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Estudio bíblico: La salutación - Romanos 1:1-7

Autor: Ernestro Trenchard
Reino Unido
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Salutación - Romanos 1:1-7

Consideraciones generales

Al iniciar el estudio del texto de esta maravillosa epístola, recordamos al lector la necesidad de fijarse en cada detalle del mismo, sin dejar de examinar el contexto inmediato y el desarrollo general del pensamiento y de los argumentos del Apóstol, pues sólo así podrá distinguir las facetas de las verdades que Pablo comunica por el Espíritu Santo, sin perder de vista las joyas doctrinales y devocionales engastadas en el sublime conjunto del escrito. El propósito de nuestras notas es el de facilitar la comprensión del texto y de los argumentos generales de la epístola, pero, al mismo tiempo, es nuestro deseo ser de ayuda al lector en la meditación devocional, por la que se destacan las glorias del Señor delante de la visión esclarecida del discípulo, quien ha de preguntarse constantemente: "Señor, en vista de lo que me vas revelando, ¿qué quieres que haga?".
En esta sección reseñamos la introducción a la carta, por la que Pablo se presenta a los creyentes en Roma, explicando su gran deseo de visitarles para el cumplimiento de su ministerio especial como Apóstol a los gentiles y destacando a la vez los rasgos predominantes de su mensaje. Los versículos iniciales pueden considerarse como unos divinos entremeses que despiertan el apetito para el disfrute del gran banquete espiritual que es el cuerpo principal de la epístola.
Al nombrarse a sí mismo como escritor de la carta, añadiendo algunas frases descriptivas, Pablo se conforma al patrón de todas las cartas de la época —la de la cultura helenista—, pero aquí las fórmulas epistolares cobran extraordinario valor, ya que rebosan verdades divinas que exaltan la Persona y la Obra del Redentor. De igual forma, las cartas griegas hacían mención del receptor (o receptores) de la carta después de nombrarse el que las redactaba, de modo que no nos extraña hallar también la descripción de los santos en Roma en el versículo 7 del primer capítulo. La diferencia entre esta carta y las profanas estriba en el largo paréntesis doctrinal que separa el nombre de Pablo del de los romanos. De hecho un paréntesis tan extenso —en tal lugar— no se encuentra tampoco en otras cartas de Pablo, aunque se ve algo parecido, pero mucho más breve, en (Ga 1:1-5).
Recordemos lo que hemos aprendido en la sección introductoria sobre la ocasión y el propósito de esta carta dirigida a una importante iglesia situada en el corazón del Imperio, pero desconocida personalmente, hasta la fecha, por el Apóstol comisionado para evangelizar y enseñar al mundo gentil. En esta sección tendremos ocasión de notar el tacto exquisito con el que Pablo aborda su delicado cometido. La sabiduría y la cortesía pasan mucho más allá de la mera diplomacia que requiere la situación, naciendo espontáneamente de las fuentes de amor del corazón del Apóstol, quien había bebido tan hondamente en el manantial de la plenitud de Dios (Col 2:9-10). Todo ello se destacará del estudio de los versículos que tenemos delante, que, en su conjunto, constituyen un preludio digno del magistral tratado doctrinal que introducen. Nos salen al paso muchos de los conceptos característicos de la Epístola, que exigen una definición conveniente. Esto explica la extensión de las notas sobre un pasaje introductorio.

Pablo y su mensaje (Ro 1:1-6)

1. El escritor (Ro 1:1,5)
Aquí, Pablo no asocia consigo a colaborador alguno, como lo solía hacer cuando tuviera a su lado a Timoteo, a Silvano, a Sóstenes o a otro de sus colegas íntimos que habían secundado sus trabajos en la labor de fundar la Iglesia que recibía la carta. Aquí no habría sido propio, pues él y los suyos no habían sido los instrumentos para dar principio a la obra en Roma, y hacía falta destacar su persona como el Apóstol a los gentiles. De todas formas, la autoridad de todas las cartas depende de la comisión apostólica de Pablo mismo y no del valor de la obra de sus compañeros, por fieles y esforzados que fuesen en su esfera.
Nos sentimos tentados a extendernos en consideraciones sobre la personalidad e historia de aquel que se presenta como "Pablo, siervo de Cristo Jesús", pero el Apóstol ocupa un lugar tan preeminente en la extensión del Reino de Dios durante los años cruciales de 42 a 65 d. C., hasta tal punto es el "arquitecto" de la Iglesia bajo la guía del Señor de ella, tanta de la doctrina más característica de nuestra dispensación fue dada por su pluma, tan descollante es su personalidad fuerte y sensible, que siquiera un breve resumen rebasaría por mucho los estrechos límites de esta exposición. El lector le conocerá y se deleitará en una comunión espiritual con tan eminente guía —y a la par tan hermanable— al estudiar Los Hechos y las epístolas paulinas, notando todos los rasgos de tan cumplida personalidad, entregada totalmente a las múltiples facetas de su obra apostólica. Joven todavía, había logrado, antes de su conversión, una posición preeminente en el judaísmo; pero después del gran cambio, la mayor gloria de su vida consistía en su fidelidad al seguir a su Maestro, por lo que pudo decir: "Sed imitadores de mí, como yo lo soy de Cristo" (1 Co 11:1).
"Siervo de Cristo Jesús" (Ro 1:1). La palabra "siervo" traduce "doulos", que quiere decir, sencillamente, "esclavo". Ya sabemos que se consideraba normal durante muy largos siglos que los cautivos de guerra fuesen vendidos como si fuesen ganado, siendo esclavos también los hijos de esclavos. Roma había triunfado en tantas campañas militares que los esclavos se encontraban por millones por todas partes del Imperio, formando una parte básica de la economía de entonces. El esclavo podía llegar a ocupar posiciones de cierta importancia, pudiendo redimirse a sí mismo si le fuese factible acumular dinero o ser rescatado por un benefactor. Al mismo tiempo, siendo esclavo, no tenía derechos ni la libertad de su persona. Pablo insiste en la plena libertad de los hijos de Dios frente a toda sujeción que tiene sus raíces en la Caída (Ro 8:14-17) (Ga 4), pero la visión de lo que el Hijo de Dios había realizado a su favor le llevó a rendirse incondicionalmente a sus plantas por el impulso del amor y de la gratitud (Ga 2:20) (Hch 22:6-10). "Doulos" destaca la relación personal entre Pablo y su Señor, y notamos que aquí emplea el título "Cristo" (Mesías), que señala el oficio y las funciones del Señor, seguido en este contexto por el nombre humano, Jesús. Huelga decir que ser el "siervo" de quien nos compró con su sangre debe ser normal en la vida cristiana, pero lo ideal de un servicio perfecto, sin reservas mentales, queda a menudo sin su debido cumplimiento en la práctica porque el "yo" aún quiere controlar nuestros deseos y hechos. En Pablo apreciamos una realización tan perfecta que pudo decir: "para mí el vivir es Cristo".
"Llamado a ser Apóstol" (Ro 1:1). Pablo no pudo llamarse Apóstol en el sentido de ser testigo del ministerio, la Pasión y la Resurrección de Cristo, que era el privilegio exclusivo de los Doce (Hch 1:21-22); pero hay abundante evidencia de que fue llamado a ser portavoz del Cristo crucificado, mayordomo de los "misterios" —ya revelados— del nuevo siglo, con relación especial a la Iglesia de Cristo. Aquí sólo podemos recordar que el llamamiento de Saulo al apostolado —en el sentido especial de la palabra— coincidió con su conversión, siendo confirmado por múltiples manifestaciones posteriores del Señor a su siervo, "vaso de elección" para fines tan importantes (Hch 9:1-19) (Hch 22:5-21) (Hch 26:12-23) (Ro 15:15-21) (1 Co 4:1) (1 Co 9:1-2) (1 Co 15:8-10) (2 Co 3:1-6) (2 Co 10:13-16) (2 Co 12:1-13) (Ga 1:15-2:10) (Ef 3:1-13) (Col 1:23-29) (1 Ti 1:11-16) (2 Ti 1:10-12). Los Doce y Pablo no sólo eran "apóstoles" en el sentido de ser "misioneros" que predicaban el Evangelio y fundaban iglesias, sino en el de ser llamados para recibir y transmitir las verdades de la nueva dispensación, cuya expresión en los Evangelios y las Epístolas viene a suplementar la revelación del Antiguo Testamento, constituyendo todo ello "la fe una vez para siempre entregada a los santos" (Jud 1:3).
"Separado para el Evangelio" (Ro 1:1). Por "el Evangelio" hemos de entender no sólo el anuncio de que el pecador puede ser perdonado y recibir la vida eterna si se arrepiente y cree en el Salvador, sino también el contenido total de la revelación de las verdades que se asocian con la Obra de Cristo, que incluye hasta la necesidad del juicio para los empedernidos (Ro 2:16). Al ser llamado por el Señor, Pablo fue separado, sin reservas, para el anuncio del Evangelio en este sentido amplio, que incluye la fundación y la confirmación en la fe de las iglesias. El judaísmo, que antes ocupaba casi enteramente su visión, llegó a ser un peso muerto que impedía que resplandecieran en toda su gloria las verdades del Antiguo Testamento, de modo que lo abandonó por completo. Hay razones para creer que su conversión motivó una separación fulminante de su familia, que se supone ortodoxa y "hebrea" a pesar de vivir en Tarso (Fil 3:4-9). La vida empezó de nuevo para Pablo al ganar tan excelente conocimiento de Cristo su Señor, no hallándose indicio alguno de que tuviera nostalgia de su vida anterior ni que ambicionara cosa alguna que el mundo pudiera ofrecerle. El instrumento de la separación fue la Cruz, o sea, la obra de la expiación y de redención realizada por el Dios-hombre comprendida a la luz de la revelación especial de Pablo: "Lejos esté de mí —exclama— gloriarme sino en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo me es crucificado a mí y yo al mundo" (Ga 6:14).
La gracia y el apostolado de Pablo (Ro 1:1). Ya hemos examinado someramente el sublime término "gracia" en su significado primordial —de las actividades salvadoras de Dios en Cristo—, pero aquí la palabra, sin perder la ilación con su sentido básico, se refiere a la dotación de Pablo como Apóstol por la entrega de parte de Dios de la potencia y la autoridad que correspondían a su misión, haciendo posible su cumplimiento. Esta "gracia" se evidenciaba por las obras y señales del apostolado que se hacían patentes en el ministerio de Pablo, siendo reconocida por los Apóstoles en Jerusalén según (Ga 2:6-9). Por (Ro 1:5) se hace constar que la gracia —y su apostolado correspondiente— ha sido otorgada a Pablo "para obediencia de fe entre todos los gentiles por causa de su Nombre". Es decir, el mensaje que Pablo recibió había de extenderse a todos los pueblos, produciendo la sumisión de fe, que es factor imprescindible en la conversión. La traducción, "para obediencia a la fe" parece indicar la Fe, en sentido objetivo, la Fe como el contenido del Evangelio; pero el original ha de entenderse como "la obediencia que viene por la fe" del creyente (fe subjetiva). Aquí vislumbramos el plan total de Dios para esta dispensación, aunque Pablo mismo no pudo hacer más que ponerlo en marcha, y eso "a causa del Nombre", pues detrás del siervo se hallaba el mismo Señor. El Nombre significa tanto su excelsa Persona como la totalidad de su autoridad y de sus poderosas operaciones.
El Apóstol, aun en estas breves palabras introductorias, no pudo hacer mención de su servicio y apostolado sin notar el gran tema, el Evangelio, pasando en seguida a adelantar unas verdades de importancia fundamental sobre Cristo, Centro y Sustancia del Evangelio (Ro 1:2-4). Notamos arriba el alcance del Evangelio que abarca las Buenas Nuevas de cuanto realiza Dios en Cristo para el cumplimiento de su voluntad y para "deshacer las obras del diablo" (1 Jn 3:8). Parentéticamente, Pablo nota importantes rasgos del mensaje.
"Fue prometido por los profetas" (Ro 1:2). "El Evangelio de Dios que él antes prometio por sus profetas en (las) Sagradas Escrituras". Con el "problema judío" delante (veánse capítulos 9-11), Pablo tenía gran interés en recalcar que no predicaba novedades, sino que interpretaba rectamente las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento; eran los rabinos mas bien los que tergiversaban el recto sentido exegético y el valor espiritual de los escritos inspirados por sus tradiciones y métodos alegóricos. Desde luego, todos los intérpretes comprendían que el Mesías había sido prometido en el Antiguo Testamento, pero sólo los Apóstoles —enseñados por Cristo— discernían la necesidad de la obra expiatoria antes de que Cristo pudiese establecer su Reino. Además, los rabinos daban un sentido de "privilegio nacional" al llamamiento de Israel, mientras el Señor Jesucristo —y tras él los Apóstoles— insistía en la responsabilidad de la nación como "siervo" llamado para cumplir la voluntad de Dios. Sin la obediencia y la fe los privilegios de Israel se convertían en mayor condenación para los endurecidos. Pablo percibía claramente la operación de la fe en el Antiguo Testamento como la única reacción humana que podía hacer eficaz la obra de Dios en la vida del hombre. Véanse referencias a las reiteradas promesas del Evangelio en el Antiguo Testamento que hallamos en (Lc 24:25-27,44-48) (Hch 3:18,21) (Hch 13:27,28,32,33) (1 Co 15:3) (1 P 1:10-11). En una breve frase se anticipa aquí uno de los grandes temas de la Epístola, pues la plenitud del Evangelio es el hermoso árbol que crece de las raíces de las verdades reveladas a través de las enseñanzas e ilustraciones de las Escrituras anteriores.
"Sagradas Escrituras" (por excepción) no lleva el artículo aquí, pero no cabe la menor duda en cuanto a los santos escritos que Pablo señalaba: son aquellos que componen el Antiguo Testamento, siendo igual el canon de los judíos como el nuestro. Se habían redactado por medio de los profetas, "los hombres que hablaron de parte de Dios, siendo inspirados por el Espíritu Santo", según expresión del apóstol Pedro en (2 P 1:21). Con buen criterio espiritual, los israelitas discernían la procedencia profética de todo el Antiguo Testamento, no limitándola a los "libros de los profetas" que llevan el nombre de algún inspirado siervo de Dios; comprendían que la historia sagrada también se escribía para revelar a Dios e ilustrar sus obras frente a los hombres, siendo sus autores "profetas" por seleccionar y ordenar su material bajo la guía del Espíritu Santo. Moisés, aun siendo caudillo y legislador, era también profeta, y eso hasta un grado máximo (Nm 12:6-8), de modo que el Pentateuco es escrito profético en este sentido amplio, testificando notablemente de la Persona del Mesías y de los principios básicos del Evangelio.
Presenta a Jesucristo como su tema (Ro 1:3). "El Evangelio de Dios... acerca dé su Hijo Jesucristo, Señor nuestro". Cristo mismo es "Camino, Verdad y Vida", sin el cual nadie se acerca a Dios. El Señor Jesucristo no es sólo el tema del Evangelio, sino su sustancia. La doctrina de la Persona de Cristo que hallamos en los versículos 3 y 4 es tan importante que la tratamos en un párrafo aparte más abajo, notando aquí su lugar en el desarrollo del pensamiento de Pablo.
Se extiende a todos los gentiles (Ro 1:5). Al hablar de la gracia y apostolado de Pablo hicimos una primera mención de este versículo, pero halla su lugar también en la descripción del Evangelio, ya que la finalidad del mensaje es "la obediencia a la fe" entre todos los gentiles. Ya hemos visto que la obediencia, o sumisión, es un factor necesario, pues el hombre indiferente o rebelde no doblará la rodilla confesando su pecado para luego creer el mensaje; la fe, a la que se asocia necesariamente la obediencia, es aquella "fe subjetiva" de la cual tendremos mucho que decir más adelante. Pero, aquí, hemos de notar el énfasis sobre el alcance universal del Evangelio: "entre todos los gentiles".
No todos obedecieron de hecho, pero, como notamos antes, el mensaje se dirigía a todos sin excepción, haciendo posible su salvación. Volveremos a oír constantemente esta dulce nota de la universalidad de la bendición evangélica en el curso de nuestros estudios.

El tema del Evangelio: Jesucristo, el Hijo de Dios (Ro 1:3-4)

Sus gloriosos títulos (Ro 1:3-4). "Su Hijo" señala la preexistencia y naturaleza esencial de quien había de ser el Señor Jesucristo. Es el Hijo eterno de (Jn 3:16): "De tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito". Nunca "llegó a ser Hijo" en este sentido, pues el título indica su relación eterna con el Padre, de cuya naturaleza participaba plenamente desde siempre dentro de una mística relación de amor y de comunión (Jn 1:1-2) (Jn 17:21-24). El estudiante debe notar, sin embargo, que "Hijo" se emplea a veces como título mesiánico, por ejemplo en el (Sal 2:7), citado en (He 1:5) (He 5:5): "Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy". Tales declaraciones mesiánicas han de distinguirse de la preexistencia del Hijo eterno.
Cristo es la traducción de "Mesías" (el "ungido" en el hebreo), bien que se usa ahora casi como nombre propio. Señala a aquel que vino del Padre para cumplir su voluntad en la redención del mundo, relacionándose siempre con esta excelsa misión. Jesús es el nombre humano, dado al Mesías recién nacido por indicación angelical, tanto a María como a José. Pocas veces se usa solo en las Epístolas, y únicamente cuando hay necesidad de recalcar su ministerio en la tierra anterior a la Cruz. "Señor nuestro" denota su relación con los suyos, quienes confiesan de corazón que "Jesucristo es el Señor, para la gloria de Dios Padre" (Fil 2:11) (Jn 20:28). Indica no sólo su deidad, sino también los derechos que ha adquirido sobre los corazones de los suyos —y aun sobre el universo— por su victoria en la Cruz y por la Resurrección.
Su condición humana y real (Ro 1:3). Literalmente, podríamos traducir la importante frase sobre la relación entre el Cristo y David de esta forma: "habiendo llegado a ser de la sustancia de la simiente de David según la carne". Carne aquí no tiene el significado peyorativo que notaremos en (Ro 8:5-8), etc., sino que señala la esfera humana de la declaración, o sea, la humanidad como tal. Jesucristo, el Hijo de Dios, llegó a ser de la simiente (descendencia) de David por la Encarnación (Jn 1:14). Sin duda Pablo establece un marcado contraste aquí entre la humanidad del Señor, que adquirió, y la deidad que siempre era suya; ésta quedó plenamente demostrada por el triunfo de la Resurrección. No era siempre, ni esencialmente, "de la simiente de David", sino que llegó a serlo por el misterio de la Encarnación. David era rey, pero también era hombre, de modo que el título "Hijo de David" denota no sólo la realeza del Mesías sino también su humanidad. Como hijo de David, Jesucristo es a la par hijo de Abraham e hijo de Adán (Mt 1:1-17) (Lc 3:23-38), de modo que las importantes referencias de Pablo aquí nos recuerdan que el Ungido, si había de cumplir su misión de expiación, había de ser el Dios-hombre, en cuya Persona única e indivisible, se combinan en absoluta armonía tanto la perfecta naturaleza divina como la cumplida naturaleza humana.
La declaración de su deidad por la Resurrección (Ro 1:4). Hay un obvio paralelismo entre las frases: "Llegado a ser del linaje de David según la carne... declarado (designado) Hijo de Dios con potencia según su espíritu de santidad por la resurrección de los muertos". El segundo elemento del paralelismo no hace constar que el Espíritu Santo, por sus divinas operaciones, levantó al Señor Jesucristo de entre los muertos —que es una verdad notada en otros contextos—, sino que señala la potencia de la naturaleza esencial del Hijo de Dios, su eterno espíritu de santidad, siendo tal que Cristo no podía permanecer entre los muertos. Su Resurrección fue una demostración palpable de que era Hijo de Dios, y así quedó designado a la vista de todos. No llegó a ser Hijo de Dios entonces, sino que el hecho, velado por las condiciones de la encarnación —y sobre todo, por su Pasión—, resplandeció con inigualado brillo por su triunfo sobre la muerte. Recordamos las palabras de Pedro: "A quien Dios resucitó, librándole de los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella" (Hch 2:24).
La frase "su espíritu de santidad" halla una analogía en (He 9:14): "El cual (Cristo) por su espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin mácula a Dios". De nuevo la naturaleza esencial del Hijo eterno se relaciona con la eficacia de su Obra, pues sólo el valor de lo que eternamente era el Hijo pudo permitirle pasar por el trance de la Cruz para llegar al triunfo de la Resurrección. En (Ro 1:5) es su espíritu de santidad por cuanto tuvo que triunfar sobre la corrupción de la muerte y la culpabilidad de los pecados, en vista de los cuales se había ofrecido en sacrificio de expiación. La santidad de la perfecta ofrenda no sólo no sufrió mengua, sino que era precisamente el factor que hizo posible la obra vicaria de redención, manifestándose en todo su valor en la Resurrección. Pablo nota la potencia de la declaración, pues la victoria sobre el pecado, la muerte y el diablo en la Cruz y la Resurrección es la mayor manifestación de la potencia divina de todos los siglos (Ef 1:19-22).

Los receptores de la carta (Ro 1:7)

De paso, en (Ro 1:6), al fin de su paréntesis doctrinal (Ro 1:2-6), Pablo incluye entre los gentiles a los creyentes de Roma, llamados para ser de Jesucristo, pasando luego a nombrar formalmente a los receptores de la carta, según la costumbre epistolar de la época.
Se dirige a "todos los amados de Dios" que están en Roma, sin mencionar la iglesia como tal, que era su costumbre en la mayoría de sus cartas. No hemos de pensar por eso que la iglesia no se había organizado aún, pues antes consideramos factores que nos hacían pensar en una familia espiritual estable, con la experiencia de un testimonio seguido durante varios años. La guía del rebaño por ancianos, según el modelo de la sinagoga, era algo tan natural y tan esencial que hemos de suponer que se ponía en operación en todas las iglesias de la era apostólica, fuesen o no fundadas por Pablo (Hch 14:23) (Hch 15:4,6,22,23). H. P. Liddon pensaba que las frases de (Ro 1:7), que sustituyen la acostumbrada mención de la iglesia, tuvieron por objeto destacar más claramente la relación de los cristianos individuales con Dios por medio de la Obra redentora de Cristo, en conformidad con el tema de la Epístola. Sea ello como fuere, la triple descripción de los creyentes es muy hermosa y llena de significado espiritual. La vocación y obra de los guías se mencionan en (Ro 12:8): "el que gobierna, que lo haga con diligencia".
1. Los amados de Dios
Dios ama al mundo de los hombres en el sentido de desear su salvación para la cual dio a su Hijo; al mismo tiempo la ira de Dios descansa sobre los hombres que rechazan su gracia y escogen la rebeldía (Jn 3:16,36). Las personas que se han sometido a Dios, recibiendo a Cristo por la fe, se hallan ya "en el Amado" (Ef 1:6) donde participan de un modo especial y familiar del amor del Padre para con sus hijos (Jn 17:23). Las antiguas discordias se truecan en las suaves armonías de la comunión con Dios, restaurada en Cristo, y los enemigos de antaño son ya los hijos que exclaman "¡Abba! ¡Padre!" (Ro 8: 15-17,31-39) (2 Co 13:14).
2. Llamados a ser santos
Todos los amados de Dios en Roma eran santos por vocación, según los designios de Dios, quien les veía en Cristo, su Santo. Por lo tanto, la frase no señala a ciertos hermanos de vida especialmente pura, sino que viene a ser la designación de cuantos se hallan en Cristo. "Santo" equivale a "apartado para Dios", según la analogía y el simbolismo de las personas y cosas que se consideraban "santas" en el régimen levítico de Israel. El Tabernáculo y sus enseres, amén de los sacerdotes y levitas, tenían que estar a la sola disposición de Jehová, separados de los usos comunes de la vida. El simbolismo material del Antiguo Testamento se convierte en una realidad espiritual en el Nuevo Testamento después de revelarse la obra de Cristo. Ya hemos visto a Pablo como "separado para el Evangelio de Dios", pero aquí vislumbramos el círculo mucho más amplio de todos los creyentes apartados del pecado y del mundo para vivir para Dios en santidad. Más tarde, Pablo ha de tratar de los problemas que surgen cuando los "santos" han de hacer efectiva su santidad en medio de un mundo de pecado y en lucha con la carne, pero la santidad práctica no podría existir si no fuese la manifestación de "algo hecho" ya en Cristo y por su muerte de Cruz.
3. Residentes en Roma
Estos santos en Cristo, amados de Dios, residían en la metrópoli del vasto Imperio de Roma, centro de una organización mundial que garantizaba cierto orden y bienestar (en cuanto al Occidente y al Medio Oriente) pero que era a la vez la encarnación de las potencias humanas del "mundo" que yace en el Maligno. En los buenos tiempos de la República, los romanos habían sido notables por su vida ordenada, por su valor y por la dignidad de su vida. El Imperio de Augusto y sus sucesores había solucionado muchos de los problemas que surgían de la vasta extensión de las tierras sujetas a Roma, pero la misma prosperidad de la capital trajo sus inconveniencias, pues los ricos, en general, llevaban vidas de lujo desenfrenado, suelo fértil para toda suerte de vicios y crueldades. Los cesares tenían que contentar a las masas —desocupadas y sin visión— con "pan y circos". Los mismos juegos circenses nos dan la medida de la baja moralidad de aquellos tiempos. "¡Los santos... en Roma!" ¡Los ciudadanos de la patria celestial en medio de la quintaesencia del mundo! La antítesis no dejaba de producir sus graves problemas y hasta penosas tensiones; éstas perduran en mayor o menor grado en todos los lugares donde residen verdaderos cristianos hasta el día de hoy.
Pero la tensión que surge de la paradógica situación de "santos" que viven en el territorio de Satanás, encierra también la posibilidad de testimonio y de servicio entre tanto que el Señor cumpla sus propósitos y venga para recogernos al hogar celestial. Sólo a través de la lucha se ganan victorias que sirvan para el crecimiento espiritual de los hijos de Dios y redunden para la honra y gloria del Capitán de nuestra salvación.
El concepto de santidad, o sea, de separación para Dios, se ve en relación con: a) el Hijo (Ro 1:4); b) el apóstol Pablo (Ro 1:1); c) todos los creyentes (Ro 1:7).

Los saludos (Ro 1:7)

Habiendo nombrado y calificado a los receptores de la carta, Pablo pasa al saludo obligado en (Ro 1:7): "Gracia y paz a vosotros de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo". "Charein", decían los griegos al saludar a sus amigos, deseándoles favor y gozo; "Eirene" (hebreo: "shalom"), decían los hebreos, deseándoles paz. El acostumbrado saludo apostólico combina los dos conceptos, pero elevados ambos a un plano divino y espiritual.
1. La gracia
Recordemos que la gracia revelada en el Nuevo Testamento es mucho más que algo favorable o agradable, pasando a significar las actividades de Dios a favor de los hombres por medio de Jesucristo. Hemos visto (y veremos) que la gracia es la fuente de la justificación que Dios otorga al creyente, dando principio así a su vida espiritual. Pero no se acaba la necesidad de la gracia al entrar el hombre en la familia de Dios, pues no podría andar ni un solo paso sin la potencia que viene de arriba. "Bástate mi gracia", dijo el Señor a su afligido siervo Pablo cuando el aguijón en la carne le parecía insoportable. Tuvo que aprender que el poderoso favor de Dios hace que su potencia se manifieste más claramente en nuestra flaqueza. La gracia de Dios, a la cual responde la fe del creyente, regula toda nuestra vida aquí, pues, en esta dispensación, "nosotros todos recibimos de su plenitud gracia sobre gracia" (Jn 1:16).
2. La paz
Los hebreos comprendían la importancia de la tranquilidad interior en medio de las múltiples luchas y tensiones de la vida, pero en vano daban el saludo de "paz" si no operaba antes la gracia de Dios. La tranquilidad que surge de unas circunstancias momentáneamente favorables queda destrozada y convertida en ansiedades que amargan la vida al variarse las inciertas condiciones externas del hombre. Por eso el Señor, quien se hallaba ya a la sombra de la Cruz, distinguía entre su paz, la paz verdadera que manaba de las fuentes eternas, y la ficticia del mundo: "La paz os dejo; mi paz os doy; no según la da el mundo yo os la doy; no se turbe vuestro corazón..." (Jn 14:27). La paz de Cristo se produce cuando nuestros anhelos se armonizan con la voluntad de Dios. La posibilidad de ello ya existe en vista de que las obras del diablo fueron deshechas en el Calvario, obrando ahora el Espíritu de Dios en corazones limpios del pecado y rendidos a su Señor. Tal paz es independiente de las circunstancias. Por fuera podrá haber luchas y temores, como en la experiencia de Pablo mismo, pero en el último reducto del corazón habrá la paz y el gozo de quien sabe que cumple la voluntad del Padre, relacionándose así con el orden final de la Nueva Creación.
3. La Fuente de la gracia y de la paz
Según la petición del Apóstol, la gracia y la paz habían de venir "de (la presencia de) Dios nuestro Padre y de (la presencia del) Señor Jesucristo". A menudo el lenguaje de las Escrituras presenta al Padre como la Fuente del poder y al Señor Jesucristo como el medio para la realización de los designios del Padre. Aquí, sin embargo, tanto el Padre como el Hijo se señalan como Origen de las bendiciones deseadas. La redacción de la frase subraya la deidad del Hijo, del Señor Jesucristo, pues tal enlace gramatical supone la unión en una esencia de ambos, ya que la gracia y la paz no podrían proceder de Uno que fuera Dios y de otro que no lo fuera.
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