Estudio bíblico: Jeremías: Yugos y cisternas - Jeremías 37-38
Jeremías: Yugos y cisternas (Jeremías 37-38)
Amigo, quiero comprar uno de esos yugos que se ponen a las vacas.
— ¿Para qué quiere usted los yugos si no tiene animales?
El profeta no responde. Ha recibido un mensaje del Señor que le ha dicho que debe ponerse esa armazón. Con la ayuda de un voluntario lo hace. Parece ridículo. Un hombre con un yugo de bestia en el cuello. Sale del establecimiento y se dirige al templo. Al caminar por las calles de Jerusalén la gente lo observa. Muchos se ríen: "¡Miren la última que se mandó el fanático Jeremías!".
El profeta se dirige entonces donde está el rey Sedequías y le da el mensaje: "Sometan sus cuellos al yugo del rey de Babilonia. Sírvanle a él y a su pueblo, y vivirán" (Jer 27:12).
Un tiempo después aparece el popular vidente Ananías. Este decide que va a contrarrestar los mensajes tan deprimentes del profeta Jeremías. Después de todo, para él Jeremías es un melancólico, anticuado y pesimista. Ananías, en cambio, va a proponer un mensaje de esperanza. No importa que no sea verdad. Lo importante es que toda la gente lo crea. ¡Quién sabe! Si todo el mundo lo aceptara quizás hasta llegara a suceder. El profeta del optimismo sin fundamento se prepara para la "exhibición" que va a dar delante del templo. Hace que al día siguiente sus amigos junten una multitud, especialmente de los notables, los importantes. Va a dar un "comunicado de prensa". A la hora acordada se coloca en un lugar prominente. Adopta la actitud beata que puede imitar tan bien y con voz chillona el pronosticador del entusiasmo barato dice: "¡Oigan todos! Tengo un mensaje del Señor".
A todo esto, se ha congregado un nutrido grupo de sacerdotes. Todos callan ante la expectativa creada:
— Así ha dicho el Señor de los Ejércitos, Dios de Israel, diciendo: "He roto el yugo del rey de Babilonia. Dentro de dos años haré volver a este lugar todos los utensilios de la casa del Señor que Nabucodonosor rey de Babilonia tomó de este lugar y los llevó a Babilonia" (Jer 28:2-3).
La concurrencia se estremece de alegría.
— ¿Viva Ananías! ¡Viva el profeta de la "dulce esperanza"! ¡Un aplauso para Ananías!
El falso vidente no se puede contener. Los aplausos y las exclamaciones de alegría lo inflan como un globo rojo de cumpleaños. No quiere perder el momento de entusiasmo. Observa a Jeremías, quien sólo dice:
— ¡Así sea! (Jer 28:6).
El siervo de Dios quisiera en su corazón creer eso pero sabe que no es verdad.
Ananías ve que Jeremías tiene el yugo de madera en su cuello. El profeta lo mira con tristeza y piensa: "¡Cómo me gustaría que fuera verdad lo que este hombre está diciendo!".
Ananías, lleno de un entusiasmo autogenerado, levanta sus brazos y apunta con dos dedos al cielo. En dos años todo se va a arreglar para bien.
Con osadía y total falta de respecto se acerca a Jeremías y corta las correas sacándole el yugo del cuello. Jeremías no se resiste. Acto continuo, con la ayuda de un hacha, destroza el yugo. "¡Viva Ananías!", grita la multitud. Un fuerte aplauso se oye cada vez que el hacha cae con fuerza. Toda la ciudad se regocija. Algunos hasta se juntan para festejar.
Jeremías no responde palabra y se va por su camino (Jer 28:11). Avanza lentamente por las calles con su cabeza agachada. Muchos lo señalan y dicen: "¡Miren, no tiene más los yugos en el cuello!".
Es verdad que no estaban visibles en su cuello, pero los tenía muy adentro en su corazón.
Poco tiempo después viene nuevamente la palabra del Señor a su profeta y le envía este mensaje a Ananías: "Tú has roto yugos de madera, pero en lugar de ellos harás yugos de hierro" (Jer 28:13).
El profeta del falso optimismo luce una sonrisa burlona. Jeremías continúa: "Escucha, Ananías: El Señor no te ha enviado, y tú has hecho que este pueblo confíe en la mentira. Por tanto, así ha dicho el Señor: He aquí, yo te quito de sobre la faz de la tierra" (Jer 28:15-16). El embustero se pone pálido, queda corno paralizado. Jeremías agrega unas palabras más: "Morirás en este mismo año, porque incitaste a la rebelión contra el Señor" (Jer 28:16), y con dignidad se retira.
Han pasado dos meses. El profeta fantasioso ha caído muerto de repente. La gente se pregunta: "¿Se cumplirá la profecía de Ananías?". Algunos se dan cuenta de que el juicio de Dios ha caído sobre este hombre que habló en nombre del Señor sin tener un mensaje de Dios.
Más tarde el Señor le habla nuevamente a su fiel siervo, quien recuerda que el Señor se le había aparecido desde hace mucho tiempo, diciendo: "Con amor eterno te he amado; por tanto, te he prolongado mi misericordia... ¿Acaso no es Efraín un hijo querido para mí? ¿Acaso no es un niño precioso? Porque cada vez que hablo contra él, lo recuerdo más. Por eso mis entrañas se enternecen por él..." (Jer 31:3,20).
El profeta se consuela con estas palabras de amor y fidelidad del Señor.
Las semanas siguen transcurriendo. El ejército de Egipto se acerca, y el de Babilonia prefiere postergar la confrontación para otra oportunidad y se retira. Acusan a Jeremías de tratar de desertar a los caldeos (Jer 37:13) y lo llevan ante los magistrados. La corte judicial determina que es culpable de traición a la patria e intento de huir para ayudar al enemigo: "¡Culpable hasta que se demuestre lo contrario!", sentencian a coro todos los miembros del jurado.
Los jerarcas están enfurecidos contra él. El profeta del Todopoderoso no se inmuta, no se impacienta, no responde a sus insultos. Él sabe que es un servidor del Eterno.
Nuevamente se reiteran las mismas palabras que él conoce tan bien: "¡Que lo azoten y al calabozo para que aprenda!" (Jer 37:15).
Han transcurrido "muchos días" y lo vienen a buscar.
— ¿Dónde me llevan?
— No te lo podemos decir — responden los emisarios.
La noche ha caído y en secreto lo llevan delante del rey.
— ¿Hay palabra de parte del Señor? — pregunta el monarca.
Jeremías, el prisionero, responde con toda la tranquilad de aquel que sabe que Dios está en perfecto control de todo su universo.
— Sí, la hay — y añadió —: Serás entregado en mano del rey de Babilonia (Jer 37:17).
El rey se estremece, el prisionero está muy tranquilo. El monarca informa a la guardia que la condena ha sido disminuida. El resto de la detención será en el patio de la guardia con una alimentación adecuada.
Allí Jeremías tiene que resolver una vez más qué hacer. Si se calla la boca todo se va a apaciguar y él lo va a pasar bastante bien en el patio y con comida asegurada. Pero no puede callarse porque él había sentido el fuego en sus huesos. Sabe que el que no se rinda a los babilonios será ejecutado. El profeta anuncia al pueblo el mensaje verdadero de Dios:
— Así ha dicho el Señor: "El que se quede en esta ciudad morirá por la espada, por el hambre o por la peste. Pero el que se rinda a los caldeos vivirá; su vida le será por botín, y vivirá" (Jer 38:2).
Los magistrados vuelven al rey.
— Majestad, este hombre debe morir. Desmoraliza a los guerreros. Aparte, no busca el bien de este pueblo sino su mal (Jer 38:4).
El rey Sedequías quiere defenderlo pero no se anima; les tiene miedo a esas "personas de influencia":
— ¡Se los dejo, pero no lo maten! "He allí, él está en las manos de ustedes. Porque nada puede el rey contra ustedes" (Jer 38:5).
Las fieras humanas se aprontan a echar a Jeremías en la cisterna.
El profeta de Dios no protesta. Deja que le coloquen las sogas debajo de sus brazos. Mira por última vez el cielo cargado con negros nubarrones que presagian la tormenta que muy pronto va a estallar. La oscuridad se puede palpar. Al tocar el cieno Jeremías siente la repugnante sensación del barro. El aire es maloliente.
En la cisterna no hay agua; solamente un lodo repulsivo.
Jeremías había creído que ya había pasado en su vida todo lo que tenía que pasar, pero no era así.
— ¡No te preocupes — le gritan desde arriba con voz burlona —, no te vas a ahogar!
Cuando los hombres aflojan las cuerdas Jeremías comienza a hundirse. Trata de asirse de algo en la pared. El lugar es tenebroso. Por la abertura de arriba solo entra un poco de luz. El cieno le llega a la cintura.
— ¡Basta, por favor! — grita el profeta.
La respuesta es una burla:
— Ahí estarás bien protegido y fresquito para cuando vengan los caldeos.
Lo siguen bajando y ahora el barro le llega por la mitad del pecho.
Por un momento siente terror, pero vienen a su corazón las palabras: "El Señor está conmigo como poderoso adalid" (Jer 20:11). Reitera esta frase cada vez con su voz más fuerte hasta que la paz de Dios lo inunda. Se da cuenta de que esta promesa es independiente del lugar. Empieza luego a pensar en el bien conocido salmo: "El Señor es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?" (Sal 27:1).
Allí en el palacio está Ebedmelec, el eunuco etíope que, valientemente, se dirige al lugar donde está el soberano e intercede por el siervo del Señor: "Oh mi Señor el rey, estos hombres han actuado mal en todo lo que han hecho con el profeta Jeremías,... Allí morirá de hambre, pues no hay más pan en la ciudad" (Jer 38:9). El etíope convence al monarca quien ordena que con treinta hombres vaya a rescatar al prisionero. Se echan las sogas en la cisterna y Jeremías se las coloca debajo de los brazos.
Contemplemos esa imagen tremenda: un "bulto" meciéndose a medio camino entre el fondo de la inmunda cisterna y el borde del pozo; es un hombre que está siendo izado.
La historia bíblica y nosotros
¿Cómo es posible que Dios permita que algunos de sus siervos pasen por situaciones tan difíciles? Es una bendición para nosotros saber que el Eterno en ningún momento abandonó a Jeremías, ni aun cuando estaba en el fondo del pozo. Por eso el creyente se puede gozar en las dificultades más grandes (Sal 23:4).
El Jeremías de la segunda parte del libro es una persona muy distinta a la de la primera parte. Ya no es más aquel que dice que se quiere morir. Jeremías ahora no se deprime, a pesar de que las pruebas sean tan o más intensas que antes. Después del capítulo 21 ya no vemos más indicios de estado depresivo. Los capítulos 30-34 están repletos de esperanza y de bendición para los creyentes.
Tenía que ser un extranjero la persona que el Señor utiliza para salvar a su siervo. Un hombre que, sin duda, muchos despreciaban por su nacionalidad y condición física. No es que Dios necesite seres humanos para lograr sus propósitos, pero en su gracia él se complace en utilizar a los suyos que le aman y temen. Con su acción bondadosa el etíope salva la vida del profeta (Jer 39:17-18).
Las expresiones de Jeremías están repletas de comparaciones sencillas y tiernas.
El Señor hace una pregunta incomprensible para nosotros. Israel ha caído muchas veces en idolatría y otros pecados. Sin embargo, Dios dice: "¿No es Efraín hijo precioso para mí?" (Jer 31:20). Y la respuesta es: ¡Claro que sí! Para el padre el hijo tiene un valor infinito porque es "precioso". Luego agrega: "¿Acaso no es un niño precioso?".
Viene a la mente la imagen de esa madre orgullosa de su pequeñito que lo muestra a las amigas o familiares y dice: "¿Verdad que mi hijito es hermoso? ¿Verdad que es precioso?".
Pero volvamos ahora nuestra atención al falso profeta Ananías, quien es un representante antiguo de una tendencia actual a tener un optimismo sin fundamentos.
Es bueno ser positivista cuando hay razones; aunque solo estén apoyadas en las promesas de la fidelidad de Dios. Pero el optimismo superficial y barato, sin base escritural, que ha dominado muchos ámbitos religiosos es muy peligroso. Ananías plantea una linda solución que él mismo inventó. En ella se establece que Dios va a cambiar su plan por un designio agradable. Al pueblo no le va a ser necesario pasar por el arrepentimiento de los pecados que provocaron el juicio del Señor.
Las Escrituras enseñan claramente que la evidencia de que el profeta es verdadero es cuando se cumple la profecía: "Cuando un profeta hable en el nombre del Señor y no se cumpla ni acontezca lo que dijo, esa es la palabra que el Señor no ha hablado. Con soberbia la habló aquel profeta; no tengas temor de él" (Dt 18:22).
Cuando Jeremías está en la cárcel el rey lo manda traer para consultarlo en secreto. Hasta los que se oponen a los creyentes saben muchas veces en lo íntimo de su corazón que el hombre de Dios es el único que tiene una respuesta a las preguntas de la vida, y especialmente en momentos de crisis. Jeremías le da el mensaje fiel: "Serás entregado en mano del rey de Babilonia" (Jer 37:17).
Entonces dio orden el rey Sedequías y custodiaron a Jeremías en el patio de la cárcel, haciéndole dar una torta de pan al día (Jer 37:21). En este momento el profeta puede optar por callarse y tratar de "portarse bien" para que lo suelten. Su comportamiento es correcto a los ojos del Omnipotente, pero no puede menos que anunciar el mensaje de juicio que Dios ha puesto en su corazón. Jeremías, desde su posición con obvias limitaciones — el patio de la cárcel —, se comunica con parte del pueblo diciendo: "Así ha dicho el Señor: El que se quede en esta ciudad morirá por la espada, por el hambre o por la peste. Pero el que se rinda a los caldeos vivirá; su vida le será por botín, y vivirá. Así ha dicho el Señor: Ciertamente esta ciudad será entregada en mano del ejército del rey de Babilonia, y la tomará" (Jer 38:2-3). Jeremías está utilizando la técnica llamada de "reducción o control de daño". Es decir, dado que algo terrible va a suceder, trataremos de disminuir el perjuicio lo más posible.
El débil y vulnerable rey Sedequías sucumbe a la presión de los enemigos de Jeremías (Jer 38:1-4) y toma textualmente la actitud que seguirá Pilato: "Yo en esto no me meto; me lavo las manos".
El profeta de Dios hundiéndose en el lodo nos hace recordar las palabras del rey David cuando expresa: "¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta mi alma! Estoy hundido en el lodo profundo donde no hay suelo firme. He llegado a las profundidades de las aguas, y la corriente me ha arrastrado. Cansado estoy de llamar; mi garganta se ha enronquecido" (Sal 69:1-3).
Remarquemos estas palabras: "y Jeremías se hundió en el lodo" (Jer 38:6). ¡Qué experiencia horripilante sentir que el cuerpo se va hundiendo en el fango y, de seguir, se va a asfixiar!
El salmista David nunca estuvo sumergido en una cisterna pero espiritualmente había sentido esto mismo. Es así que dice: "Pacientemente esperé al Señor, y él se inclinó a mí y oyó mi clamor. Me hizo subir del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso. Puso mis pies sobre una roca y afirmó mis pasos. Puso en mi boca un cántico nuevo, una alabanza a nuestro Dios" (Sal 40:1-3). Observen: desde el lodo cenagoso a la peña firme. Desde el pozo de la desesperación al cántico nuevo de alabanza.
De la misma manera que Jeremías fue puesto en el barro del pozo, nuestro Señor sufrió en un lugar que se le puede comparar. Pero la diferencia es que no había hombres que lo sacaran; no había personas que escuchando su clamor lo ayudaran.
Así, en las palabras del salmista leemos: "todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí" (Sal 42:7).
El profeta de Dios salió de la cisterna manchado y lleno de lodo. El Señor salió de la tumba no con el lodo pero con las marcas de la cruz que muestra a Tomás y a los otros discípulos.
Temas para análisis y comentario
1. ¿De dónde saca Ananías ese mensaje tan positivo? (Jer 28:2-5). ¿Qué hace Ananías con el yugo de Jeremías y por qué lo hace?
2. Después de un tiempo, ¿cómo le responde Jeremías a Ananías?
3. ¿Qué supone usted que hizo Jeremías en la cisterna para contrarrestar el miedo y lo horrible del lugar?
4. ¿Qué significa la pregunta: "¿Acaso no es Efraín un hijo querido para mí?".
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