Estudio bíblico: La humillación de Cristo - Salmo 22:6-11

Serie:   Los Salmos   

Autor: Luis de Miguel
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España
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La humillación de Cristo para ser nuestro Salvador (Salmo 22:6-11)

A continuación describe el grado de deshumanización por el que tuvo que pasar a fin de ser nuestro Salvador.
(Sal 22:6) "Mas yo soy gusano, y no hombre; oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo"
El autor de Hebreos se refiere a nuestro Señor Jesucristo de este modo: "Vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús" (He 2:9). Pero el salmista llega mucho más lejos, diciéndonos que en su agonía llegó a ser el más inferior de los animales; un menospreciado gusano. Hay un abismo infinito entre la condición de majestad y gloria que el Hijo de Dios había disfrutado durante toda la eternidad, y la condición de insignificancia a la que llegó a someterse por amor a la humanidad pecadora. El Creador de todo cuanto existe convertido en un despreciable gusano; un animal que de manera instintiva produce una reacción de asco y desprecio en las personas.
El apóstol Pablo intentó expresar también este grado de humillación al que Cristo se sometió voluntariamente:
(Fil 2:5-8) "Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz."
Notemos que siendo Dios se hizo hombre, pero no un hombre cualquiera, sino un siervo, un esclavo, uno de aquellos que no tenía derechos y que ni siquiera era considerado un ser humano. Pero no sólo eso; en esa condición llegó a sufrir la muerte, y la muerte de cruz; un tormento y humillación al que sólo eran sometidas las personas más bajas de la sociedad.
El profeta Isaías también insiste en esa misma idea:
(Is 52:14) "Como se asombraron de ti muchos, de tal manera fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres."
Isaías describe el estado que mostraba el Señor Jesucristo en los momentos de mayor angustia sobre la cruz. Su aspecto había quedado completamente desfigurado, hasta el punto de que ya no parecía un hombre.

Cristo despreciado por aquellos a quienes había venido a salvar

(Sal 22:6-8) "Mas yo soy gusano, y no hombre; oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo. Todos los que me ven me escarnecen; estiran la boca, menean la cabeza, diciendo: Se encomendó a Jehová; líbrele él; sálvele, puesto que en él se complacía."
En ese estado de humillación Cristo quedó a merced de sus enemigos, y, ¿qué hicieron ellos? No satisfechos con haber conseguido arrancar de Pilato la orden de ejecución, fueron hasta el lugar en donde estaba siendo crucificado para escarnecerle y menospreciarle todo cuanto pudieron.
Esta es una de las grandes paradojas de la cruz: mientras que el santo Hijo de Dios sufría la maldición de la ley porque había decidido presentarse como ofrenda por los pecadores, los hombres, en lugar de mostrar su agradecimiento, se juntaron para expresarle todo el menosprecio y el odio del que eran capaces. En lugar de mirar a la cruz y decir "fue por mí", aprovecharon aquellos momentos en que el Hijo de Dios había quedado desamparado para insultarle.
1. Las burlas y el menosprecio de los hombres contra Dios
Fijémonos ahora en el contenido de sus burlas: "Se encomendó a Jehová; líbrele él; sálvele, puesto que en él se complacía". Como en otro salmo dijo David, eran "hijos de hombres que vomitan llamas; sus dientes son lanzas y saetas, y su lengua espada aguda" (Sal 57:4). Cada una de sus palabras había sido fríamente calculada para infligir el mayor daño posible. Sin duda, había mucho de diabólico en ellas.
En primer lugar, notemos el lenguaje corporal: "Todos los que me ven me escarnecen; estiran la boca, menean la cabeza". Todos estos eran gestos viles reservados para aquellos por quienes se sentía el mayor desprecio. Esto es sorprendente. Aquel ante quien los ángeles cubren su rostro y adoran (Is 6:1-3), los hombres no temen hacer muecas y burlarse.
A sus enemigos no les bastaba con su muerte; querían escarnecerle hasta el desenlace final. Así que se movían a su alrededor con palpable satisfacción, burlándose de su fe y de sus oraciones. Su argumento era el siguiente: "Si Dios realmente le ama, estaría a su lado en la cruz y lo defendería, pero en lugar de eso le ha abandonado". Tantas veces el Señor les había hablado del gozo que le causaba la relación única que tenía con su Padre, y en esos momentos, cuando más lo necesitaba, ¿dónde estaba? ¿Vale la pena orar y confiar en Dios?
Pero su desafío no se dirigía exclusivamente al Hijo, sino también al Padre, a ese mismo Dios que había abierto el cielo y delante de todos había declarado: "Tú eres mi amado Hijo; en ti hallo mi complacencia" (Mr 1:11). Ahora, su silencio en la cruz parecía indicar todo lo contrario. Si realmente era su Hijo y le amaba, tenía que decir algo. ¡Qué momentos de extrema tensión! Si nuestra salvación había de completarse, el Padre tendría que permitir todas aquellas injurias sin intervenir. No podemos hacernos una idea de cuánto desearía el Padre contestar en ese mismo instante a todos los que dudaban de su amor hacia su Hijo, pero por amor a nosotros esperó tres días para resucitarle. Aunque realmente, aquel sublime acontecimiento de la resurrección sólo fue visto por algunos de sus discípulos, quedando oculto al resto del mundo impío. De alguna manera, la respuesta definitiva de Dios a las críticas que su Hijo recibió en la cruz todavía no ha llegado, pero será manifestada plenamente en la segunda venida en gloria de Cristo.
2. La cruz de Cristo pone al descubierto la maldad del corazón humano
Todo lo que ocurrió en torno a la cruz sirve para darnos una idea exacta del grado de maldad que hay en el corazón humano. Por un lado, la falta absoluta de agradecimiento hacia un Dios que se sacrifica por el hombre, pero por otro, el odio arraigado en el corazón humano, que si fuera posible le llevaría a matar a su propio Creador. Y eso fue exactamente lo que el hombre hizo. Como dice el apóstol Pedro:
(Hch 3:13-15) "El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerle en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida, y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos."
Era un momento único: Dios había puesto a su propio Hijo en manos de los hombres, y ellos le humillaron y escarnecieron sin cesar, como si quisieran exprimir al máximo la inmensa alegría que eso les producía. Podemos decir con seguridad que la cruz no sólo revela el amor de Dios; también nos muestra la maldad del corazón humano como no la hemos visto en ninguna otra parte. Cuando consideramos el odio del ser humano contra Dios manifestado en la cruz, bien podemos decir que la maldad de los grandes genocidas de la humanidad parece pequeña en comparación. Notemos que cuando hablamos de la cruz, no estamos tratando del odio del hombre contra el hombre, sino de algo infinitamente más grave: del odio del hombre contra Dios. Un odio, que como acabamos de leer, no dudó en "matar al Autor de la vida" (Hch 3:15). ¿Puede haber un crimen mayor que este?
La maldad del corazón humano fue desenmascarada en la cruz. Allí mostró su verdadero rostro. Tal vez nosotros pensamos que de haber estado allí habríamos manifestado un comportamiento totalmente diferente, pero eso no es cierto. Los que eran sus amigos le abandonaron; uno de ellos le vendió a sus enemigos por treinta monedas de plata, mientras que otro le negaba con juramentos. Y si esto hicieron aquellos de los que se esperaría que estuvieran a su lado apoyándole, ¿qué podemos esperar de sus enemigos? Aprovecharon esa ocasión para mostrar todo el odio que hay en el corazón humano contra Dios. Todos los hombres estamos representados allí: la nación judía y los gentiles; los religiosos judíos y los gobernantes romanos; los alguaciles del templo y los soldados de Pilato y Herodes; las multitudes judías y los discípulos de Jesús. Todos por igual demostraron su debilidad moral y la maldad arraigada en el corazón humano.
Pero, ¿por qué el Señor Jesucristo despertaba tanto odio entre las personas? ¿Qué les había hecho? ¿Qué había dicho o enseñado que les resultara tan ofensivo como para producir en ellos esos deseos incontenibles de acabar con él? Leyendo los evangelios nos resulta imposible dar una explicación razonable a estas preguntas. Por un lado, los tres años que duró el ministerio público del Señor Jesucristo se caracterizó por su bondad y simpatía hacia todos los necesitados. No hubo nadie que acudiera a él con un problema y que no recibiera una solución inmediata. Ya fuera un enfermo, un endemoniado, o incluso un muerto, todos los que se cruzaban en su camino encontraban sanidad y vida. El apóstol Pedro, que le acompañó durante esos tres años, resumió su ministerio de esta manera:
(Hch 10:37-38) "Vosotros sabéis lo que se divulgó por toda Judea, comenzando desde Galilea, después del bautismo que predicó Juan: cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él."
Y lo mismo podríamos decir de sus enseñanzas, que han quedado como principios morales insuperables. Además, debemos añadir que él mismo fue totalmente coherente con lo que enseñó, y practicó hasta sus últimas consecuencias todo cuanto dijo.
Como decíamos, es imposible encontrar una razón para explicar el odio que todos los presentes en la cruz sentían hacia Cristo. Sólo podemos encontrar una explicación, y realmente no nos gusta: se trata de ese mezquino sentimiento que surge en nosotros cuando somos colocados frente a alguien que nos supera moralmente. Es la misma actitud de Caín, que llegó a cometer un homicidio contra su hermano Abel simplemente porque las obras de aquel eran justas y las suyas malas (1 Jn 3:12). La perfección de Cristo pone en evidencia nuestros pecados. A nosotros nos complace compararnos con personas que son considerados despreciables por la sociedad, esto nos gusta porque nos hace sentir que somos buenos, pero de ninguna manera aceptaríamos que nuestra vida fuera vista a la luz de la vida perfecta de Cristo. Esto nos desagrada porque nos deja en muy mal lugar.
3. Cristo no manifiesta ningún sentimiento de venganza u odio
El cuadro que tenemos ante nosotros es sobrecogedor: Jesús en la cruz hecho el objeto central del odio del hombre, pero él no responde a sus burlas e injurias. Sus pensamientos no se apartan de su Padre, a quien se dirige en todo momento. ¡Qué buen ejemplo para que también nosotros podamos enfrentar el odio de otros!
Todo esto nos lleva a meditar en la grandeza de su amor. Observemos que en sus oraciones al Padre no hay ningún sentimiento de venganza. Cuando estaba siendo crucificado dijo: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23:34). Y poco antes, cuando fueron a prenderle, dijo a sus discípulos que si en ese momento pidiera al Padre doce legiones de ángeles, se las concedería al instante (Mt 26:53). Y ¿quién de nosotros permitiría que le humillaran teniendo en su mano la posibilidad de ser librado? En esto también se demuestra su perfección única. Su renuncia a todo intento de defensa personal pudiera parecer a algunos que era un acto de debilidad, pero es todo lo contrario; manifiesta un increíble poder que en todo momento es controlado por su amor y sus deseos de glorificar a su Padre.
4. Cristo consiguió en la cruz restaurar a la humanidad caída
Volvamos ahora a recordar cómo comenzó este versículo. Cristo ocultó su divinidad dentro de un "gusano", y el diablo, la gran serpiente de agua, fue contra él en la cruz con el fin de tragarlo, pero quedó prendido en el anzuelo de su perfección humana. Por más que lo intentó, no logró encontrar en él ninguna tacha moral. Aun en los peores momentos de la cruz, su obediencia a Dios era inquebrantable. Y fue precisamente por esa obediencia que Cristo venció a Satanás. Veamos el razonamiento del apóstol Pablo:
(Ro 5:19) "Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos."
En el caso de Cristo, Satanás tuvo que cerrar la boca ante su triunfo absoluto en la cruz. La desconfianza que el diablo había sembrado en el corazón de Adán y Eva en el huerto del Edén, fue vencida definitivamente por Cristo en un terreno infinitamente más adverso como lo era el Calvario.
Lo que la humanidad perdió en Adán, lo ha recuperado con creces en Cristo. En este sentido es interesante pensar en la palabra exacta que el salmista utiliza para "gusano". Se trataba de un gusano especial del que se extraía el costoso tinte escarlata o carmesí que los ricos usaban en sus vestimentas o que fue empleado también en las telas del tabernáculo y en las vestiduras del sumo sacerdote. Ahora bien, para extraer el preciado tinte era necesario que el gusano fuera estrujado. Todo esto nos recuerda que las espléndidas vestiduras de nuestra salvación, son el producto del sufrimiento y muerte de nuestro Señor Jesucristo, el único hombre perfecto que ha vivido en este mundo.

La confianza constante de Cristo en su Padre

(Sal 22:9-11) "Pero tú eres el que me sacó del vientre; el que me hizo estar confiado desde que estaba a los pechos de mi madre. Sobre ti fui echado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre, tú eres mi Dios. No te alejes de mí, porque la angustia está cerca; porque no hay quien ayude."
Cuando nuestro Señor Jesucristo estaba en la cruz no tenía ningún apoyo a su lado. Dios le había desamparado, sus discípulos habían huido para salvar sus vidas, y el resto de las personas a su alrededor se burlaban de él y le escarnecían. Pero ninguna de estas circunstancias le llevó a perder su confianza en Dios ni a rendirse a la desesperación. Fijémonos en cómo se expresa: "Pero tú eres el que me sacó del vientre, el que me hizo estar confiado desde que estaba a los pechos de mi madre".
A diferencia de lo que antes había dicho, ahora no hace ninguna referencia a la historia de Israel, sino a su propia experiencia personal.
Normalmente los hombres somos proclives a buscar a Dios cuando tenemos problemas y nos fallan todas aquellas cosas en las que normalmente ponemos nuestra confianza, pero no era así en el caso de Cristo. Él buscaba a Dios como fruto de una relación ininterrumpida de confianza que se remontaba al mismo momento de su concepción y nacimiento.
Seguramente no hay momento de nuestra existencia en el que seamos más vulnerables que cuando nacemos, y Cristo se hizo voluntariamente vulnerable al hacerse un niño. En esos momentos dependía enteramente del cuidado de Dios. Y ya en aquellos primeros días de su vida terrenal Dios le había defendido de los intentos homicidas de Herodes para acabar con él (Mt 2:13-23).
Ahora en la cruz, Cristo volvía a sentir esa misma vulnerabilidad frente a sus enemigos, y como siempre había hecho, volvía de nuevo a poner su confianza en Dios. No había nada que le hiciera pensar que la bondad divina pudiera fallar, nada que le llevara a desconfiar de Dios, o a sentirse inclinado a juzgarle por su abandono. En ningún momento se rindió a la desesperación porque seguía confiando en Dios. ¡Tan diferente a los otros santos, que en el momento de la prueba intensa habían deseado morir en el vientre de sus madres o al nacer! Recordemos el caso de Job (Job 3:11) o el de Jeremías (Jer 20:14-18).
Ahora bien, prestemos atención también a dos importantes verdades que encontramos en estos versículos. En primer lugar dice: "Tú eres el que me sacó del vientre". Es cierto que esto mismo se podría decir de cualquiera de nosotros, pero en el caso de Cristo es muy probable que sea una referencia a su nacimiento virginal después de haber sido concebido por obra del Espíritu Santo. Este pensamiento se ve reforzado por lo que dice un poco más adelante: "Sobre ti fui echado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre, tú eres mi Dios". Esto nos recuerda su preexistencia, cuando durante toda la eternidad había estado "en el seno del Padre" (Jn 1:18).
¡Qué increíble verdad! Aquel que creó el universo, llegó a nacer como un niño indefenso en Belén, quedando a merced de sus enemigos. Y nuevamente ahora en la cruz, él volvía a sentirse completamente vulnerable. Pero nada le hace cambiar, y la misma dependencia que había tenido de Dios cuando era un recién nacido, es la misma que tiene ahora al enfrentar su muerte: "No te alejes de mí, porque la angustia está cerca; porque no hay quien ayude".
Seguramente es a esto a lo que el Señor se refería cuando dijo: "Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18:3). La fe que salva implica el mismo tipo de confianza y dependencia en Dios que el que un niño tiene en sus padres.

Comentarios

Uruguay
  Clark Méndez Mendez  (Uruguay)  (05/05/2023)
Hola! Me cayó al dedo para una investigación que estoy haciendo sobre La Acomodación de Cristo, y estar preparado para hacer apología con reverencia y mansedumbre acerca de los que presenten demanda acerca la promesa puesta en nosotros. Muy buen articulo, muchas gracias y que el Señor les siga bendiciendo en este ministerio.
Uruguay
  Ernesto Rey Viera  (Uruguay)  (11/05/2022)
Muchas gracias Luis por este estudio; justo estoy preparando sobre el estado de humillación de Cristo. Abrazos.
Colombia
  Irma Chery Montoya Moreno  (Colombia)  (21/08/2020)
Excelente!! hermano Luis de Miguel, qué maravilloso estudio del Salmo 22, qué análisis tan profundo que deja en evidencia la debilidad, la hipocresía, la traición y la bajeza del ser humano, pero también que hermosa revelación de la grandeza de Cristo. Lograr esa humildad, esa confianza, esa seguridad, esa obediencia, esa confianza y esa calidad de amor que tuvo Cristo, debe ser nuestra meta y el Espíritu Santo nos ayudará si nuestro corazón es fiel y así lo anhela.
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