. Son algunos de los recién casados que fueron sorprendidos por el huracán Wilma en octubre de 2005, mientras disfrutaban de su viaje de novios en Cancún. Maletas perdidas, sin agua ni luz, durmiendo con una muchedumbre en el suelo de un enorme barracón que servía de refugio. ¿Cómo te lo tomas? Algunos de los comentarios llaman la atención: "inolvidable, una experiencia única, algo que contar a tus nietos algún día..."
Porque algunos se acordaban de que estaban de luna de miel. Estaban motivados, inspirados, contentos el uno con el otro. Y daba lo mismo que llegaran huracanes, terremotos, guerras, o lo que fuera.
Cuando estás de viaje y estás inspirado, no hay contratiempo que te afecte. La ilusión se aproxima a lo que leemos en la Biblia acerca de la experiencia de Abraham (He 11:8-10). Tuvo que soportar muchos kilómetros de viaje, calor, suciedad, toda clase de incomodidades. Y luego cuando llegó a la tierra prometida, pasó el resto de sus días viviendo como nómada en una tierra que iba a ser suya. Pero las Escrituras nos dice que pudo hacerlo porque "esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios". Una ciudad. Mucha gente. Murallas para repeler todos los peligros. Seguridad dentro. Una población redimida, de personas transformadas por el toque de Dios en su vida. "Eso sí merece la pena", diría el patriarca. Y sostenido por esa "hoja de ruta", Abraham tiró adelante durante el resto de su peregrinaje. Como viajero, como extranjero, como turista.
La Biblia dice que el cristiano es como Abraham, un foráneo en este mundo. "Extranjeros y peregrinos" diría el apóstol Pedro. ¿Qué te motiva a seguir adelante, aun cuando llegan los huracanes de la vida? ¿Qué te inspira, como para sobreponerte al cansancio vital? Como en el caso de Abraham, lo que motiva es una visión de la ciudad. El Nuevo Testamento la llama la "nueva Jerusalén". Es la realidad celestial a que la Jerusalén antigua, la ciudad terrenal, sólo apuntaba. Representa la consumación de todo lo que esperamos en Jesucristo. Por eso, el apóstol Pablo dice que la Jerusalén de arriba es "madre de todos nosotros" (Ga 4:26). Porque simboliza la fruición de todo lo que Jesucristo iba a conseguir mediante su cruz y su resurrección: la redención eterna de una multitud de hombres y mujeres, seguros y gozosos en su presencia para siempre.
La Jerusalén terrenal existía para avivar la esperanza en el Cristo que vendría. Dios llama a Abraham, le instala en el rincón más oscuro del mundo, y promete crear de él una familia, un pueblo. Formarían un testimonio llamativo de lo que era la vida de Dios. Serían sal y luz para el mundo entero, para que todos pudieran ver qué les ofrecía el Dios del cielo, y cómo podrían ser cambiados por la fe en el Redentor.
La ciudad de luz. A eso te ha llamado Dios, por medio de Jesucristo. No sólo para que llegues allí, después de haberte arrepentido y creído en Cristo para salvación, sino también para que edifiques la ciudad de luz en tu lugar. Jesucristo dice que sus seguidores reunidos son "una ciudad asentada sobre un monte, que no se puede esconder". Esa comunidad en alto es "la luz del mundo". Es lo que somos tú y yo, en comunión con la iglesia local donde el Señor nos ha puesto. Estamos llamados a una gran tarea, a algo que va mucho más allá del mero asistir al culto, echar la ofrenda, y no escandalizar. Estamos llamados a trabajar para algo mucho más sublime que la simple imitación de las formas y las costumbres de los primeros cristianos. Nuestra vocación consiste en ser una ciudad de luz.
Y no se trata sólo de ser ciudad de luz, encarnando la idea en nuestra iglesia local, sino de edificar la ciudad de luz. Jesús ha dicho, "yo edificaré mi iglesia" (Mt 16:18). Su idea era fundar muchos puntos de luz en todo el mundo, que juntos formarían una gran asamblea de redimidos. El apóstol Pablo dice que con su evangelización y su enseñanza edificaba un edificio. Este edificio era la ciudad de luz. Pablo dice que como perito arquitecto puso el fundamento, y que cada cual tuviera cuidado de cómo edificaba encima (1 Co 3:10-15). El apóstol Pedro dice que nos dejemos edificar, como casa espiritual y sacerdocio santo (1 P 2:4-5). En otro contexto, Pablo dice a los tesalonicenses que se entreguen todos a una tarea de edificación mutua: "edificaos unos a otros" (1 Ts 5:11).
Comprender la naturaleza de la iglesia local como ciudad de luz es algo que aviva el corazón del cristiano. Puede transformar la apatía en pasión, el hastío en energía. El creyente que abraza su vocación de edificar la ciudad de luz descubre motivos para sentirse como el salmista: "Pero yo estoy como olivo verde en la casa de Dios; en la misericordia de Dios confío eternamente y para siempre" (Sal 52:8).

Aproximación al libro de Nehemías

El libro de Nehemías se escribe unos 450 años antes de Cristo, en base a los apuntes del gobernador durante los sucesos que vienen relatados. El primer versículo nos descubre el mensaje detrás del libro. El nombre Nehemías significa "consuelo de Jehová", y el nombre de su padre, Hacalías, "confusión de Jehová". El padre nacería durante el cautiverio en Babilonia, cuando el pueblo de Dios luchaba con el tremendo desasosiego producido por la hecatombe. Estaban lejos de su tierra, bajo la losa de una condenación ampliamente merecida. Muchos sentirían oscuridad, desolación, angustia en su alma. Nace un niño, y los padres le ponen el nombre de "confusión", por ser éste el sentimiento que invadía todo su ser.
Nehemías, sin embargo, aporta consuelo donde sólo hay confusión. Encarna numerosas cualidades del Señor Jesucristo, y su labor con la ciudad de Jerusalén -edificando la muralla, ordenando la vida espiritual- anticipa lo que Jesucristo luego haría con sus enseñanzas, sus milagros, su muerte en la cruz, su resurrección, y el envío de su Espíritu. Las respuestas de Dios a las oraciones de Nehemías confirman el beneplácito del cielo sobre su empresa. El Señor lo envía para levantar las murallas, para que el culto del segundo templo quede reforzado, y para que en un día futuro el Hijo de Dios se presente precisamente allí.
Este libro de la Biblia se narra en un contexto de profundo fracaso espiritual. Dios había llamado a Abram para hacer de él una familia que demostraría a todo el mundo las maravillas de la vida de Dios, por la fe en el Redentor prometido desde el huerto de Edén. Pero la iniciativa se había torcido: Jacob y sus hijos tienen que ser deportados a Egipto, y se mezclan con el politeísmo de los egipcios. Cuando Dios los saca de Egipto, transportan sus ídolos con ellos. Cuando sube Moisés a recibir la ley de Dios, el pueblo hace un becerro de oro, y ese fracaso -nada más nacer como pueblo de Dios- iba a caracterizar toda su experiencia comunitaria. Rebeliones en el desierto y apostasía en la tierra eran las constantes de la vivencia nacional. A pesar de múltiples provisiones de Dios para mantener la vitalidad de su compromiso espiritual -las leyes escritas, el tabernáculo, el sacerdocio, un ritual de sacrificios, las fiestas ordenadas, la presencia visible del Señor, una tierra en posesión- siempre faltaba la pieza esencial. Sin el nuevo nacimiento y la presencia del Espíritu de Dios en el corazón, todos los apoyos externos carecían de efecto. La historia de Israel, desde el éxodo hasta el cautiverio, demuestra la imperante necesidad de la regeneración espiritual.
Cuando el emperador persa da la orden de que los judíos vuelvan a Jerusalén y edifiquen su templo, sólo 50.000 vuelven (entre varios millones que vivían repartidos en Mesopotamia). En medio de gran oposición, ocupan su tierra de nuevo y asientan el altar sobre su base para poder ofrecer sacrificios a Dios. Los enemigos impiden, sin embargo, que avancen más. La mayoría del pueblo judío se conforma con una mala situación y se dedica a la supervivencia. Hace falta la llegada de profetas como Hageo y Zacarías para espolear al pueblo a terminar de levantar el templo. La cronología de la época ayuda a situar cada cosa en su lugar:
586 a.C. - destrucción de Jerusalén por los babilonios. 538 a.C. - decreto de Ciro, emperador persa, de que vuelvan los judíos.
537 a.C. - Zorobabel vuelve con el primero grupo; levantan el altar y los cimientos del templo, pero la obra después queda parada.
520 a.C. - la obra del templo se reanuda (profetizan Hageo y Zacarías).
515 a.C. - el segundo templo terminado. 458 a.C. - llega Esdras a Jerusalén, lleva a cabo las primeras reformas (solución a los matrimonios mixtos).
445 a.C. - llegada de Nehemías para levantar las murallas, y luego gobernar 12 años.
El segundo templo, durante los primeros años, es un santuario expuesto a la intemperie de la violencia (Esd 3:3). Sin murallas que protegieran la ciudad, el culto a Dios estaba siempre sujeto a las incursiones de bandidos que robarían los animales destinados al sacrificio (con el trigo, el aceite, y el vino que acompañaban). Sin el muro, no era posible mantener el culto con su anuncio de Cristo a través de los sacrificios y la enseñanza de la Palabra. Había altar y había templo, pero las amenazas constantes lo convertían en un ejercicio esporádico. Había poco testimonio ante el mundo.
La situación de los que vuelven a la tierra de Israel después del cautiverio recuerda la condición de la obra evangélica en España en algunos aspectos:
Los creyentes son pocos.
Luchan por la supervivencia personal (familia, trabajo).
Cunde el desánimo espiritual en muchos, la obra queda parada.
Los "profetas" que traen una palabra de Dios son muy pocos.
Hay inseguridad constante frente a las amenazas de la sociedad.
El pueblo sigue sujeto a los caprichos del poder secular.
El testimonio frente al mundo parece poca cosa.
Hay recuerdos de glorias pasadas, cuando Dios daba su bendición.
Por estas semejanzas, el período posexílico se reviste de especial importancia en nuestros días. Hay grandes lecciones espirituales encerradas en la peculiar aportación de este período al progreso de la revelación. Hay varios conceptos que surgen de las ruinas de Jerusalén y que luego brillarán en todo su esplendor a lo largo del Nuevo Testamento:
El concepto del remanente. Son pocos los que vuelven del cautiverio. La bendición se vive dentro de un grupo reducido, no en todo el pueblo de Dios profesante. Jesucristo retoma esta idea cuando llama "manada pequeña" a la compañía de sus discípulos (Lc 12:32). El apóstol Pablo emplea la noción del remanente para explicar la apostasía de la mayoría de Israel (Ro 11:5); luego alude a ello para aclarar que en las iglesias "no son todos los que están" (1 Co 15:34). El autor de Hebreos afirma lo mismo cuando advierte respecto a las personas que son raíces de amargura en la congregación (He 12:15).
La presencia y la ayuda del Señor en cualquier lugar. Si bien la manifestación de la presencia de Dios se localizaba en el templo de Jerusalén durante la antigua dispensación, los profetas anuncian que en un día futuro, el arca de la alianza no será necesaria (Jer 3:16), y que Dios será un pequeño santuario en Babilonia también (Ez 11:16). Hay bendición para Daniel y Esther en el exilio, y hay palabra para Zorobabel y Josué (Hageo, Zacarías). Dios cuida de Ester en medio del imperio persa. Todo esto prepara el camino para una iglesia universal, formada de congregaciones locales repartidas por todo el mundo y gozando de la presencia del Señor en su medio. "He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo", dice Jesucristo (Mt 28:20). El sustento espiritual del Señor llega a los suyos, a pesar de los fracasos del pueblo profesante.
La responsabilidad particular de cada creyente. Si en un principio Dios se había comprometido a bendecir a las familias de la tierra: "serán benditas en ti todas las familias de la tierra" (Gn 12:3); y al pueblo de Israel como tal: "vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa" (Ex 19:6), después del cautiverio se resalta la respuesta de cada persona particular. Las listas en Esdras y Nehemías -de los que vuelven, los que edifican, los que se comprometen, los que habitan en Jerusalén, los que sirven de forma especial- demuestran que Dios toma nota de cada persona. Luego Jesús diría lo mismo de múltiples maneras (Mt 19:29) (Mr 9:41) (Jn 21:22), y los apóstoles insistirían en que "cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí" (Ro 14:12), como también que "cada uno llevará su propia carga" (Ga 6:5).
La perentoria necesidad de que Jesucristo haga toda la obra, para que el hombre conozca a Dios, se mantenga en comunión con Dios, sea plenamente transformado a la imagen de Dios, y dé fruto para Dios en su vida. El fracaso de la nación demuestra que sólo un nuevo nacimiento, efectuado por Aquel que vendría, podrá garantizar la continuidad de la bendición. La única esperanza era Cristo. Hageo habla del Deseado de todas las naciones, Zacarías del Renuevo que vendrá. Isaías había hablado del niño que nacería y que sería Dios eterno. Jeremías había prometido que levantaría a David. Después del cautiverio, quedó claro como en ningún momento previo, el hecho de que "separados de mí nada podéis hacer" (Jn 15:5).
La influencia extraordinaria de una sola persona que confía plenamente en la promesa de Cristo. El período posexílico demuestra que Dios puede usar a una sola persona para lograr grandes mejoras en la espiritualidad del pueblo. Un Daniel, un Ester, un Esdras, un Nehemías: son hombres y mujeres que multiplican la bendición y hacen que ésta llegue a muchas vidas. La persona que interiorice la verdad expresada por el apóstol -"para mí el vivir es Cristo"- llega a repartir refrigerio espiritual por todos lados.
El libro de Nehemías tiene trece capítulos. Como se ha dicho, parece que Nehemías fue el autor, componiendo la obra después de los frenéticos eventos de los primeros años. Se puede resumir los temas por capítulos:
Nehemías oye de la desolación de Jerusalén, se dedica a orar (Neh 1).
Pide permiso al rey Artajerjes y sale de viaje para Jerusalén (Neh 2).
Empieza la reconstrucción del muro de Jerusalén (Neh 3).
Crece la oposición de los enemigos, se toman medidas (Neh 4).
Nehemías trata el problema de la usura (Neh 5).
Sigue creciendo la oposición, pero se erigen las murallas (Neh 6).
Se empadronan a los que han vuelto de Babilonia (Neh 7).
Se reúne el pueblo para buscar a Dios (Neh 8-9).
Se firma un compromiso solemne de andar con Dios (Neh 10).
Algunos voluntarios se trasladan a Jerusalén a vivir (Neh 11).
Se dedica el muro, tomando medidas para la vida espiritual (Neh 12).
Aparecen indicios del fracaso; no todo irá bien (Neh 13).
Hay muchas semejanzas entre Nehemías y Jesucristo que hacen pensar que el Señor levantó a este gobernador para avivar la esperanza del pueblo en otro Gobernador mayor: el Ungido (escogido, señalado y capacitado por Dios), Aquel que llevaría a cabo una restauración final y completa. Como Cristo, Nehemías viene de lejos (de la capital del imperio, como el Hijo desciende de la "capital" del universo). Como el Hijo, Nehemías se desplaza a una provincia remota, contando con todo el apoyo del rey. Nehemías parece ser de la familia real, pero esto no se dice claramente. Así Jesucristo, aun siendo del linaje del rey David, no recibe el reconocimiento público de ello, por el hecho de haberse criado en Nazaret.
Las cualidades personales de Nehemías anuncian características que serían propias de Jesucristo: angustia por la situación del pueblo de Dios, profunda dependencia del Padre (expresada en la oración), sabiduría frente a los adversarios, un amor desinteresado que impregna el servicio. Nehemías insiste en el amor práctico entre los miembros del pueblo de Dios; por eso arremete contra la avaricia de los terratenientes ricos, al exigir elevados intereses por el dinero prestado a sus hermanos pobres, muchos de los cuales trabajaban en la obra de construcción. De la misma manera, Jesucristo insistiría en el amor como la cualidad fundamental que distingue a la familia de Dios del resto del mundo (así el Sermón del Monte). Nehemías asigna un lugar central a la Palabra de Dios cuando reúne al pueblo en la plaza de las Aguas para su lectura, e insiste en el cumplimiento de ella cuando insta a los cabezas de familia a firmar un pacto en ese sentido. De la misma forma, la enseñanza de Jesús en las sinagogas consistía en abrir el verdadero sentido de la Palabra de Dios. Una y otra vez repetía la frase "¿no habéis leído?" en los debates con los fariseos. Para Jesucristo, la Palabra -leída, escuchada, y aplicada- era el punto de partida para toda respuesta humana al Señor.
Hay numerosos detalles en la carrera de Nehemías que llaman la atención por su coincidencia con eventos parecidos en el ministerio de Jesucristo, como la llegada en una cabalgadura para inspeccionar las murallas derrumbadas de la ciudad (Neh 2:12). Jesucristo se acercaría a Jerusalén de una manera muy parecida en su entrada triunfal, sólo que en su caso se trata de la inspección de "murallas" espirituales, no físicas (Mt 21:7). Sanbalat y Tobías se burlan de Nehemías, diciendo que hasta una zorra podría hacer caer la muralla (Neh 4:3). Jesús contesta a los fariseos que la "zorra" de Herodes no le parará en su obra espiritual (Lc 13:32). Acusan a Nehemías de querer erigirse en rey (Neh 6:7), y con ese mismo pretexto los judíos entregan a Jesús a Pilato (Lc 23:2). Nehemías echa los muebles de Tobías del templo, disgustado por el compromiso mundano que éstos representan (Neh 13:8), y Jesús echa las mesas de los cambistas del templo en un gesto muy parecido (Mt 21:12).
Todos estos puntos señalan el propósito del libro de Nehemías: anunciar la persona del Redentor venidero por medio de las virtudes de Nehemías, como también anticipar el fruto de la obra del Redentor, que sería la reconstrucción del testimonio del Señor. Jesús dice que las Escrituras (con el libro de Nehemías) dan testimonio de él (Jn 5:39), como luego declara a los discípulos en el camino a Emaús lo que todas las Escrituras (el libro de Nehemías incluido) dicen de él (Lc 24:27). La conclusión es que el libro de Nehemías sirve para despertar la esperanza en Jesucristo, por lo que sólo él sería capaz de hacer.

El consuelo de una "ciudad de luz"

Nehemías levanta las murallas de Jerusalén para darle la seguridad necesaria, para que la ciudad cumpla su función en el plan de Dios. "Jerusalén" significa "visión de paz", y la ciudad asentada sobre un monte existía como testimonio en el mundo de la nueva vida que sólo Dios podría dar. La Jerusalén terrenal anunciaba la realidad de una Jerusalén celestial, una ciudad que Dios estaba preparando para una multitud de personas que estarían sanas y salvas para siempre, con la certeza de ver todo mal desterrado lejos. Esta esperanza, que a veces se describe como "reino de Dios", y otras veces como "la casa de mi Padre", aporta contenido a la fe del cristiano. El creyente no sólo confía en la obra de Cristo a su favor a título personal, para su propia salvación, sino también contempla con deseo el desenlace del plan de Dios en todo el mundo, cuando todas las promesas serán cumplidas y el reino de Dios inaugurado en la tierra. Así era la esperanza antigua de Abram, que aguardaba una ciudad con fundamentos, cuyo arquitecto y constructor sería Dios (He 11:10). De la misma manera, el apóstol Pablo afirma que la Jerusalén celestial es "madre de todos nosotros" (Ga 4:26): es decir, la promesa de la ciudad celestial despierta fe en Cristo, como el único capaz de conseguir una consumación tan maravillosa.
La noción de ciudad en la Biblia aparece a partir del huerto de Edén. Con la expulsión del hombre y la mujer, y con los querubines que impiden la entrada del pecador al paraíso, se sienta el precedente de un recinto cerrado que anuncia seguridad para los que están dentro y separación de los que están fuera. La misma idea se repite con el arca de Noé: los que están dentro viven protegidos del juicio, mientras los que quedan fuera mueren, juzgados por su pecado.
Cuando el Señor baja sobre el monte Sinaí, manda a Moisés que erija barreras para que ningún hombre ni animal se acerque (Ex 19:12-13). Dios en su santidad está dentro de un lugar vallado, y sólo Moisés tiene el privilegio de acercarse. La muchedumbre queda fuera. Las instrucciones para el tabernáculo van el mismo sentido: hay un atrio con una cortina de lino que marca la separación entre los que están dentro y los que están fuera. El color blanco sugiere que la separación se basa en la santidad -apropiada personalmente y luego experimentada- y la puerta única sugiere que queda una invitación a entrar, si se cumple las condiciones necesarias para ello. Sólo se permite la entrada por esa puerta, no hay otra. Es necesario "pasar por el aro", es decir, someterse a lo estipulado por Dios para poder gozarse de la comunión.
La ciudad de Jerusalén representa la culminación de los elementos enunciados a través del tabernáculo: un recinto vallado (serían las murallas de la ciudad) y un santuario a que sólo se permite el acceso a personas cualificadas (los sacerdotes). Las múltiples barreras incorporadas al templo en los días de Jesús plasman la misma idea de separación (de los que están fuera) y seguridad (para los que están dentro). En todos los casos, habitar en la ciudad donde está Dios supone participar en todos los beneficios de su presencia inmediata.
Los salmos aclaran varias ventajas que manan del hecho de estar cerca del lugar donde se manifiesta Dios:
Dirección, guía, enseñanza. La estructura del templo, el holocausto diario, las tres fiestas anuales, y las ofrendas ocasionales de los creyentes, todo esto representaba de manera tangible distintos aspectos de la promesa de un Salvador que sufriría una herida, pero que redimiría a la humanidad. Además del ritual establecido, había una enseñanza bíblica constante de parte de los sacerdotes y levitas: "Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos" (Mal 2:7). De esto modo la ley salía de Sion, y los pueblos acudían al santuario para aprender los caminos de Dios (Is 2:3).
Los salmos resaltan la bendición de acudir a Dios para aprender su Palabra:
(Sal 34:11) "Venid, hijos [al santuario], oídme; el temor de Jehová os enseñaré"
(Sal 43:3) "Envía tu luz y tu verdad; éstas me guiarán; me conducirán a tu santo monte, y a tus moradas"
El aprendizaje de la Palabra de Dios no se trataba de la mera comunicación de mandamientos, la transmisión de conceptos teóricos sin más, sino era todo un aprendizaje de los caminos del Señor para luego andar en ellos. El componente práctico era lo principal. Te acercabas a Dios para aprender cómo vivir en este mundo. Cuando el salmista se deprime viendo la prosperidad de los rebeldes y profanos, acude al santuario en busca de otra perspectiva. Quiere adquirir una nueva visión, algo que ayude a superar la depresión, y la consigue: "...hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos" (Sal 73:17).
Además del ritual continuo y la enseñanza bíblica, también se administraba justicia en el recinto del templo. Los que estaban perplejos en cuestiones de derecho acudían a los sacerdotes levitas en Jerusalén, y "ellos te enseñarán la sentencia del juicio" (Dt 17:8-11). Por eso el salmista alaba al Señor porque "allá (en Jerusalén) están las sillas del juicio, los tronos de la casa de David" (Sal 122:5).
La ciudad de luz representaba, pues, el lugar donde Dios -a través de sus representantes- enseñaba a los creyentes, con el fin de que aprendieran sus caminos y practicaran su justicia en medio de sus obligaciones diarias. Era el lugar señalado para recibir consejos, para buscar sabiduría, para pedir orientación en todas las cuestiones difíciles que podrían surgir a raíz del mero hecho de vivir inmersos en un mundo caído.
Provisión para toda necesidad. El templo y la ciudad de Jerusalén también anunciaba que Dios suplía todo lo que su pueblo podría necesitar. Como había provisto el agua de la roca y el maná del cielo mientras el pueblo peregrinaba por el desierto, así seguiría siendo el sustento para los suyos. En el plano cotidiano, esto se plasmaba cada vez que había sacrificios de paz (voluntarios, expresando gratitud al Señor en general, o de acción de gracias, para reconocer algún don concreto), y el ofrendante invitaba a otros a una comida fraternal (Dt 12:6-7). Serían los miembros de su familia, y también se invitaba a personas necesitadas: viudas, huérfanos, levitas, o pobres (Dt 12:12). De la misma manera, las fiestas de Pascua, Pentecostés, y Tabernáculos eran celebraciones en que se solidarizaba de forma especial con la necesidad de otros, al invitarlos a comer (Dt 16:11,14).
Los diezmos y las primicias se llevaban a Jerusalén para mantener el culto, para el sostenimiento de los levitas, y también como provisión solidaria para los necesitados (Dt 12:17-18). Cada tercer año se guardaban los diezmos en las distintas ciudades, con el fin de administrar la ayuda a nivel local (Dt 14:28-29) (Dt 26:12-13).
Muchas veces los diezmos y las primicias abundaban, y por tanto se guardaba lo sobrante en las cámaras del templo. Malaquías insiste en que se traigan los diezmos estipulados, "para que haya alimento en mi casa" (Mal 3:10). El tesorero, el mayordomo del templo, tenía la "llave de la casa de David" (Is 22:22) para abrir los almacenes. De allí suministraba todo lo necesario para los holocaustos diarios, para el sostenimiento de los levitas, y también para ayudas especiales a los más desfavorecidos.
En este espíritu, el salmista alaba a Dios por la provisión que se hace palpable desde el templo:
(Sal 132:13-15) "Porque Jehová ha elegido a Sion; la quiso por habitación para sí. Este es para siempre el lugar de mí reposo; aquí habitaré, porque la he querido. Bendeciré abundantemente su provisión; a sus pobres saciaré de pan"
(Sal 36:7-8) "¡Cuán preciosa, oh Dios, es tu misericordia! Por eso los hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas. Serán completamente saciados de la grosura de tu casa, y tú los abrevarás del torrente de tus delicias"
En este sentido, la ciudad de luz representaba la provisión divina para todas las necesidades del pueblo de Dios, de un pueblo que vivía en comunidad y donde unos y otros se cuidaban mutuamente. Movidos por la gratitud al Señor, y siendo fieles con sus ofrendas, unos compartían generosamente con otros. Así habían aprendido durante los años en el desierto, cuando recogían y compartían el maná cada día (Ex 16:17-18). Acercándose al templo, los creyentes recordaban su deber para con el prójimo, y cada persona con necesidades aprendía a decir con David, "no he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan" (Sal 37:25).
Renovación de fuerzas vitales. Todo el ritual del templo estaba pensado para dirigir las miradas a Cristo, hacer que los adoradores pensaran y esperaran en el Redentor prometido desde el principio (Gn 3:15). Si los primeros sacrificios servían de ayuda visual para despertar la fe en la promesa, la ampliación de ellos con la institución del tabernáculo (Lv 1-7) aportaba numerosos detalles adicionales. El holocausto diario (Ex 29:38-46) (Nm 28:1-8) hablaba de un Redentor indefenso (como cordero) y sin pecado (sin defecto), que daría su vida (degollado) en ofrecimiento a Dios (sobre el altar). Siendo holocausto, se quemaba enteramente (ofrecimiento de todo el ser a Dios, para ser enteramente consumido por el "fuego" del juicio).
El holocausto se ofrecía por la mañana y por la tarde, simbolizando que el Redentor sería la provisión permanente para los hombres. El holocausto venía acompañado de una ofrenda de harina (las obras perfectas del Redentor), aceite (el Espíritu Santo capacitaría al Redentor en su obra), y vino de gran calidad (el Redentor se ofrecería gozosamente por los hombres). Los que acudían al patio del templo y contemplaban este espectáculo cada día podrían recordar la promesa antigua. La doble ofrenda del día de reposo, cuando cada cual dejaba a un lado las ocupaciones normales de la vida para alimentarse de nuevo de la esperanza del Redentor, insinuaba una doble bendición por medio de esa fe renovada.
Los demás sacrificios apuntaban a otros aspectos de la obra futura de Cristo: el cordero de la Pascua (el sustituto que muere, para que viva el ofrendante), los sacrificios de paz (Cristo como sustento), los sacrificios por el pecado (Cristo como expiación), los sacrificios por la culpa (Cristo como el que hace efectiva la restitución). Los distintos animales prescritos para los sacrificios por el pecado (becerro, macho cabrío, cordero, tórtolas o palominos) recordaban que el sacrificio de Cristo sería adecuado para toda clase de personas. Los dos machos cabríos del Día de Expiación señalaban por un lado la eficacia de un sacrificio por los pecados de todo el pueblo, y por otro, la eliminación de todas las culpas en virtud de aquel sacrificio.
De modo que la presentación visual de tantos aspectos de la persona y la obra de Cristo estaba pensada para elevar el espíritu de los creyentes, renovar sus fuerzas, y llenarles de alegría por la certeza de una redención completa. Todo esto serviría de sustento para el corazón, para que cada uno volviera a su casa con ánimos restaurados y fuerzas en el hombre interior, para vivir con Dios en medio de las luchas de cada día.
Por eso el salmista destaca el refrigerio y la renovada vitalidad que eran el fruto del encuentro con Dios:
(Sal 34:5) "Los que miraron a él fueron alumbrados, Y sus rostros no fueron avergonzados."
(Sal 48:9) "Nos acordamos de tu misericordia, oh Dios, En medio de tu templo."
(Sal 52:8) "Pero yo estoy como olivo verde en la casa de Dios; En la misericordia de Dios confío eternamente y para siempre."
(Sal 68:35) "Temible eres, oh Dios, desde tus santuarios; El Dios de Israel, él da fuerza y vigor a su pueblo."
La ciudad de luz era el lugar donde acudía el hombre fatigado por el combate diario que suponía el hecho de vivir en un mundo bajo maldición -muy lejos del idilio de Edén- para renovar su esperanza en Cristo y recuperar sus fuerzas para vivir. El ritual ponía delante de sus ojos una y otra vez los detalles de la promesa. Entrar en los atrios del Señor hacía que cada persona fructificara y se sintiera vigorosa y verde (Sal 92:13-14).
Refugio, protección, seguridad. La noción originaria de la ciudad -a partir del huerto de Edén, el arca de Noé, el monte de Sinaí, el atrio del tabernáculo- destaca la idea de seguridad para los que están dentro, debido al alejamiento definitivo de toda maldad fuera. La protección se basa en la piedra escogida y preciosa, puesta como baluarte contra los invasores del norte (es decir, contra todos los males, (Is 28:16), y que luego se materializa en un refugio (el templo) y una ciudad (para albergar a más personas). David dice "llévame a la roca... porque tú has sido mi refugio" (Sal 61:1-3). El templo simbolizaba el refugio que Dios era para su pueblo: a él acudían, y con él estarían seguros como dentro de una torre alta y fuerte. Su protección sería inamovible (como una roca), aunque allí fuera toda la tierra se moviera (Sal 46:1-3). Las seis ciudades de refugio trasladan la idea de protección a otros lugares a cierta distancia de Jerusalén; la idea es que la seguridad del Señor sería accesible desde cualquier lugar.
El salmista celebra la protección del Señor:
(Sal 27:5) "Porque él me esconderá en su tabernáculo en el día del mal; me ocultará en lo reservado de su morada; sobre una roca me pondrá en alto."
(Sal 46:7) "Jehová de los ejércitos está con nosotros; nuestro refugio es el Dios de Jacob."
(Sal 91:1) "El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente."
(Sal 122:7) "Sea la paz dentro de tus muros, y el descanso dentro de tus palacios."
La ciudad de Dios, la Jerusalén terrenal, que anticipaba la ciudad final (la esperanza de Abraham y la "madre" de los creyentes en Cristo), simbolizaba en sus mejores momentos 1) la dirección de Dios, 2) la provisión de Dios, 3) la renovación de Dios, y 4) la protección de Dios. La ciudad hacía reales y tangibles todos los beneficios que el pueblo de Dios podría esperar por el hecho de conocerlo y estar cerca de su presencia. "Vosotros me seréis por pueblo, y yo seré a vosotros por Dios". La ciudad hacía que la promesa saltara de la página, que pasara de ser meras palabras a ser una esperanza viva para el alma.
Por estos motivos, la ciudad de luz era una fuente de gozo permanente para los creyentes, y una invitación permanente para los pueblos de toda la tierra:
(Sal 48:2,10) "Hermosa provincia, el gozo de toda la tierra es el monte de Sion, a los lados del norte, la ciudad del gran Rey... Conforme a tu nombre, oh Dios, así es tu loor hasta los fines de la tierra."
(Sal 96:3,6) "Proclamad entre las naciones su gloria, en todos los pueblos sus maravillas... Alabanza y magnificencia delante de él; poder y gloria en su santuario."
Pero ¿qué pasa si la ciudad se viene abajo? Era la situación después del cautiverio: el templo quemado, el pueblo deportado, la ciudad hecha escombros. Ya no había dirección, provisión, renovación, ni protección. No había pueblo que diera ejemplo de la nueva vida de Dios. Al faltar las murallas, no había distinción entre el pueblo de Dios y los pueblos cananeos. No había testimonio de Cristo en la tierra, y no había posibilidad de que otros se salvaran.
Por eso Nehemías llora desconsolado.

La visión de Jesucristo

Desde el principio, Dios había dado la promesa de un Redentor que pondría la solución definitiva para la humanidad (Gn 3:15). Sería victorioso, deshaciendo el entuerto del pecado y acabando con todos sus efectos (violencia, enfermedad, muerte, maldición de la tierra) para siempre. También sufriría una herida "en el calcañar". Sería una herida no definitiva -no como la herida en la cabeza que le tocaría a la serpiente- pero supondría sangre derramada. Este Redentor tendría un pueblo (su "simiente"), y habría un enfrentamiento permanente con el pueblo de la serpiente. Una oposición, una lucha. El Señor enseña a Adán y Eva a ofrecer un cordero en sacrificio, como ayuda visible para despertar su fe (Gn 3:21). Caín y Abel aprenden de sus padres el significado de ello (Gn 4:3-5).
Cuando Set organiza reuniones públicas para coordinar la adoración pública al Señor (Gn 4:26), se entiende que es para recordar la promesa del Redentor. En las generaciones siguientes, sin embargo, la promesa queda cada vez más relegada al olvido. Sólo Noé y su familia la retienen. La violencia, fruto de la miseria innata del ser humano, se apodera de toda la tierra; viene a ser necesario el diluvio para acabar con la maldad. Después del diluvio y la dispersión de los pueblos desde Babel, se inicia una nueva dinámica. Con la elección de Abram, Dios decide crear una familia que sería depósito de la promesa. La familia de Abraham, que luego llega a ser el pueblo de Israel, estaba llamado a ser un testimonio comunitario de la promesa de Cristo, para que ésta no se perdiera como en los tiempos antediluvianos. La convivencia de todo un pueblo único, con vidas transformadas y un trato entre unos y otros caracterizado por la justicia y el amor, serviría para convencer a las familias de la tierra de la veracidad de la promesa. Para que todos se acercaran. Para que todos los que quisieran se salvaran, creyendo la misma promesa.
La ciudad de Jerusalén se convierte en el centro neurálgico del pueblo redimido, el lugar donde las bendiciones divinas se experimentarían con la máxima intensidad. La ciudad de Dios, donde él habitaba, era el lugar indicado para buscar su dirección, su provisión, su renovación, y su protección. Por este motivo, Jerusalén era "hermosa provincia, el gozo de toda la tierra". El testimonio conjunto de un pueblo donde todos compartían la misma esperanza y demostraban una vida diferente, todo esto avalaba de una manera indiscutible la promesa de salvación a través de Cristo. Como Jesús diría luego: "en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros" (Jn 13:35).
Jesús sorprende a sus discípulos con el anuncio en el Sermón del Monte de que "Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder" (Mt 5:14). Quiere decir que sus seguidores, dondequiera que se reunieran, serían ahora lo que la ciudad de Jerusalén había sido en la época de su máximo esplendor. Los discípulos de Jesucristo serían la ciudad de luz. Ellos serían el lugar donde Dios habitaba en la tierra. Ellos darían fe de la dirección, la provisión, la renovación, y la protección que el Señor proporcionaba a los suyos. Ellos -congregados en muchos lugares del mundo- serían ahora "hermosa provincia, el gozo de toda la tierra". La convivencia entre ellos daría garantías al mundo de la fiabilidad de la promesa.
Hace falta algo que convenza. Algo que llame la atención a un mundo escéptico (pero no por eso feliz). En los tiempos antiguos era la ciudad de Jerusalén. Ahora es la iglesia del Señor. Son las iglesias locales, como muchos puntos de luz repartidos por todo el mundo, donde el Señor ofrece tanto su presencia como las bendiciones que manan de la comunión con él.

Conclusión

La prioridad de la ciudad de Jerusalén resalta la importancia para Dios de un testimonio en la tierra, un lugar donde él lleva adelante la obra de transformación de las personas, y un lugar que sirve de respaldo para el anuncio de la promesa de Cristo. Jerusalén en los días de Melquisedec era todo eso, como también en los días del rey David. Luego llegó el deterioro de la vida espiritual de la ciudad y su destrucción a manos de los ejércitos babilónicos. Jesús retoma la idea y la aplica a sus seguidores: "vosotros sois la ciudad de luz". Esta afirmación -sorprendente y desafiante- plantea dos aplicaciones:
La misión de la iglesia local no se puede definir como la repetición de las costumbres de los apóstoles, sino consiste en recuperar el sentido original de la ciudad de Jerusalén. Con tal de celebrar la mesa del Señor cada domingo, no podemos decir que hemos cumplido. Estamos llamados a pensar, evaluar y tomar medidas para que nuestra iglesia local dé la máxima expresión a la dirección de Dios, la provisión de Dios, la renovación de Dios, y la protección de Dios. De una manera real, de un modo palpable.
Cada creyente está llamado a participar activamente en la edificación de la ciudad de luz. Algunos edifican (1 Co 3), otros se dejan edificar (1 P 2), y todos han de edificarse mutuamente (1 Ts 5). No cabe el repliegue en la familia y el trabajo, como tampoco podemos pensar que la vida de iglesia se limita a asistir al culto, echar la ofrenda, y no escandalizar. Tampoco podemos arreglar la situación de todas las iglesias del país, sino estamos llamados a ser bendición en la nuestra. Los guías han de pensar "¿cómo podemos estructurar las actividades para vivir plenamente el llamamiento cuadruple de dirección, provisión, renovación, protección?". Cada miembro ha de pensar "¿qué puedo aportar yo, para que el llamamiento cuadruple se haga realidad en mi vida y en la de los demás hermanos?".
Con estas consideraciones en mente, la pasión por Jesucristo y su proyecto nos impulsa a arrimar el hombro cada uno, para que la ciudad asentada sobre un monte sirva de luz en nuestro entorno particular.

Comentarios

Estados Unidos
  Vivían Cantu  (Estados Unidos)  (28/12/2019)

Excelente trabajo. Es un regalo que es una gran bendición!!’

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