Estudio bíblico: Esperanza bajo el yugo de la vanidad - Romanos 8:17-28
Esperanza bajo el yugo de la vanidad (Ro 8:17-28)
El desarrollo del pensamiento del apóstol
La actividad intelectual del apóstol Pablo es asombrosa, hasta tal punto que a nosotros nos cuesta mucho seguir los rápidos movimientos de su pensamiento inspirado. Pasamos ahora a un pasaje de gran interés que sitúa la vida del creyente no sólo dentro de la perspectiva de la obra providencial de Dios al llevar adelante sus propósitos en un mundo de pecado, sino al remontarse más la visión apostólica, dentro de los planes eternos del Trino Dios antes de que los mundos fuesen creados. Finalmente, entona un cántico de triunfo, viendo que Dios ha hecho provisión para la cumplida victoria de los suyos pese a todo el antagonismo de las fuerzas del mal.
¿Cuál es el hilo que enlaza los temas ya estudiados —la justificación y la santificación— con las profundas consideraciones filosóficas de la porción que hemos de estudiar? De hecho no deja nunca de enfrentar dos sistemas, el legalista y el de la gracia. El legalista entiende mal no sólo la manifestación de la justicia de Dios en la Ley sino también la finalidad del llamamiento de Abraham y del pueblo de Israel. Los sublimes propósitos de Dios se degradan hasta el punto de emplearse como un medio para enaltecer al hombre, dándole una supuesta base para apoyar su jactancia humana: "Yo soy israelita, escogido por Dios. Yo tengo y enseño la Ley, y, rodeándola de mis tradiciones, la guardo a mi entera satisfacción". Moralistas había en el mundo gentil que también daban valor al hombre, sin reconocer su estado caído, y sus sistemas no diferían tanto del sistema legal judaico como a primera vista podríamos pensar (Ro 2:1-11) (Ga 4:1-11). Frente a estos sistemas Pablo presenta la obra de "sola gracia" que ha de ser recibida únicamente por la fe. Hablando "a lo humano", para ser comprendidos, Dios planeó la victoria sobre el mal, y determinó que había de haber una raza escogida hecha a su imagen y semejanza. Sólo Dios puede llevar a cabo su propio plan, de modo que el gran Obrero ha de ser el Hijo eterno encarnado y nada se hará que no sea en él, por medio de él y para él (Col 1:13-20). El motor que impulsa la obra es el amor, pues Dios es amor, y el amor sólo puede manifestarse en operaciones a favor de otros, sin favoritismos ni parcialidades. De ahí la gracia, que abarca todas las operaciones redentoras de Dios llevadas a cabo por el Hijo en el plano histórico y por el Espíritu Santo en la esfera subjetiva. Después de hacer ver la justa base del perdón y su carácter de pura gracia, Pablo ha discurrido sobre la vida del creyente que se deriva enteramente de la Resurrección, llevándonos por fin a la hermosa figura de una familia de hijos adoptivos que reconocen a Dios por Padre, a la vez que él les reconoce por hijos.
El apóstol habría podido pasar en seguida al tema de la gloria, pero el gran místico no deja de ser también el enseñador de gran sentido práctico. Hasta que llegue el momento de la manifestación de la plenitud de la obra de Dios en Cristo, los "hijos", a pesar de su nueva relación con Dios, tienen que caminar por este mundo que se halla bajo la sombra de la maldición a causa del pecado. ¿Cómo se explican sus experiencias actuales? ¿Cómo y cuándo saldrán a la luz de la plena bendición? ¿Cuál es su relación con la creación que les rodea? ¿De cuáles auxilios disponen ellos durante el tiempo de esperanza y de paciencia? ¿Cómo se relaciona su estado presente con el plan total de Dios en cuanto a ellos? En vista de que los enemigos aún disponen de potencia para atacar la obra de gracia de Dios, ¿estarán seguros los escogidos? Veremos que Pablo examina los problemas actuales, echando luz sobre los trágicos efectos del Mal. El místico no deja de ser realista, pero a la vez es optimista: por la sencilla razón de que enseña un evangelio de gracia, fundándose la esperanza totalmente en la obra de Dios: el Dios omnipotente que empeña todo su ser al llevar a cabo su plan de redención. ¿Cómo, pues, podrá fracasar? Oímos los gemidos que suben del valle de dolor, pero Pablo nos sitúa en unas sublimes alturas de revelación desde las cuales paseamos la vista iluminada desde el propósito afirmado en Cristo antes de los siglos hasta la consumación de la gloria y la manifestación final de la nueva creación.
¡Que este breve prólogo sirva para despertar nuestro interés en el pasaje que tenemos delante, animándonos a examinarlo con toda la atención que merece, sin desmayarnos ante las aparentes dificultades de pensamiento y de expresión! Nos ofrece la clave que explica los misterios del tiempo y de la eternidad en cuanto rozan con la historia y la experiencia de los hijos de Dios, unidos éstos por la fe al gran Hijo Heredero.
La esperanza bajo el yugo de vanidad (Ro 8:18-25)
1. El sufrimiento y la gloria (Ro 8:18)
Pablo reconoce la inevitabilidad de los sufrimientos "del tiempo presente", mientras rigen las condiciones que conocemos. Se relacionan mayormente con dos factores: a) Nuestra asociación con la creación que resiente los efectos de la caída de su virrey. b) Nuestra asociación con el Señor Jesucristo, quien fue rechazado por los príncipes de este mundo. El Maestro mismo advirtió a los suyos que, como discípulos de un Señor rechazado injustamente por el mundo, no podrían esperar los halagos del mundo, sino todo lo contrario (Jn 15:18-25). Pero Pablo ha meditado profundamente en este tema, y, alentado por las promesas de la Palabra y por las visiones que le han sido concedidas, ha llegado a la firme convicción de que los padecimientos de ahora no son dignos de ser comparados con la gloria que ha de ser revelada en los hijos de Dios. No es que las bendiciones de la gloria han de superar en cierta medida los sufrimientos que conocemos, sino que éstos no se hallan en la misma categoría, de modo que es inútil la comparación. Recordemos el antiguo himno de los cristianos del primer siglo: "Porque si hemos muerto con él, también viviremos con él: Si sufrimos pacientemente, también reinaremos con él" (2 Ti 2:11-12). Con palabras como éstas en sus labios, muchos cristianos iban valiente y aun gozosamente al martirio.
2. La expectación de la liberación (Ro 8:19-21)
El continuo anhelar de la creación (Ro 8:19). De un salto pasamos de los privilegios de la nueva familia de hijos adoptivos a la creación, o sea, al conjunto de las obras de Dios que fueron puestas bajo la autoridad del hombre (Gn 1:26-28) (Sal 8). Podría haber una referencia aquí a todo el cosmos, pero el pensamiento dominante del apóstol sigue las normas de los pasajes notados, juntamente con los lamentos del libro de Eclesiastés sobre la ruina y la vanidad de las obras de la creación en las manos del hombre caído. Hay un profundo reconocimiento de que las cosas van mal —consciente en el hombre e inconsciente en la creación inferior—, y Pablo percibe el hondo suspiro que sube de todo lo creado mientras que espera el remedio propuesto por Dios. El mal surgió de la caída del hombre de su alto estado, de modo que el remedio vendrá cuando se manifieste la perfección de la obra redentora de Dios a favor del hombre, o sea, en el momento de la manifestación de los hijos de Dios, la nueva raza recreada a la imagen y semejanza del Hijo encarnado. "El continuo anhelar" (traduce "apokaradokia" (Fil 1:20), que significa una expectación que absorbe todo el ser. Es extraordinario que Pablo pudiera percibir tan profunda expectación en la creación, pero hemos de recordar que Dios no abandona sus obras ni deja de ser Creador de todo cuanto existe. El mundo del pecado ha de ser juzgado, pero la creación ha de ser perfeccionada.
La creación sujeta a la vanidad (Ro 8:20). Es preciso comprender la profunda verdad que encierra este verso, pues explica muchos fenómenos que extrañan al creyente si no comprende la obra providencial y judicial de Dios que aquí se revela. Refleja, desde luego, la sentencia pronunciada sobre el hombre caído en (Gn 3:17-19), pero los "espinos y cardos" son símbolos de algo más profundo y universal, y que es la tendencia de la tierra a producir lo inútil o dañino aparte de los esfuerzos y el sudor del hombre. La "vanidad" significa algo vacío, y modernamente emplearíamos el vocablo "frustración". Dios ordenó que el hombre no pudiera prosperar plenamente en su pecado —en cuyo caso nunca buscaría a Dios—, sino que le dice, en efecto: "Trabajarás y sudarás. Mantendrás una parte de tu dominio en la tierra, pero a costa de esfuerzos ímprobos, sabiendo, además, que al momento en que tus obras lleguen a su perfección, empezarán a malograrse, como fruto que pasa el momento de su madurez. La muerte física cortará tus planes, impidiendo la terminación de tus obras; pero no sólo eso, sino que la satisfacción humana y los goces naturales durarán poco, y a menudo llevarán en sí el germen de tragedias. Pero este pesado yugo no es una manifestación de una venganza frente a la rebeldía de la raza, sino una prueba de mi cuidado providencial del hombre. Sólo mi gracia podrá proveer remedio eficaz y costoso para un mal tan grave. Pero para poderlo gozar el hombre tendrá que llegar a la desesperación en cuanto a sus propios recursos. El yugo no se impone "de grado", o sea, no me interesa que sufráis; es una necesidad por "mi causa", pues, al imponerlo, adelanto mis propósitos de gracia, puesto que la "esperanza" que brota de mi gracia no se apreciará hasta que el hombre llegue a la desesperación en cuanto a sí mismo y a sus obras".
Que el lector vuelva a leer el versículo 20 a la luz del sentido general que hemos querido aclarar en palabras sencillas. La "Expanded Paraphrase", de F. F. Bruce, traduce el verso de esta manera: "Veis que la creación fue sujetada a la frustración, no de su propia voluntad, sino por la de Aquel que impuso la sujeción". Se habla de la creación, mientras que nuestras notas han hecho referencia principalmente a la raza de los hombres, pero sin duda Pablo aprecia en todo momento el lazo que une las obras de Dios con aquel que fue creado para coronarlas y dirigirlas. Con James Denney preferimos aplicar la frase "no de grado" a Dios, y no al hombre, puesto que el relato de (Gn 2:8-9) nos enseña que Dios, al preparar un hogar para el hombre, "hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer". Es decir, Dios se agradaba en colocar al hombre en un medio delicioso y útil, para la satisfacción de su sentido estético y sus legítimos deseos. Si tuvo que echar al hombre del Edén, forzándole a luchar con un mundo difícil y duro, fue en la esperanza de que por fin había de buscar su felicidad en Dios.
La liberación del yugo (Ro 8:21). Sin duda vemos a (Gn 3:17-19) en revés en este verso. La enfática frase "la misma creación" lleva implícita en sí la liberación del hombre, señor de la creación, haciendo ver que, a causa del estrecho enlace entre el señor de la creación y "la misma creación", aun las obras materiales y los seres inferiores participarán en la liberación final. El "yugo" aquí se llama "la servidumbre de la corrupción"; trágica frase que recalca el fin de todo aquello que no retiene el soplo de vida del Altísimo, Fuente de toda vida. Nos recuerda el principio de (Ga 6:8): "El que siembra para su propia carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna", y quedamos asombrados ante la ceguera del hombre carnal y mundano que rehúsa sacar las claras deducciones de la experiencia común de la raza desde la Caída. Hay centenares de poesías pesimistas, como las antiquísimas "Coplas de Jorge Manrique", pero ¿quién hace caso? Las nuevas generaciones no quieren aprender las lecciones de las anteriores, prefiriendo caer en el mismo pozo "a su manera":
"Los placeres y dulzores
desta vida trabajada
que tenemos,
¿qué son sino corredores,
y la muerte la celada en que caemos?
No mirando nuestro daño,
corrernos a rienda suelta sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta,
no hay lugar."
(Jorge Manrique, 1440-1478, "Coplas que fizo por la muerte de su padre.")
"La libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Ro 8:21). Por la pérdida de su gloria, o sea, por la vergüenza de su desobediencia, el primer hombre envolvió en su caída las hermosas obras de Dios que estaban bajo su señorío. Cuando Dios tenga su raza de hombres recreados conformes a la imagen de su Hijo (Ro 8:29), la "gloria" renovada supondrá la bendita libertad de quienes someten su voluntad a la del Creador. La falsa "libertad" de la rebelión ha resultado ser una triste esclavitud bajo la corrupción, pero cuando el "hombre" —en estrecha relación con el Dios-hombre— se halle de nuevo en su lugar, se proclamará el año de jubileo para toda la creación. Por otras Escrituras podemos deducir que el reino milenial constituirá un "ensayo general" de esta libertad dentro de los límites de esta tierra, dando lugar luego a la plenitud del estado eterno en la nueva creación profetizada en pasajes como (2 P 3:13) y (Ap 21), que llevan a su consumación, a la luz del Nuevo Siglo, las muchísimas profecías del Antiguo Testamento sobre una futura renovación (Isaías capítulos 11, 12, 65 etc.).
Los gemidos y la esperanza (Ro 8:22-25)
Los gemidos de la creación (Ro 8:22). La creación gime conjuntamente en todas sus partes como resultado de la Caída, empleando Pablo dos verbos: el normal para gemir y el segundo que indica "dolores de parto". Recogiendo un pensamiento de los rabinos, algunos teólogos hablan de los "dolores Messiae" (dolores de parto del Mesías) que corresponden, más o menos, a los juicios y tribulaciones del Día de Jehová, preludios de la gloria del Reino. Tal concepto no corresponde a los "gemidos" aquí, pues no se trata de la crisis dolorosa que dará lugar a la gloria del Reino, sino de largos siglos de "gemidos" a causa del yugo de frustración que ya hemos descrito. Con todo, el segundo verbo, ("dolores de parto"), enfatiza la esperanza de la libertad y la nueva vida. Sabemos que los gemidos conjuntos son un hecho, no sólo por la experiencia de la vida en este mundo que yace bajo la sombra de la frustración, sino también por la revelación del Antiguo Testamento. Muy importante en este orden de ideas es el libro de Eclesiastés, que algunos cristianos hallan tan difícil, ya que el escritor, pesimista en cierto pasajes, aparenta colocar al hombre al nivel de los animales (Ec 3:18-21), llegando a la triste conclusión de que toda actividad humana, aun la de acumular sabiduría, es "vanidad de vanidades", o sea algo vacío de sentido. Para quien escribe este libro ocupa un lugar importante —y aun clave— en el conjunto del canon, precisamente por este examen de la vida del hombre "debajo del sol". Es preciso que en algún lugar de la revelación escrita tengamos un dictamen autorizado sobre este tema. El autor es un hombre temeroso de Dios (Eclesiastés capítulos 11 y 12), que se propone examinar la vida del hombre natural y caído que ignora aún el fin de los pensamientos de Dios (Ec 11:5), pero no por eso ha de dejar de echar al voleo su semilla, pues algún fruto habrá (Ec 11:6). El sabio ve claramente el ciclo desesperante de la vida, pues si aun las obras y la sabiduría llegan a su fin, ¿cuánto más la búsqueda del placer? El hombre malo y violento oprime al pobre y al humilde, y lo más probable es que el bueno y sabio será olvidado (Ec 9:13-18). ¿Y no tenemos aquí una descripción exacta del mundo que coloca el "yo", la fuerza bruta y el bien material en el lugar de Dios? El sabio no es un escéptico, sino un realista que ve las cosas tal como son "debajo del sol". Pero de la manera en que la Ley destruye toda esperanza humana en la esfera moral, rechazando sus "buenas obras", con el fin de prepararle para recibir la justicia de Dios en Cristo, así el libro de Eclesiastés derrumba toda esperanza de felicidad en la esfera natural de los hombres caídos. Si aprendemos bien esta lección estaremos dispuestos a buscar a Dios, esperando toda bendición del sol para arriba, donde hallaremos que el hombre de fe es bendecido "con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo" (Ef 1:3-4). El libro de Eclesiastés es tan inspirado como cualquier otro del canon, pero echa su penetrante luz sobre una esfera cuidadosamente delimitada, sobre el mundo que gime hasta ahora bajo el yugo de frustración. El que llega a comprender la pobreza de este suelo estará dispuesto a buscar las verdaderas riquezas en el cielo, llegando a ser "bienaventurado" y "rico en Dios" (Mt 5:2-6) (Lc 12:13-21).
Nuestros gemidos y nuestra esperanza (Ro 8:23). Si nosotros, los creyentes, gracias a nuestra asociación con Cristo en su muerte y resurrección, hemos pasado a la "nueva creación" donde "las cosas viejas pasaron", dando lugar a que todas sean hechas nuevas (2 Co 5:17-18), ¿no podríamos esperar una liberación total de los gemidos de la creación bajo maldición? ¿No tenemos ya las primicias del Espíritu, o sea la presencia de Dios como divino Residente en nuestro ser renovado? Es cierto que en la perspectiva de la nueva creación toda siembra espiritual dará lugar a una cosecha duradera y libre de corrupción, pero hasta que llegue el día de la consumación estamos enlazados con el orden presente, y por eso el apóstol afirma: "Y no sólo eso, sino que nosotros mismos, que tenemos por primicias al Espíritu, nosotros también gemimos interiormente, aguardando nuestra adopción, esto es, la redención de nuestro cuerpo". Notemos cómo Pablo recalca el pronombre "nosotros" para que no nos equivoquemos sobre este particular. El cuerpo está relacionado con el orden de la naturaleza; vivimos en una esfera donde operan —en variadas circunstancias— las fuerzas de un mundo bajo el yugo de frustración, y dentro de nosotros se halla la carne, o sea la naturaleza adámica, crucificada, pero no eliminada. Los "gemidos" pueden surgir de lo más profundo de nuestro ser, indicando agudos dolores que es preciso aguantar, y que son necesarios, además, para nuestro entrenamiento (véanse las notas sobre (Ro 5:3-6).
Entonces, ¿qué diferencia hay entre el creyente y el mundano en tan importante aspecto de su vida? La diferencia constituye el tema de esta sección, que no es tanto el dolor —algo natural mientras peregrinamos aquí— sino la revelación futura de los hijos de Dios, rodeando al gran Heredero. Si vemos delante una meta de gloria, las etapas dolorosas serán mucho más llevaderas. No sólo eso, sino que Dios hace provisiones especiales para los suyos, que estudiaremos en los versículos 26-28.
La esperanza se describe en este versículo por el término "adopción" ("huiothesia"), explicado a su vez por la frase: "La redención de nuestro cuerpo". Estos términos nos son familiares, pues ya hemos visto (Ro 8:15) que, en Cristo, somos "colocados como hijos de Dios" y que el Espíritu del Hijo produce en nosotros el "espíritu de adopción". Si volvemos a las notas sobre (Ro 3:24) veremos que el creyente justificado ha sido redimido o rescatado de su esclavitud anterior, ya que Cristo pagó el precio de nuestra liberación. ¿Cómo es, pues, que hallamos los mismos términos en un contexto que señala la gloria futura? La redención actual es un hecho, pero el cuerpo está sujeto aún a las condiciones naturales que arrancan de nosotros los "gemidos" que hemos venido considerando. Por fin tendremos un cuerpo de resurrección, perfectamente controlado por el espíritu redimido, que, a su vez, obedecerá los impulsos del Espíritu de Dios (1 Co 15:42-55) (2 Co 5:1-9). El cuerpo presente es "psuchikos", o sea, se controla por el alma; el cuerpo futuro, el de la "manifestación", se moverá sobre un plano más elevado, sin que por eso perdamos la personalidad que nos es propia. He aquí la "redención del cuerpo" que esperamos.
Tenemos ahora nuestra adopción como hijos de Dios, pero la resurrección y la manifestación de la gloria completará el proceso, o, en otras palabras, los hijos serán revelados como tales, correspondiendo su aspecto y circunstancias a su elevada categoría.
Salvos en esperanza (Ro 8:24-25). La esperanza se asocia siempre con la fe (1 Co 13:13) (1 Ts 1:3), por la sencilla razón que si el Evangelio no abriera perspectivas de gloria, un "algo" que se ha de realizar en el porvenir, nadie haría caso del mensaje. Es verdad que el tema fundamental del Evangelio señala el hecho histórico de la muerte de Cristo que quita el pecado, pero las Buenas Nuevas no serían completas si no proclamaran también la resurrección de Cristo y nuestra participación en ella (1 Co 15:1-19). Nuestra "edad de oro" está en el porvenir, pues sabemos que no podemos vivir del recuerdo de las bendiciones del Edén antes de la caída de Adán. Lo que nos interesa es la bendición que nos traerá el Postrer Adán, gracias a su muerte y su resurrección. Pablo exhorta a una vida santificada, digna de los hijos de Dios, haciendo ver que mientras dure la vida aquí no podemos disfrutar de la plenitud de la redención. Somos hijos de esperanza, y la plena realización de ella se vislumbra al final del camino. Con todo, no se trata de la varia esperanza de los hombres, que "esperan" y "temen" a la vez, pues el futuro se funda sobre un hecho real ya consumado históricamente. Tenemos y tendremos vida eterna. Somos redimidos y seremos redimidos. Somos adoptados, pero nos espera la plena manifestación de nuestra categoría como hijos de Dios en íntima asociación con Cristo (Col 3:1-3). "Esperanza" en el Nuevo Testamento quiere decir "un propósito de Dios que aún no se ha realizado, pero que ha sido asegurado por medio de sus promesas". Por eso "con paciencia aguardamos", traduciendo "paciencia" el vocablo "hupomone", la disposición de ánimo que "permanece debajo de la carga sin desmayar". No es mera resignación, sino perseverancia en la tarea. Somos salvos por la gracia de Dios en cuanto a su fuente; somos salvados por Cristo, ya que él es el Agente que llevó a cabo la obra; somos salvados por la muerte de Cristo, por ser ella el medio que anuló el pecado; somos salvos por la vida de Cristo, que es la garantía y la esencia de la nuestra; somos salvados por la fe, porque la fe descansa en el Salvador y nos une con él; somos salvos en (o por) esperanza, puesto que la salvación completa se halla en el porvenir. Él verbo "esperar" o "aguardar" en los versículos 19, 23 y 25 es "apekdechomai", una forma enfatizada de esperar, dando el sentido de "esperar afanosa o vehementemente". Hemos de preguntarnos si, en nuestro caso, la "esperanza de la venida del Señor" no pasa de ser una mera doctrina consoladora, o si la "bienaventurada esperanza" transforma todo nuestro modo de ser y pensar.
Los auxilios del Espíritu Santo (Ro 8:26-28)
1. El auxilio del Espíritu en la oración (Ro 8:26-27)
La flaqueza en la oración (Ro 8:26). El creyente poco enseñado en los caminos de Dios podría caer en el pesimismo, preocupándose más por los "gemidos", las dificultades de las circunstancias y la maldad del mundo que no por la gloriosa esperanza que le espera en común con los demás hijos adoptivos. Tal pesimismo —manifestado más en suspiros superficiales que no en los gemidos producidos por el Espíritu Santo— es una especie de egoísmo, de desgana frente al significado del camino cristiano, siendo, además, totalmente innecesario, puesto que Dios provee los auxilios precisos a fin de que sus elegidos le glorifiquen por medio de vidas triunfantes. Con todo, es preciso que comprendamos la "flaqueza" para poder aprovechar los auxilios de la gracia. Pablo halla la máxima expresión de esta flaqueza en el hecho de que "no sabemos lo que hemos de pedir ni cómo debemos pedirlo". Fijémonos bien en que no dice "no sabemos realizar las obras que Dios nos ha encomendado", sino que ni siquiera sabemos escoger temas para la oración, y menos aún presentarlos como es debido delante de Dios. El apóstol nos recuerda en estas palabras que el ejercicio fundamental del hijo de Dios es la verdadera oración, que no es una sucesión de súplicas egoístas, sino la comunión con Dios, por la que somos admitidos al secreto de sus consejos, como también a una colaboración con él en cuanto a sus propósitos.
La ayuda en la oración (Ro 8:26-27). El Espíritu Santo es el "Paracletos", el "otro Cristo" que mora en nuestro corazón (recuérdense las observaciones sobre (Ro 8:11) para realizar subjetivamente a favor de los creyentes lo que el Maestro hacía por los suyos cuando estuvo con ellos. Cristo enseñó a sus discípulos a orar, e intercedió por ellos ante el Padre. La obra del Espíritu en este terreno es complementaria a la del Maestro. Cristo no deja de interceder por nosotros a la Diestra (Ro 8:34), y a la vez el Espíritu intercede dentro de nosotros, produciendo aquellos "gemidos indecibles" que jamás subirían de nuestros corazones naturales por esfuerzo propio. Sin duda, el Espíritu Santo inspira toda verdadera oración que surge del corazón del hijo adoptivo de Dios, pero no todo ha de ser "indecible", o sea, más allá de la expresión inteligente. Hay claras expresiones de alabanza y de súplica que el creyente presenta, tanto en privado como en público, delante del Padre. Existe el grave peligro de multiplicar expresiones piadosas en tales oraciones que no proceden de una obra genuina del Espíritu; pero no podemos ocuparnos de eso aquí. La frase del apóstol profundiza hondamente en el misterio de la oración, y hemos de entender que sólo el Espíritu puede producir los hondos anhelos en el corazón del hijo de Dios que constituyen la sustancia y esencia de toda verdadera oración. Quizá algunos de estos anhelos lleguen a la consciencia iluminada de quien ora, expresándose en palabras inteligibles. Otros quedan sin expresión —no se trata aquí de las "palabras inefables" que Pablo oyera en visión celeste (2 Co 12:4)—, pero el hecho de haberse producido los anhelos es en sí importantísimo, y el Espíritu que los inspira bien puede interpretarlos delante de Dios, puesto que "conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos". A la luz de todo cuanto se revela sobre la obra del Espíritu Santo en las Escrituras, hemos de entender una intercesión por los santos a través de los santos, pues es el Hijo quien obra objetivamente para adelantar el gran propósito de gracia, mientras que el Espíritu da vitalidad y valor a la obra dentro de los corazones de los hombres.
"El que escudriña los corazones" (1 S 16:7) (Sal 7:9) (He 4:12), es título solemne que reiteradamente se aplica a Dios, y su contexto aquí nos hace saber que Dios distingue perfectamente entre la intercesión real, obra del Espíritu, por la cual colaboramos con él a favor de los santos o de los inconversos, y aquella otra "oración retórica" que explaya lugares comunes delante de Dios sin que intervenga en ella el impulso del Espíritu, quien vitaliza los hondos deseos del creyente.
2. El auxilio divino en las circunstancias de la vida (Ro 8:28)
La providencia de Dios (Ro 8:28). Hay buen apoyo documental y exegético para la traducción siguiente de este conocido texto: "Para quienes aman a Dios, Dios obra todas las cosas conjuntamente con ellos para bien". No se trata de una combinación fortuita de las múltiples y variadas circunstancias de la vida —muchas de ellas aparentemente adversas— para el bien de quienes aman a Dios, sino de las sabias operaciones de la providencia de Dios, y quizá los versos anteriores nos hacen pensar especialmente en la obra del Espíritu Santo. Cuando el apóstol afirma: "Sabemos...", habla como hombre de fe, pues la vista natural sólo distingue el "bien" en ciertas contingencias que parecen favorecer a los santos, pero Pablo insiste en que Dios obra en todas las cosas para bien. La providencia de Dios es un gran tema muy amplio que necesitaría mucho espacio para un desarrollo siquiera somero de sus muchas facetas, pero, cuando menos significa que Dios prevé y provee todas las cosas, manteniendo sus propósitos soberanos a pesar del misterio del mal y la necesidad (porque Dios lo quiere así) de tratar con el hombre de tal forma que no deje jamás de ser una persona de responsabilidad moral, no libre para hacer el bien por sus impulsos naturales de hombre caído, pero sí libre para aprovechar o rechazar la gracia de Dios. Dios no es responsable por el mal del hombre que rehusa su amor y gracia, pero sí es poderoso para hacer que "la ira del hombre le acarree alabanza" (Sal 76:10), ordenando que la maldad de los malos redunde en el bien último de sus hijos. En vista de la confusión que rige en el mundo, mientras que esperamos la consumación, es un gran acto de fe comprender que Dios obra en todas las cosas para el bien de los suyos. No nos olvidemos de que Pablo está describiendo los recursos divinos aplicados para el bien de los hijos adoptivos, que es algo escondido aún de los ojos del mundo. Precisan esta ayuda especial tanto en la verdadera oración —su enlace con el Trono de Dios—, como en su encuentro diario con las contingencias de la vida en un mundo de pecado. Si "la mano de la fe" aprovecha las maravillosas provisiones divinas que Pablo revela, la vida se convertirá, de dolorosa y triste, en gozosa y triunfante.
"Aquellos que aman a Dios..., los llamados según su propósito" (Ro 8:28). La obra de Dios que coordina todas las cosas para bien opera a favor de quienes le aman, y éstos se describen también como "los llamados" dentro de la perspectiva del propósito de Dios. Sin duda, la providencia abarca esferas más amplias, pero hemos de concretarnos al pensamiento de Pablo. Rozamos aquí con términos que han dado lugar a mucha discusión teológica, y sin duda las últimas cláusulas del versículo 28 vinculan el argumento general con la majestuosa presentación del propósito de Dios en los versículos 29 y 30. Pablo está pensando en la familia cristiana, de modo que los "llamados" son aquellos que, habiendo oído el llamamiento general del Evangelio, han respondido a la Palabra con fe, hallándose por lo tanto "en Cristo", el que Dios eligió para la consumación de todos sus propósitos de gracia y de juicio. El propósito ("prothesis") corresponde al gran plan por medio del cual Dios en Cristo ha de formar una compañía de creyentes "santos y sin mácula en su presencia" (Ef 1:3-9). La operación del plan se da a conocer en el Evangelio, que presenta delante de todos la perfecta obra de expiación que Cristo llevó a cabo en la Cruz, de tal forma que los sumisos que se arrepienten y creen reciben el perdón de los pecados y la vida eterna. Son aquellos que "aman a Dios", y pensamos en la "mujer pecadora" (mejor, quizá, la "mujer arrepentida"), de (Lc 7:36-50), quien, habiendo oído una invitación del Señor, acudió a su presencia con el fin de manifestar su "mucho amor". La revelación que Dios da de sí mismo a través de las Escrituras, especialmente su consumación en Cristo, prohibe toda idea de un llamamiento arbitrario; en todo momento hemos de ver implícitos los grandes principios del Evangelio, aunque no todo puede presentarse en todos los pasajes. La totalidad del Evangelio nos revela la "cara y cruz" del propósito de Dios, por una parte, y la responsabilidad del hombre por otra, siempre dentro de una obra de pura gracia que prohíbe todo pensamiento de una vocación basada sobre méritos humanos o de "obras buenas".
"Sabemos..., no sabemos..., sabernos" (Ro 8:22,26,28). Una manera eficaz de recapitular las enseñanzas de este profundo pasaje sería la de volver a meditar en el uso que Pablo hace del verbo "saber", sin olvidarnos de la firme convicción que expresa también en el versículo 18. "El hombre de la calle" sufre no sólo a causa del impacto de las circunstancias de la vida, sino también a causa de su propia desorientación. Si es un hombre más o menos culto, leerá centenares de artículos y libros sobre las condiciones de nuestro tiempo, pero, pese a los conocimientos y la capacidad de muchos autores, no podrá orientarse. En primer término, halla muchos criterios contrastados; en segundo término, no ve que las ideas, brillantes o pedestres, le solucionen su problema personal. Pablo no había inventado un sistema filosófico entre tantos otros, sino que presentaba verdades que Dios le había revelado. Para él "lo presente" no constituía una pieza, de forma rara, parte de un rompecabezas cuyos componentes se habían esparcido por doquier. Antes bien, lo veía en relación con un plan divino revelado a través de los siglos, del cual Cristo era el Centro. Ninguna confianza tenía en la carne, de modo que sabía que el creyente ni siquiera podía orar con eficacia sin el auxilio del Espíritu Santo. Al mismo tiempo echaba su iluminada mirada sobre el confuso panorama del mundo, y exclamaba: "Sabemos que toda la creación gime conjuntamente...". Pero no se desesperaba por ello, sino que sabía que la gloria futura de los hijos de Dios había de sobrepasar inmensamente el dolor presente, y sabía que Dios obraba según su providencia para el bien último de todos los suyos. La fe nos libra de vanas cavilaciones para introducirnos a la esfera de los hechos revelados por la voluntad de Dios.
Preguntas
1. Discurra sobre "los gemidos de la creación", notando: a) su causa; b) su fin; c) las ayudas que Dios provee para los creyentes a pesar de estos "gemidos". Las contestaciones se hallan en (Ro 8:18-28).
Copyright ©. Texto de Ernesto Trenchard usado con permiso del dueño legal del copyright, Centro Evangélico de Formación Bíblica en Madrid, exclusivamente para seguir los cursos de la Escuela Bíblica (https://www.escuelabiblica.com).
Comentarios
Campo Elias Palma Millán (Colombia) (13/12/2019)
Gracias por explicaciones tan valiosas que nos permiten un mejor entendimiento de lo que San Pablo comunica a quien lo lee. Hoy mi Fe se acrecienta en Cristo Jesús. Dios los bendiga.
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