Estudio bíblico: La promulgación de la ley - Exodo 20:1-26
La promulgación de la ley (Ex 20:1-26)
Los rasgos esenciales de la ley
La ley y el pacto nacional. A riesgo de alguna repetición es preciso hacer constar que la ley es parte esencial del pacto. Dios dice a su pueblo, en efecto: "Para que yo sea vuestro Dios y vosotros seáis una nación santa para mí, es preciso que vuestra conducta se conforme a los principios de justicia y de moralidad que voy a declararos". Por el momento no surge la cuestión de cómo podían obedecer, ni de otras vertientes de la ley, sino de establecer normas que podrán sublimarse en el nuevo pacto, pero que nunca pueden dejar de ser la expresión de la voluntad de Dios mientras existan hombres sobre la tierra. El pueblo, por lo menos, tiene que colocarse en "postura de obediencia" para que se pueda ratificar el "matrimonio espiritual".
La ley como norma de justicia para toda la raza. Israel había sido llamado para dar a conocer al único Dios —y sus caminos— a las naciones, de modo que las Diez Palabras no pueden quedar encerradas dentro del círculo nacional, sino que han de proveer una sólida base de enseñanza para todos los hombres. Una lectura —siquiera somera— de los mandamientos revela que presentan principios fundamentales, que después se han de ampliar y aplicar de diversas maneras, según el caso concreto y humano que surja. Ejemplos hay de esta aplicación en los preceptos de (Ex 21:1-23:19). Desde luego, los egipcios habían estudiado la ética, redactando sus sacerdotes una larga serie de ofensas que constituían "pecado" ante los dioses, pero dentro del marco del politeísmo lo interno se mezclaba con lo externo, confundiéndose lo moralmente grave con meros actos rutinarios. El célebre Código de Hammurabi recogió otros anteriores, sistematizando la jurisprudencia de la ley común tal como se entendía y se aplicaba en la cuenca de los ríos Tigris y Éufrates, hallándose en este cuerpo de leyes puntos prácticos que coinciden con algunos de los preceptos de Éxodo 21 y siguientes. Sin embargo, no intenta establecer la justicia y la moralidad sobre una firme base de principios, sino sólo ve la necesidad de compensaciones dentro de la sociedad ya establecida. De hecho, una declaración de justicia sólo pudo brotar de la autoridad de un sólo Dios, lo que la eleva por encima de la mera relatividad, según las conveniencias del egoísmo o de las costumbres humanas. Por lo tanto en la jurisprudencia como en las normas sociales de todos los pueblos que han recibido iluminación o revelación —siquiera indirecta— de la esfera judeocristiana, puede percibirse esta influencia de la ley.
La ley como norma que condena el hombre. Recordamos lo que ya hemos expuesto en los párrafos introductores: el uso principal de la ley es el descubrimiento y el diagnóstico del pecado que influye en el corazón del hombre caído, según las claras indicaciones del apóstol Pablo en Romanos 3-11 y en Gálatas 3-4, apoyadas por múltiples versículos y pasajes del Nuevo Testamento. El bisturí de la Palabra tiene que penetrar hasta lo más recóndito del alma y del espíritu para discernir "los pensamientos y las intenciones del corazón" (He 4:12), y sólo después de este penoso proceso será posible aplicar el bálsamo de la redención que brota de la gracia de Dios. Con todo, esta obra fundamental de la ley no debe cegarnos a los usos señalados en los párrafos anteriores, que forman una parte esencial del engranaje de la historia jurídica del hombre, y aun del plan de la redención.
La naturaleza espiritual de la ley. Es fácil comprender que el décimo mandamiento es "espiritual", ya que condena la codicia, el anhelo de apropiar para sí lo que es de otros. Obviamente, nadie podía ir al juez con la denuncia: "Mi vecino está codiciando mi casa o mi mujer", pues el deseo interno tendría que exteriorizarse de algún modo —por palabras o por obras— antes de que el magistrado pudiera tomar en cuenta el crimen. Pero ante el tribunal de Dios —que lee los corazones— el pecado consiste precisamente en el movimiento interno, la inclinación del corazón, según las claras enseñanzas del Maestro en (Mt 5:17-48) y la íntima experiencia de Pablo (Ro 7:7-14), ya que, delante de él, el resorte íntimo que produce el mal se halla en el brotar de los deseos del corazón.
Pero hay más que eso. Bien mirado, la ley en su totalidad siempre ha sido "espiritual", ya que los crímenes que condenan (de comisión y de omisión) surgen del hecho de que el hombre caído no ama a Dios con todo su ser ni al prójimo como a sí mismo, y de estos dos mandamientos compendiosos —dice Cristo— "depende toda la ley y los profetas" (Mt 22:34-40). Es decir, detrás de todo crimen se halla el grave mal de la falta de verdadero amor para con Dios y el prójimo, de modo que el móvil último es profundamente espiritual.
El prólogo de los mandamientos (Ex 20:1-2)
"Y habló Dios todas estas palabras" (Ex 20:1). Ya hemos visto la preparación del escenario para la promulgación de la ley. El pueblo está a la vista, pero no le es permitido traspasar el cerco al pie del monte. Ni tampoco quiere, pues se halla aterrado ante las manifestaciones de poder y de gloria que acompañan la declaración. Dios habló, haciendo uso de palabras articuladas según los medios que, en su omnipotencia, consideraba adecuados, y no hemos de rebajar en nada la tremenda solemnidad de la ocasión por medio de "explicaciones" humanas, puesto que, como hemos visto, el intento de levantar estructuras morales sin que exista una plena autoridad suprahumana es edificar sobre arena. Esta justicia, públicamente proclamada, refleja la del Dios de justicia, siendo intangible e inexpugnable, como la esencia de la moralidad que el Dios único y Creador da a conocer a sus criaturas.
"Yo soy Jehová tu Dios" (Ex 20:2). En las notas sobre Éxodo 3:12-16 tratarnos con algún detalle la declaración del nombre de Jehová a Moisés, revelado al "embajador" a fin de que él lo diera a conocer en su plenitud al pueblo de Israel. El versículo 2, por lo tanto, nos enlaza con el llamamiento especial de Israel, que había de aceptar las Diez Palabras por haber comprendido que su Dios era Jehová el Eterno, a quien le correspondía ordenar la vida de su pueblo. Si llegara el día en que Israel se olvidara de esta relación fundamental se habría roto el pacto.
Habla el Redentor de Israel (Ex 20:2). Israel no sólo era un pueblo llamado para entrar en una relación especial con Jehová sino, además, una nación redimida por el brazo fuerte de Jehová de la potencia de Egipto. Los capítulos 5-15 de este libro describen, como hemos visto, el poder de este "brazo" al sacar Jehová a los suyos de "la casa de servidumbre". El concepto había de desarrollarse en años posteriores cuando Israel, en su parte fiel, necesitaría otro "éxodo", de dimensiones aun mayores, y Dios dirá: "Así dice Jehová, Creador tuyo oh Jacob y Formador tuyo oh Israel: No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú" (Is 43:1). Como Creador, Formador y Redentor de su pueblo, Dios tenía derecho a su obediencia y su misión. Nada tenían que no les hubiese sido otorgado por su gracia.
Los mandamientos en contra de la idolatría (Ex 20:3-6)
El mandamiento fundamental (Ex 20:3). "No tendrás dioses ajenos delante de mí". Es condición básica e imprescindible si ha de haber un pacto entre Dios e Israel. Podemos anticipar aquí la consideración del adjetivo "celoso" del versículo 5, que no significa una irritación superficial porque otros reciben atención y Jehová no, sino que señala el hecho de que Dios Creador de todas las cosas no puede admitir rivales que pretendan "divinidad". Por una parte está el Creador y por otra los seres y las cosas que él ha creado, de modo que si alguien pretende reconocer un "dios" en las esferas humanas, angelicales o materiales de la creación, atenta contra el principio fundamental que rige el universo. En el caso de Israel —tomando en cuenta la estrecha relación entre el pacto y el Decálogo— el "marido" no podía admitir que la "esposa" recibiera a otro hombre, pues la íntima relación cesaría de existir por el crimen de "adulterio espiritual".
La naturaleza y las consecuencias de la idolatría. Siendo criados en un ambiente que ha conocido alguna influencia directa o indirecta del cristianismo, sin experiencia de los sistemas paganos, nos es difícil comprender la gravedad del pecado de la idolatría, o medir adecuadamente sus funestas consecuencias. Los estrechos límites de nuestro espacio no nos permiten introducir aquí un estudio del tema, y quizá la mejor manera de comprenderlo es la lectura de su historia —con el diagnóstico— que nos ofrece el apóstol Pablo en (Ro 1:18-32), y recomendamos el estudio de lo que Erich Sauer escribe sobre el tema en "La aurora de la redención del mundo" (Grand Rapids: Editorial Portavoz, páginas 110 y siguientes).
El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, está creado para que la plenitud de su Dios le llene el corazón. Al aceptar la sugerencia de Satanás de hacer de sí mismo su propio dios, intenta lo imposible, pues le faltan recursos para llenar el hueco espiritual de su ser que Dios debiera ocupar. Tiembla ante las fuerzas de la naturaleza, y está sujeto al temor de la muerte (He 2:14-15). En el animismo —el reconocimiento de espíritus elementales— el hombre busca la manera de aplacar la ira de estas fuerzas o controlarlas por la magia.
En la idolatría, el hombre que no quiere someterse al Todopoderoso, su Creador, se dedica a labrarse ídolos según su concepto de poderes personales suprahumanos, y se inclina ante las obras de sus manos, relacionadas muy a menudo con leyendas que surgen de lo que cree constituir los procesos de la naturaleza. Como el hombre se hace semejante a lo que adora, empieza a descender una escalera moral y espiritual, y, degradado ya, persiste en su creación de "divinidades", peores que las primeras, y llegando a los abismos del mal que señala Pablo en Romanos 1; Isaías condenaba la idolatría en términos irónicos, bien merecidos (Is 44:9-20), pero tanto el apóstol Pablo como otros escritores inspirados reconocían que habían de tomar en cuenta algo que pasa más allá de la locura de la idolatría, ya que el diablo no sólo inspiró la idea en el hombre que había engañado sino que supo aprovechar los sistemas resultantes para facilitar la funesta labor de espíritus rebeldes a Dios y sumisos a la autoridad satánica.
Los arqueólogos encuentran infinidad de muestras de los abominables frutos de la idolatría dentro de las civilizaciones paganas del Medio Oriente, de modo que todas las admoniciones de Moisés y de los demás profetas se hallan plenamente justificadas. Los israelitas —hasta cumplirse el castigo del cautiverio babilónico— se desviaban una y otra vez al sincretismo religioso, o sea, la mezcla del culto oficial a Jehová con alguno de los sistemas idolátricos propios de sus vecinos de Canaán y de las naciones adyacentes, pese a este mandamiento fundamental base de su pacto con Jehová.
La prohibición de hacer imágenes (Ex 20:4-6). Existe una obvia relación entre el primer mandamiento y el segundo, como queda patente por lo que acabamos de escribir. La idea de un "Dios espiritual", que no tenía necesidad de representaciones ni de "casas" donde morar, era ajena a la mentalidad de los habitantes de los países del Oriente Medio. La prohibición de imágenes de fundición o de talla complementó la de desterrar la idolatría.
Los términos de los versículos 4 y 5 reflejan las tendencias del lugar y de la época histórica, bien que pueden aplicarse fácilmente a todas las esferas donde predomina el paganismo. Una vez perdido el conocimiento del Creador único del cosmos era natural que los hombres mirasen arriba, creyendo discernir fuerzas poderosas que emanaban de los cuerpos celestes, concediéndoles rango divino, con referencia muy especial al sol y a la luna. Las ideas persisten en los horóscopos de hoy, que oficialmente se consideran como un juego, pero que de hecho influyen mucho en el pensamiento de gente supersticiosa. En la tierra se hallan hombres y animales, y ya notamos en la Introducción que los griegos llenaron su Olimpo con seres que reflejaban en escala mayor lo bueno y lo malo de la humanidad; dotaron a sus "dioses" de poderes especiales según la esfera supuesta de su actuación.
Los egipcios, pese a su inteligencia práctica, crearon un panteón en parte humano y en parte bestial. Una vez acostumbrada la gente a la adoración de ciertas "divinidades" —domésticas o públicas— sólo la gracia de Dios es capaz de librarles de tan vergonzosa esclavitud: "los rudimentos del mundo" que Pablo menciona en (Ga 4:1-7) y en (Col 2:8-23). El faraón Akhenaton procuró reformar la religión egipcia, limitando la adoración sólo al sol como fuente de vida. Sin embargo, fracasó, pues ni la gran autoridad faraónica pudo mudar las creencias, tradiciones y costumbres religiosas de la nación. Tampoco fue permitido a los israelitas buscar "modelos de dioses" entre los peces y animales marítimos de "las aguas debajo de la tierra", como hacían los filisteos con su "dios-pez" Dagón, y los egipcios con sus cocodrilos sagrados. Se trataba no sólo de imágenes como tales, sino de toda "semejanza", término que, interpretado con mucho literalismo, impidió el desarrollo de las artes entre los hebreos.
De hecho el segundo mandamiento tiene que ver con imágenes y representaciones relacionadas con la idolatría y no con el arte en general. Tanto el tabernáculo en el desierto (como veremos) como el templo de Salomón se construyeron —por mandato de Dios— según conceptos simbólicos que se plasman en obras artísticas. En la polémica entre católicos y protestantes sobre el uso de imágenes, los católicos señalaban las figuras de los querubines que eran parte del propiciatorio del lugar santísimo como también las figuras análogas del templo de Salomón, además de la serpiente de bronce de Números 21. De hecho estos ejemplos tienen poco que ver con la cuestión central, ya que los querubines eran figuras simbólicas y no representación de seres reales. Además, fueron escondidos y no exhibidos, guardando su valor simbólico sin servir como ayudas para concentrar la atención del adorador. La serpiente de bronce fue hecha como señal de obediencia, frente a la plaga de serpientes. Cuando, más tarde, los israelitas trocaron su uso, haciendo servir un objeto material como ídolo, con pintas de satanismo, el piadoso rey Ezequías la desmenuzó llamándola despectivamente: "cosa de bronce".
El hecho es que la imagen o representación pictórica, aun tratándose de algo sagrado en sí, NO eleva el espíritu a Dios sino que interpone un objeto que distrae el pensamiento, y por fin es este "objeto" que es adorado y no Dios. Ya veremos que el simbolismo es otra cosa que puede ayudar el pensamiento a llegar a una mejor comprensión de verdades relacionadas con el plan de salvación. Pero, al final del camino, el alma creyente queda postrada delante de Dios, adorándole en espíritu y en verdad, que es el único culto que Dios puede recibir.
El efecto de la maldad de los padres en los hijos (Ex 20:5-6). Como colofón de los mandamientos sobre la idolatría, Dios se muestra como Dios "celoso", término cuyo significado hemos considerado ya, y luego añade: "Que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen; y hago misericordia a millares a los que me aman y guardan mis mandamientos". Es muy natural que estas expresiones hayan sido muy criticadas por los incrédulos, para quienes plasman un concepto muy primitivo de un Dios injusto y vengativo, manifestando este carácter aun en el momento de proclamar sus leyes. También se comprenden las dificultades que se han presentado a la comprensión de buenos creyentes, ya que, a primera vista, hacen ver que los hijos inocentes han de padecer castigos por los crímenes de sus padres o antepasados.
Llamamos la atención del lector a algunas consideraciones que podrían echar alguna luz sobre el sentido hondo de estas palabras a la luz de toda la revelación escrita, y tomando en cuenta también la experiencia de cualquier buen observador humano.
1. Subrayamos que este principio se anuncia en relación con la idolatría, y por desgracia, es un hecho que si una generación deja a Dios para crear su sistema politeísta de religión, a no ser que se levante un reformador esforzado en seguida, sucesivas generaciones de "los hijos" seguirán por el mismo camino, con efectos desastrosos tanto para los individuos como para la sociedad en general. Vemos un caso análogo en todos los tiempos cuando padres viciosos y degradados dejan una herencia funesta para sus hijos y nietos, que se crían en un ambiente envenenado por males que corrompen la familia y la sociedad. Es un ejemplo más de la ley de siembra y siega, y se reconoce que el mal de un solo pecador puede causar terribles daños en su comunidad. Comentando sobre el pecado de Acán en (Jos 22:20) Finees dice: "¿No cometió Acán hijo de Zera prevaricación en el anatema, y vino ira sobre toda la congregación de Israel? Y aquel hombre no pereció solo en su iniquidad".
Esta responsabilidad colectiva, y de "presente a futuro", se ilustra desde el principio de la revelación bíblica, ya que Caín era guarda de su hermano con obligación de ayudarle y no matarle. Por difícil que nos parezca la operación del principio sabemos que no podemos evadirlo.
2. Al mismo tiempo, la Biblia insiste en la responsabilidad de cada persona frente a Dios y a su prójimo. Al detallar la aplicación de diversas leyes, Moisés declara más tarde: "Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado" (Dt 24:16).
Es claro, pues, que no se trata en (Ex 20:5-6) de una ordenanza judicial, sino de la operación de un principio general e inevitable que no anula la posibilidad de una reacción personal que permite el fluir de la gracia de Dios. Durante el exilio en Babilonia los israelitas querían justificarse a sí mismos alegando que sufrían por los males de sus antepasados, citando el refrán: "Los padres comieron las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera". El profeta Ezequiel rechaza la disculpa y pasa a declaraciones claras y tajantes sobre la responsabilidad moral de cada alma: "He aquí, dice Jehová el Señor, que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá" (Ez 18:4). En muchas predicaciones del evangelio se ha enfatizado el texto de otra forma, dando el sentido: "El alma que pecare, morirá", que es una verdad aparente, pero no es lo que quiso decir el Señor por boca del profeta, ya que se trata de que cada alma llevará su propia responsabilidad, muriendo el culpable y no otro.
3. Podemos notar que se trata de una sucesión hasta la cuarta generación "de los que me aborrecen", y ya vimos que el contexto señala sobre todo el "aborrecimiento" de quienes se entregan a la idolatría o persisten en ella volviendo las espaldas a Dios. El odio es un mal que brota del fuero interno de un individuo, y podemos deducir que si cualquier descendiente de la primera generación pecadora dejara de "odiar" al Señor, pasando a invocar su nombre, sería salvo, según los constantes principios del camino de la salvación. De igual forma la misericordia se extiende a mil generaciones de "los que me aman y guardan mis mandamientos", y en esta frase sobresale de nuevo un movimiento afectivo personal. Se trata, pues, de ver en operación dos principios complementarios, dentro del cuadro de la perfectísima justicia de Dios, sin que los efectos comunales del pecado anulen la responsabilidad moral de cada ser humano, ni mucho menos que alteren las normas de la justicia divina.
4. Como Pablo enfatiza en (Ro 5:12-21), la gracia de Dios siempre "sobreabunda" por fin, y así los efectos de la idolatría (y el mal que ha de ser visitado) duran hasta la cuarta generación, mientras que la misericordia divina, frente a los que abren la puerta de su corazón a Dios, no conoce límites. No se trata de ir contando generaciones sino de ver que la escuela del mal es inevitable en términos limitados, sin que la operación de la gracia divina conozca más límites que los que surgen de la rebeldía de hombres que la rechazan.
El nombre de Jehová es sagrado (Ex 20:7). Sin duda el nombre de Jehová ha de pronunciarse con reverencia, ya que representa su persona y autoridad, pero sin llegar a los extremos de los judíos que posteriormente buscaban toda clase de perífrasis con tal de no pronunciar el nombre de Jehová. Ya explicamos en su lugar que la forma del nombre que empleamos —Jehová — surge de este temor exagerado de los judíos, ya que representa las consonantes del nombre sagrado YHWH con la vocalización de Adonai, siendo otra alternativa YAHWEH. Quizá, como mandamiento del Decálogo, base del sistema legal, hemos de entender, no sólo la necesidad de pronunciar el nombre de Jehová con reverencia, sino también la obligación legal de evitar juramentos falsos en los que se apela al nombre para apoyar una falsedad. Esto se califica como crimen en todos los códigos, ya que socava el fundamento de la verdad y trastorna el curso de la justicia. Así lo entendió el Maestro al decir: "Habéis oído que fue dicho a los antiguos: No jurarás", pasando a enseñar que, en la esfera de su reino, sobraban todos los juramentos, ya que el "sí" y el "no" de los hijos de Dios debieron bastar para todos los casos. Esto no ha de tomarse como una prohibición de proceder según la ley del país cuando se trata de dar testimonio veraz ante los jueces.
El mandamiento acerca del sábado (Ex 20:8-11)
Lo que exige el mandamiento (Ex 20:8-10). Los israelitas habían de trabajar seis días, según las exigencias normales de su vida, pero el séptimo día habían de dejar todo trabajo aparte de asuntos ineludibles que surgiesen de nacimientos, muertes, la continuidad del culto del tabernáculo, etc. Este mandamiento obligaba no sólo a los padres sino a los hijos, a los siervos, a los esclavos, a los extranjeros accidentalmente en el país, y a los animales domésticos. El término en sí viene del hebreo "sabbar" que, a su vez, se deriva del verbo "sabat", con el significado de "cesar" o de "desistir", llegando a ser el nombre del día séptimo cuando todos habían de cesar de todo el trabajo.
La observancia anterior del sábado (Ex 20:11) (Ex 16:22-30). No hallamos ningún mandamiento anterior sobre el sábado, pero ya vimos que se presenta como algo conocido en la ocasión de iniciarse la provisión del maná (Ex 16:22-30). No hallamos el sustantivo "sábado" cuando Dios santificó el séptimo día después de la creación (Gn 2:2-3), pero la raíz verbal —"él reposó de toda la obra"— es la que hemos notado, y la traducción literal es: "El cesó de toda su obra". No hay luz que nos ayude a determinar de qué manera los israelitas podían tener una idea —incompleta según el contexto de esta institución— al iniciar su vida nómada en el desierto, pero sin duda (Gn 2:2-3) implica un principio fundamental que no depende de la duración de los "días" de la creación.
La vertiente humana (Ex 20:10) con (Ex 16:29). En la ocasión del maná insistió Moisés en que Jehová había dado el día de reposo a su pueblo para proporcionarles un paréntesis de descanso que interrumpiera los giros de la noria del trabajo de todos los días. La bendición física, psicológica y espiritual que recibían los israelitas por medio de este "don" era de valor incalculable, y la inclusión de las bestias evidencia aquel cuidado por la creación animal que sólo se encuentra dentro de la revelación que Dios dio a través de Israel y de la Iglesia.
La vertiente divina (Ex 20:8). "Acuérdate del sábado" no quiere decir que había de traerlo a la memoria como algo una vez conocido y luego olvidado, sino que, constantemente, en toda su vida nacional como "siervo de Dios" en la tierra, no descuidasen la observancia del sábado, como ordenanza santificada por Jehová. Un hombre de negocios podía tener un asunto casi terminado en víspera del sábado, pero no podía llevarlo a cabo hasta después del día de reposo, ya que le tocaba decir: "Este es el día consagrado a Jehová. Todo mi tiempo es de él. Este es el día consagrado a Jehová, siendo El mi Creador y Redentor; en este día sagrado tengo que manifestar el hecho y posponer el mío, manifestando los derechos que Dios ejerce sobre mi persona, mi tiempo y mis actividades". Si un israelita no reconociera este hecho, mostraría tener corazón frío y rebelde. De ahí la gran importancia del mandamiento en la vida de Israel. Aún queda por considerar la faceta que enlaza el sábado con el pacto.
La vertiente del pacto. Esta vertiente no se destaca tanto en Éxodo 20 como en la repetición de la ley dada por Moisés en Deuteronomio, donde leemos: "Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios te sacó de allá con mano fuerte y brazo extendido; por lo cual Jehová tu Dios te ha mandado que guardes el día de reposo" (Dt 5:15). Más adelante, en Éxodo, hallamos este mandamiento: "guardaréis mis días de reposo; porque es señal entre mí y vosotros por vuestras generaciones, para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico" (Ex 31:13). Además de los principios generales, sobre los cuales se basa la observancia del sábado, hallamos una aplicación específica de la institución al pueblo de Israel en relación con su Redentor que los había librado de Egipto con el fin de entrar en estrecha alianza con ellos. El guardar el sábado venía a ser la sortija de la alianza, que recordaba el hecho fundamental del pacto, como perpetua señal para los israelitas. Por ello es fácil comprender la gran importancia del guardar el día dentro de la comunidad de Israel, pues el que quebrantaba el sábado mostraba a las claras su desprecio por el pacto mereciendo la lapidación en épocas en que se mantenía el debido orden en Israel (Nm 15:32-36). La interpretación legalista de los fariseos, contra la cual se enfrentó tantas veces el Maestro, no ha de cegarnos al alto valor de la observancia tal como Dios la dio.
Los mandamientos que se relacionan con el prójimo (Ex 20:12-17)
Los dos capítulos de la ley. Se suele dividir el Decálogo en dos partes, ya que los mandamientos 1 al 4 enfatizan los deberes del hombre para con Dios, y los del 5 al 10 sus obligaciones para con su prójimo.
Honra a los padres (Ex 20:12). El verbo "honrar" abarca no sólo el respeto debido a los autores de nuestra vida sino también su mantenimiento material, como se destaca claramente del caso del "Corbán" que comenta el Maestro en (Mr 7:9-13). Según las Escrituras —y conforme a los pensamientos y prácticas de las comunidades humanas más santas que ha conocido la historia— la familia es la unidad esencial de la sociedad. Existe un enlace vital y fundamental entre padres e hijos, dependiendo éstos de aquéllos durante los años de la niñez y la adolescencia.
Desde luego es posible que estas relaciones se trastornen a causa del pecado. Los padres pueden ser dominantes y arbitrarios, y los hijos rebeldes y perversos, pero estos desvaríos proceden del pecado y no del orden que Dios ha establecido. Si los padres cristianos ordenasen su hogar según las exhortaciones apostólicas (Col 3:20-21), la gloria de esta institución fundamental resplandecería para el gozo de todos, aparte las tristes excepciones que son parte de la experiencia humana. Llega el momento cuando es preciso soltar a los hijos, pero esto no les exime de sus responsabilidades de cuidar eficazmente de sus padres.
El apóstol Pablo nota que este "es el primer mandamiento con promesa", ampliando un poco el texto original diciendo: "para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra" (Ef 6:2-3). No todos los hijos fieles llegan a viejos, pero, pensando especialmente en la Tierra de Promisión, es seguro que en las comunidades donde florecían las virtudes filiales se aumentaba el bienestar general, con la prolongación del término medio de vida, ya que tan buenas normas promovían la sanidad de la célula vital de la sociedad —la familia— sin la cual el cuerpo comunitario se hallaría enfermo. Los comienzos de la historia de Roma ilustran las energías que se engendran dentro de una comunidad basada sobre una disciplina que empieza con la sujeción de los hijos a los padres.
La vida humana es sagrada (Ex 20:13). En cuanto a la luz que nos viene por la revelación escrita, la prohibición expresa de considerar sagrada la vida humana se destaca por primera vez en el pacto noético: "El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre" (Gn 9:6). Podría ser que la absoluta corrupción de la raza que motivó el exterminio del diluvio brotara en gran parte del egoísmo violento del hombre rebelde que no respetaba siquiera la vida del prójimo. De todas formas, hallamos a Lamec, presentado sin duda como producto típico de su época, gloriándose con satánica soberbia por haber cometido un homicidio, y amenazando venganza sin límites si alguien intentara hacer justicia (Gn 4:23-24). El mandamiento noético basa la necesidad de hacer justicia, exigiendo vida por vida, sobre el hecho permanente de que el hombre fue creado a la imagen y semejanza de Dios.
En comunidades donde no se había organizado aún un sistema jurídico con jueces capaces para investigar crímenes, pronunciar sentencias y aplicarlas —desarrollo tardío en el Oriente— el encargado de vengar una muerte venía a ser el "pariente próximo" ("goel" en hebreo), figura importante también en la legislación civil. Al pasar a los "juicios" (Ex 21), que tienen que ver con la solución legal de casos específicos, se hace una distinción entre homicidios que surgen de la defensa propia o de la protección de la propiedad, que son excusables (Ex 22:2); homicidios accidentales (Ex 21:13) y los verdaderos crímenes premeditados qué brotan del odio (Ex 21:14). En el último caso no hay excusa para el crimen ni demora en la aplicación de la sentencia, aun si el criminal hubiese buscado la protección del altar de Jehová. La legislación mosaica había de proveer "ciudades de refugio" que permitieran protección y ayuda a aquel que había quitado una vida humana accidentalmente o en circunstancias justificables. Es evidente que el sexto mandamiento tiene que ver con el homicidio cometido con alevosía, en el que un hombre intenta destruir la "obra maestra" de Dios en cuanto a esta creación. Según el Maestro, el crimen empieza con el odio y el deseo de dañar al objeto del aborrecimiento, que es precisamente lo que se juzga delante del tribunal de Dios. Naturalmente, a los jueces en la tierra sólo les corresponde castigar el hecho consumado, y deberían hacerlo (Mt 5:21-26).
Como es evidente por mandamientos posteriores que ordenan guerras —y aun el exterminio de pueblos enteramente corrompidos en el plano moral— el sexto mandamiento no tiene nada que ver con el pacifismo. Anuncia un principio general —que la vida humana es sagrada— pero el Decálogo no es el lugar para detallar cómo se ha de aplicar en un mundo donde el diablo ha introducido el pecado, perversión de todas las sanas normas que habían de regir la vida del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios. La providencia de Dios no ordena males para conseguir bienes, justificando los medios por los fines, pero sí sabe aquilatar las fuerzas del mal y sus funestas consecuencias —el impulso es siempre satánico en último término— y la perfectísima sabiduría de Dios puede adoptar los medios necesarios para poner dique a las inundaciones del mal con el fin de adelantar su plan final, que tiene por objeto la bendición de todo hombre que la desee y que invocare el nombre del Señor.
El matrimonio es sagrado (Ex 20:14). La fornicación es todo acto sexual entre dos personas que sale fuera del marco de su legítimo ejercicio dentro del matrimonio. El adulterio es fornicación en la que uno o dos de los culpables es ya casado con otra persona en legítimo matrimonio. Este acto criminal rompe la unicidad del lazo matrimonial tal como Dios lo había instituido y destroza la unión más sagrada que se conoce en el plano natural de la vida humana. El adulterio se castigaba por la muerte bajo la legislación mosaica, si los dos culpables eran casados, bien que el hombre casado que pecara con una doncella podría hacer compensaciones. Veremos que los grandes principios básicos del Decálogo habían de aplicarse dentro de una sociedad que ya tenía su jurisprudencia común, y no se trata aún ni de la sublimación de la ley señalada en el Sermón del Monte ni de las admoniciones y exhortaciones de las epístolas apostólicas. Consta el gran principio: el matrimonio es sagrado y el adulterio es un crimen.
La propiedad ha de ser respetada (Ex 20:15). Para la Iglesia naciente, cuya vida comunal se describe en Hechos 2 al 6, la propiedad sólo tenía importancia como medio para mostrar el amor fraternal, ya que todos entregaban sus posesiones para el bien común, aunque nunca fueron anulados los derechos a la propiedad si alguien quería mantenerlos. Se trata de un hermoso momento en la historia de la Iglesia cuando la proximidad de la cruz y el poder del Espíritu Santo anulaban el egoísmo, de modo que sobraba la enfática declaración: "Esto es mío". Pero el momento pasó, dejando una estela de ejemplaridad, convirtiéndose más tarde en el "principio de mayordomía" en la Iglesia en general. El Decálogo está hecho para hombres pecadores (1 Ti 1:8-10), cuya característica más evidente es el egoísmo. Tratándose de una raza caída, es imposible establecer sociedades estables si no se reconoce de algún modo que hombres y mujeres tienen derecho de poseer lo suyo, de modo que el robo es un mal que ha de ser castigado. Esto no justifica una sociedad capitalista ni condena otra comunista, sino que reconoce un hecho humano que se revela hasta en los niños tan pronto como saben distinguir "cosas" de "personas".
El falso testimonio es un crimen (Ex 20:16). Ya hemos notado la extrema gravedad de jurar falsamente en el nombre de Dios. La prohibición del noveno mandamiento abarca más que el crimen de perjurar ante los tribunales, pues incluye todo rumor falso o difamación de carácter. El buen nombre de un hombre —si es que lo tiene— es su posesión más preciosa dentro de la sociedad, y si alguien, movido por celos o por pura malicia, se lo roba, comete un crimen que es difícil de discernir y de castigar, pero que constituye una manifestación cruel y satánica del mal. En los "juicios" se amplía el concepto: "No admitirás falso rumor. No te concertarás con el impío para ser testigo falso" (Ex 23:1).
"No codiciarás" (Ex 20:17). Ya hemos comentado este mandamiento, que es el que reveló al apóstol Pablo la naturaleza espiritual de la ley, concebida como la fuerza reveladora que escudriña el corazón del individuo delante de su Dios (Ro 7:7-14). Ya dijimos que no sería posible llevar una acusación de "codicia" delante de tribunales humanos, pues sólo Dios puede ver el móvil que induce al pecador a cometer robos, adulterio u homicidios. Si el deseo para acaparar lo que es de otro queda frustrado, la justicia humana es impotente, pero no la de Dios. Es muy propio que el Decálogo descubra la raíz de tantos pecados, pese a que no puede aplicarse la prohibición en los "juicios", ya que este código es fundamental, rebasando con mucho la finalidad de aplicar la justicia humana en el detalle. El décimo mandamiento, con los dos "principales" que señaló el Maestro, establece la unidad espiritual de los dos pactos, sin menguar de la importancia de la ley total en su sentido condenatorio frente a todos los hombres, obligando al hombre a buscar la justificación en la gracia de Dios.
El uso del pronombre singular en el Decálogo
Habríamos esperado el uso del pronombre plural en el Decálogo: "Vosotros no tendréis dioses ajenos delante de mí", etc., pero se emplea sólo el singular: "Tú no tendrás". En primer término hemos de entender que "tú" señala el sentido colectivo y comunal de los mandamientos: Dios habla a su pueblo como si fuera "una persona", siendo ésta su siervo en la tierra; este uso tiene numerosas analogías a través del Antiguo Testamento. Con todo es posible discernir la intención de enfocar la atención del oyente de la ley sobre la responsabilidad individual, ya que Dios hablaba a la totalidad del pueblo de Israel y también a cada israelita en particular. Pese a consideraciones de responsabilidad corporativa que notamos al comentar (Ex 20:5-6), el pecado es un movimiento de la voluntad que se desarrolla en el corazón del hombre caído. El movimiento es personal, y trae como consecuencia la condenación también personal de quien se aparta de la voluntad de Dios. Hay muchos casos —en la Biblia y fuera de ella— de hombres que influyen poderosamente en la voluntad de otros, llegando a impulsar grandes movimientos de masas que cometen pecados corporativos. Sin embargo, en último análisis, eso no impide que cada individuo implicado sea culpable a causa de su propio pecado. Ni nos perdemos ni nos salvamos por "masas" sino como individuos en la presencia de Dios.
La obra mediadora de Moisés en vista del saludable temor del pueblo (Ex 20:18-21)
El temor del pueblo (Ex 20:18-21). Cuando Moisés, en las llanuras de Moab, recuerda esta escena al pie del monte, nos da más detalles sobre la petición del pueblo, que llegó a él por medio de una embajada de los jefes y ancianos, quienes suplicaron su intervención mediadora en vista de la majestad aterradora de las manifestaciones de la presencia de Dios en el monte. Dios aprueba su actitud, ya que el terror del monte debiera haber inducido en el pueblo el santo temor de Dios que, a través de la larga historia de Israel, se reconocía como "el principio de la sabiduría". "¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos!", exclama Jehová (Dt 5:22-23). En el resumen del incidente que hallamos en nuestro texto vemos que Moisés comprendió perfectamente los distintos matices del "temor". Fue necesario que el pueblo se diera cuenta de la terrible majestad del Dios de Israel por medio del gran "encuentro" de Sinaí, aun cuando llegasen a pensar que podrían "morir" por hallarse como hombres pecadores en la presencia manifiesta de Dios. Como resultado de tan terrorífica experiencia debiera haber permanecido en ellos el "santo temor", que consiste en tomar a Dios en cuenta en toda actividad humana con referencia especial a las actitudes del corazón.
La obra mediadora de Moisés (Ex 20:18-21). Moisés también era hombre pecador, y en algún momento exclamó: "Estoy espantado y temblando" (He 12:21). Con todo, después de la primera resistencia delante del arbusto que ardía y no se consumía, se había sometido al proceso educativo que Dios le ordenó. Ya le hemos visto en el digno ejercicio de su comisión corno embajador de Jehová delante de Faraón, y ahora acepta la tremenda responsabilidad de mediar entre Dios y el pueblo en esta solemne ocasión de promulgarse la ley y ratificar el pacto. Según Deuteronomio, el pueblo se alejó hasta donde tenía el campamento, quizá contemplando el monte desde las puertas de sus tiendas, pero Moisés "se acercó a la oscuridad" para seguir escuchando la voz de Dios que el pueblo no podía soportar más (Ex 20:21). No era hombre perfecto, pero Dios había obrado de tal forma en su siervo que su voluntad estaba sumisa a cuanto quería su Señor de él; y es esta actitud que hace posible una comunicación íntima que sobrepujó el temor, dejando sólo el amor (1 Jn 4:18).
Ni este relato ni el de Deuteronomio 5 menciona la mediación de ángeles, conjuntamente con la de Moisés, que Pablo nota en (Ga 3:18) —reflejando la distancia que separaba las partes en el pacto sinaítico—pero hemos de tener en cuenta que el proceso total fue extenso, pudiendo haber aspectos que no se notan en el texto que estudiamos.
La reiteración de dos mandatos fundamentales (Ex 20:22-26)
La idolatría destroza el pacto (Ex 20:23). Algunos expositores incluyen la renovada prohibición de la idolatría y las instrucciones sobre el altar dentro del "libro del pacto", o sea, la serie de mandatos y ordenanzas que Dios dio a Moisés en el monte con el fin de que se viera cómo habían de aplicar los principios básicos del Decálogo a la vida individual dentro de la teocracia de Israel. Creemos, sin embargo, que constituyen el remate de la promulgación como algo que Israel había de tener especialmente en cuenta, ya que tocaba el meollo de lo que se había tratado. La prohibición se expresa de una forma especial: "No hagáis conmigo dioses de plata ni dioses de oro". Jehová abomina el sincretismo que le coloca a él en uno de los tronos de las divinidades paganas. No había más que un TRONO, en el que se sentaba el Dios Creador.
El altar de tierra o de piedra (Ex 20:24-26). Muy pronto había de quedar constituido el sistema levítico del culto ordenado por Jehová, y se había de insistir en que los israelitas habían de acudir al lugar donde el Señor colocara su nombre. Sin embargo, quedaba un espacio de tiempo antes de la inauguración del tabernáculo y el rito de los sacrificios. Además —y por desgracia— en muchas ocasiones Israel había de ser infiel a la unidad religiosa que Dios les ordenaba. ¿Qué harán los fieles en tales tiempos, cuando el altar en Jerusalén se hallaba profanado o abandonado? Lo que hizo Elías en el monte Carmelo frente a los sacerdotes del sistema abominable del culto a Baal que Jezabel había introducido en Israel del norte: levantar un altar sencillo y ofrecer los sacrificios fundamentales —los holocaustos y los de paces— según las normas que regían antes de implantarse el sistema levítico (1 R 18:20-40).
Los orientales no concebían culto sin sacrificio, de modo que era imposible separar el tema del altar de la renovada prohibición de la idolatría. En tal momento no era algo que se podía dejar flotando como cabo suelto. Para los israelitas lo importante había de ser el sacrificio mismo, entrañando peligros la forma del altar, ya que el arte humano podría derrocharse sobre lo que no era más que sencillo instrumento, llegando a plasmar en su construcción hasta las imágenes que la ley prohibía. Frente a la infinita majestad de Dios, lo que más convenía sería que los adoradores —en estos tiempos especiales— se limitasen a juntar un pequeño montón de tierra, como mera conveniencia para el sacrificio, y que sobre él inmolasen sus holocaustos. Si algo más habían de hacer, que no pasase de juntar piedras sin labrar, de aquellas que se encontraban desparramadas por todos los parajes de Sinaí y de Canaán. Elías escogió este último método con el fin de recordar las doce tribus de Israel. También hallamos aquí la frase típica: "En todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre", añadiendo la promesa: "Vendré a ti y te bendeciré". Naturalmente, estos sencillos altares no podían sustituir el gran centro que Dios había de escoger en Sion, pero si existía el espíritu de adoración en cualquier lugar, sin confusiones religiosas y frente al Dios único, con exclusión de la gloria humana que podía expresarse en las piedras labradas de magníficos altares, allí estaría el Señor, manifestando su nombre y dispuesto a bendecir al pueblo fiel.
Las gradas del altar (Ex 20:26). Este aviso ha de entenderse sobre el telón de fondo de las costumbres del culto pagano, que no estaba lejos ni de aquel rincón escondido de Sinaí. Los sacerdotes de los "cultos de la naturaleza" no llevaban la ropa talar que más tarde fue ordenada para Aarón y sus hijos, y a la vez construían el tipo de altar monumental que Dios acaba de prohibir para su pueblo, que imponía la necesidad de subir gradas para ofrecer los sacrificios. La vestidura somera y la altitud del altar hacía a muchos sacerdotes paganos pecar contra las normas más elementales de la decencia, cosa que no podía ser permitida al ofrecer sacrificios dentro de la comunidad de Israel, pueblo del Dios Santo. Debiera haber bastado la visión de la gloria de Dios para inducir a un espíritu de modestia y de suma reverencia cuando se trataba de acercarse a la presencia del Omnipotente.
La redacción del resto del libro de Éxodo
Desde el punto de vista de la continuidad y coordinación de los temas, sería muy conveniente poder pasar en seguida a la ratificación del pacto por el pueblo según los términos de (Ex 24:1-8), y después al gran fallo del pueblo al adorar el becerro de oro, con la renovación del pacto gracias a la intercesión de Moisés (Ex 32:1-34:35). Después sería imposible juntar los detalles del diseño del tabernáculo (Ex 25:1-31:18) con los de su construcción (Ex 35:1-40:38), dejando ya el sistema levítico del culto inaugurado al terminar el libro. De este modo se destacarían los grandes temas que constituyen la urdimbre de esta última parte del libro. Rogamos al lector que recuerde que el orden de presentación sigue un plan divino que surge de hondas necesidades espirituales, y que será necesario que intente seguir los hilos esenciales de las instituciones, los acontecimientos y su significado, pese a lo que podrá parecer cambios bruscos de rumbo en las narraciones e instrucciones de Éxodo. Este es un comentario, y, por lo tanto, habrá que seguir el orden del texto, sin dejar de poner de relieve los eslabones que unen las secciones, pese a los bruscos cambios que hemos notado.
Después de la promulgación de la ley y la aceptación provisional del pacto, Dios dio al pueblo el llamado "libro del pacto" que contiene los juicios, preceptos y mandamientos detallados que habían de servir para que los jueces aplicasen los principios básicos del Decálogo a la realidad de la vida nacional, con miras especiales a la que habían de llevar en la Tierra de Promisión. Fue necesario la entrega de este cuerpo de legislación antes de que el pueblo pudiese ratificar el pacto en los términos que estudiaremos en (Ex 24:1-8).
Temas para meditar y recapacitar
1. Describa la preparación para la promulgación de la ley, según el contenido del capítulo 19, subrayando los puntos que le parecen ser de mayor importancia.
2. Discurra sobre la introducción a la proclamación del Decálogo notando los cuatro mandamientos relacionados con Dios (Ex 20:1-11). Destáquese: a) la importancia de estos principios y mandatos en relación con el pueblo de Israel que entraba entonces en un pacto con Jehová, aceptándole como su Dios; y b) la influencia que el monoteísmo ha ejercido en el mundo en general, en contraste con la nefasta influencia de la idolatría.
3. Discurra sobre los mandamientos 5 al 10 como resumen de los deberes morales frente al prójimo. ¿Cuál es el mandamiento que indica más claramente el carácter espiritual de la ley?
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