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Estudio bíblico: Las relaciones familiares del cristiano - Efesios 5:22-6:9

Autor: Ernestro Trenchard
Reino Unido
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Las relaciones familiares del cristiano (Ef 5:22-6:9)

Consideraciones generales

Pese a lo dicho en el último capítulo acerca del término "sometiéndoos", que para redondear la serie exhortativa colocarnos al final de la sección anterior, recordamos que sólo es así a efectos de la exposición presente, que precisa de unos capítulos más o menos homogéneos. Porque el concepto de la "sumisión mutua" —y subrayaríamos lo de "mutua", por las razones que se considerarán más adelante— informa todo el pasaje, aplicándose no sólo a las mujeres casadas, sino a sus maridos, los hijos, los padres, esclavos y amos. Y es así porque existe una sumisión común a todos ellos: la de cada creyente, primero "a" o "en el Señor", o "a Cristo" (frases que se repiten varias veces), y luego, los unos a los otros.
Debemos notar que en cada "pareja" —mujer/marido, hijos/padres, esclavos/amos—, la más débil o inferior en cuanto al orden social establecido por Dios se menciona en primer lugar. En. estos casos, la sumisión que ellos han de mostrar frente a los que tienen autoridad sobre ellos es representativa de, o simboliza, la actitud consecuente que todos han de manifestar frente a Aquel que es a la vez el Esposo divino, el Padre celestial y el Amo absoluto de sus vidas. Por esto, ha de haber también sumisión de los maridos, los padres y los amos hacia sus respectivas "parejas"; la cual consistirá en un reconocimiento y un respeto amoroso de lo que Dios ha dispuesto para cada persona en cuanto a dignidad humana, personalidad, función sexual o social, etc., y todo ello llevado con un gran sentido de responsabilidad, por amor al Señor. No hay lugar alguno, pues, para aquella "autoridad" mandona —casi de "propietario" delante de algo que cree poseer en exclusiva—, ni para esos aires dictatoriales, machistas (en el caso del marido) y orgullosos que a menudo caracterizan la conducta de los "superiores" o "fuertes" en estas tres relaciones sobre los demás. Tal actitud no es propia de cristianos porque no toma en cuenta la manera en que Dios mismo ostenta su autoridad, ajustándose en su misericordia a cada una de sus criaturas, atendiendo sus necesidades, escuchando sus ruegos, "humillándose —como reza el (Sal 113:5-9)—, para mirar (tomar nota de y socorrer) las cosas en el cielo y en la tierra (levantando) del polvo al pobre y al menesteroso del muladar...". Como hemos visto repetidamente en el curso de esta exposición, si el creyente ha de asemejarse progresivamente a su Padre celestial, mediante su conformidad al Modelo de humanidad ideal que es Cristo mismo, su sumisión a los demás, producto en primer término de la humildad, tendrá que ser como la que el trino Dios evidencia constantemente en el trato con sus hijos.
Aprendemos por este pasaje tan práctico, pues, tal como sugerimos arriba en el encabezamiento del capítulo, que el buen andar no es simplemente la manifestación de una relación de tipo general o sentimental hacia los miembros de la familia espiritual y los amigos inconversos, sino algo mucho más concreto. Afecta las relaciones íntimas entre personas que cohabitan bajo el mismo techo, o trabajan en el mismo taller u oficina, expuestas por tanto al diario contacto y roce los unos con los otros, con los problemas consiguientes de entendimiento, colaboración, convivencia, etc. Es en este contexto que la sumisión o sujeción de todos a todos (Ef 4:2-3) y cada uno al Señor, es imprescindible como primer paso a dar y actitud constante a mantener en cada relación. El apóstol empieza con la más íntima (el matrimonio), sigue con aquella que se enlaza estrechamente con ésta (la familia), para pasar luego a la del trabajo. Enfoca sus exhortaciones siempre sobre el deber y la responsabilidad de cada persona, frente a las demás, sea cual sea la relación. No habla de derechos ni de privilegios, ni de lo que cada persona puede esperar o exigir de las demás, sino de cómo ha de servirles a ellas, ya que sirve al Señor y ha de rendir cuentas ante Él por su andar en este mundo.
Las enseñanzas del apóstol contienen principios de validez perenne para todas las épocas hasta la Segunda Venida del Señor, pero encajaban de modo especial en el momento cuando fueron escritas, porque las normas degeneradas del paganismo tenían en muy poca estima a la institución matrimonial, a la mujer, a los niños y a los esclavos. Y aun en el judaísmo, donde la luz de las Sagradas Escrituras había penetrado, el menosprecio a la mujer y al niño, por una parte, y la exageración de la importancia asignada al varón, por otra, necesitaba la corrección de tales enseñanzas.
Durante su ministerio en la tierra, mediante sus palabras y actitudes, el Señor Jesucristo puso las bases de esta nueva orientación, y por la inspiración del Espíritu los apóstoles, especialmente Pablo y Pedro, edificaron encima, dejándonos un cuerpo definitivo de instrucción práctica que, por su frecuente aparición en las epístolas, parece haber sido dada en todas partes como una especie de "catequesis de la vida diaria" que orientaba a las congregaciones acerca de la aplicación de la doctrina que iban recibiendo (Col 3:18-4:1) (1 Ti 3:4-12) (1 Ti 5:14) (Tit 2:1-10) (1 P 2:13-3:7). El profesor F. F. Bruce comenta: "Muchos de los deberes mutuos de la familia que se inculcan en estos pasajes del Nuevo Testamento hallan paralelos en la literatura contemporánea no cristiana, pero el Nuevo Testamento eleva toda la situación a un plano más alto al relacionar cada uno de estos deberes a la fe cristiana. Tanto la obediencia y la sujeción, por una parte, como el amor y el cuidado, por otra, son mandados por amor a Cristo".
Como resultado de la influencia gradual, cada vez más extensiva, de tales enseñanzas en la sociedad romana y las que la siguieron, no sólo se fue incrementando paulatinamente el aprecio y la dignidad de la mujer y del niño, sino que por fin se llegó a reconocer el valor de la persona humana en general y sus derechos y libertades en la sociedad. Aun cuando la nueva religión no pretendía derribar de golpe barreras sociales, su insistencia sobre un nuevo orden de valores que surgía de la redención de cada creyente, igual a todos sus hermanos ante Dios, había de producir unos cambios radicales en las costumbres de la civilización dondequiera que prevaleció el cristianismo.
Pero estas enseñanzas precisan subrayarse nuevamente en nuestros tiempos, que algunos con cierta razón —por lo menos en cuanto a la civilización occidental— han dado en llamar "postcristianos". A pesar de los múltiples movimientos feministas, el Año Internacional del Niño (1979) y una mayor concientización de la sociedad en general acerca de la injusticia social, las personas marginadas, ciertas enfermedades, etc., sigue habiendo una imperiosa necesidad de la "sumisión mutua". Hace falta a escala internacional, de los países superdesarrollados frente a los que están en "vías de desarrollo" o los del "Tercer Mundo". También se echa de ver lo mismo a escala nacional en cada país, de los ricos frente a los pobres, los fuertes hacia los débiles, los privilegiados de cualquier tipo frente a los que carecen de las necesidades más elementales. Pablo sólo selecciona tres ejemplos aquí para asentar los principios fundamentales acerca de esa dependencia y sumisión mutua, pero por extensión hemos de aplicarlos a todos los demás, si queremos ser consecuentes con nuestra fe en un mundo lleno de injusticia y violencia en todos los órdenes.

Los esposos (Ef 5:22-33)

Las palabras claves de esta sección son obediencia y amor, que se relacionan con la tónica de la sumisión los unos a los otros notada anteriormente. El amor del esposo por la esposa, con todo lo que esto implica, y la obediencia de ésta al marido, viene a ser una figura sublime de las relaciones íntimas entre Cristo y su Iglesia, dándonos así la séptima figura que Pablo emplea en la epístola para describir el Cuerpo de Cristo, que completa la enseñanza dada en los capítulos 1 a 4. Aunque el énfasis recae más bien sobre la exhortación práctica a ambos cónyuges que se desprende de la figura del "matrimonio celestial" de Cristo y su Iglesia, notamos cómo Pablo pasa rápidamente de la figura a la realidad y viceversa, repetidas veces, de modo que las dos partes se aclaran mutuamente.
1. Las esposas (Ef 5:22-24)
Es digno de notar que el apóstol exhorta a la obediencia y a la sumisión aquí, porque tal actitud de la esposa hacia su marido refleja la de la Iglesia hacia Cristo, su Cabeza. Es decir, el varón representa el principio de autoridad en el núcleo familiar, de la misma forma que Cristo ostenta la hegemonía sobre los suyos. Pera hay más, otra razón por la que ha de haber obediencia, tanto en la sublime figura como en la realidad práctica: Cristo es el Salvador (o Defensor) de la Iglesia que se entregó por ella, la cuida, etc. Desde luego, el planteamiento es muy elevado, pero no por eso deja de ser un ideal realizable por el creyente en el poder del Espíritu Santo. En vista de su amorosa entrega a favor de ella, la Iglesia frente a Cristo, y la esposa frente a su marido, deben corresponder con gratitud y obediencia. Se entiende que la frase "en todo", que podría parecer excesivamente fuerte si se considerase solamente desde el punto de vista humano, quiere decir: en todo aquello que implica la responsabilidad de ella en la esfera familiar, de la que es cabeza su esposo. No quiere decir por supuesto que ha de obedecer en el caso de mandarla hacer alguna cosa contraria a la voluntad de Dios (porque en este caso el marido excede sus funciones, siendo todo "en el Señor"), ni tampoco que la mujer no puede desarrollar su personalidad y sus dones en todo lo que desea, con tal que esto esté acorde con su papel de esposa. Con todo, pondrá en primer lugar su deber familiar, porque es "al Señor" que así la ha creado y en sus providencias la ha guiado al matrimonio.
En todas estas consideraciones, debiéramos recordar que el apóstol escribe para creyentes, y que la exhortación a las esposas se hace en el contexto de la exhortación complementaria a sus cónyuges. Cuando las dos responsabilidades se ejercen a la vez, paralelamente, el resultado es gran bendición para ambos y para toda su familia y esfera de influencia. Con todo, lo que no puede admitirse es una simple reciprocidad, sobre la base de "Yo te obedeceré, si tú haces tal y tal...", o viceversa si se trata del hombre. Aun cuando una de las partes falle, la otra tiene la obligación delante del Señor de seguir con su responsabilidad en todo lo que puede y pese a las dificultades que ello le deparase (1 P 3:1-6). De ahí la repetición de la exhortación en el versículo 24. Por último, nótese cómo el apóstol puntualiza cuidadosamente que la obediencia mandada ha de ser únicamente al propio esposo de cada una, no a los maridos de otros o a los hombres en general, ya que se trata del núcleo familiar particular del que ella forma parte.
La exhortación no carecía de importancia en el momento en que se escribió, por el libertinaje reinante en la sociedad pagana del primer siglo, y hace falta subrayada de nuevo hoy en día cuando en tantas cosas la sociedad occidental se halla en el proceso de abandonar aquellos valores morales que le fueron prestados durante muchos siglos por el cristianismo.
2. Los maridos (Ef 5:25,28-31)
Si la palabra clave acerca de las esposas es obediencia, no hay ningún lugar a dudas que la que condiciona la responsabilidad del hombre hacia su mujer es amor, y esto no según un modelo puramente convencional, sino según el ejemplo de Cristo. Como en otros contextos novotestamentarios, la palabra amor ("agape") aquí no equivale a una emoción romántica o sentimentaloide, sino algo muy práctico y altruista, que busca el bien de la esposa y se sacrifica para cuidarla, en obediencia a la voluntad de Dios. Esta idea se refuerza por el verbo griego ("agapao") que el apóstol emplea; no usa la palabra que refleja el amor sexual ("erao", de donde se deriva nuestro vocablo "erótico"), ni aquella otra, ("storge"), que describía el afecto natural que existe en el seno de una familia, ni tampoco ("phileo"), el afecto amistoso. Porque todos éstos tienen mucho de interés egocéntrico, mientras la esencia del amor divino es sacrificio, que da la pauta para la entrega mutua que ha de ser el fundamento y la esencia del amor conyugal.
Precisamente porque Pablo utiliza el concepto de agape en todo este contexto podemos comprender que la referencia un tanto enigmática del versículo 28 —que "los maridos deben amar a sus mujeres como a sí mismos"—, lejos de significar un egocentrismo machista al que se supedita toda la relación, subraya todo lo contrario. Todo creyente tiene la sagrada obligación de buscar su propio desarrollo espiritual, mental y físico —y el de todos sus hermanos, miembros del mismo "Cuerpo místico" también—, como una responsabilidad particular que le ha encomendado el Señor. Ni que decir tiene que esta obligación general queda especificada según sean las relaciones que el creyente mantenga con los demás. Por lo tanto, en cuanto al matrimonio en el Señor, buscar en amor el bienestar en todas las cosas de la esposa, es cuidar de sí mismo. Como vemos más abajo, sin duda Pablo tenía en mente las enseñanzas de (Gn 2:24) y contexto, donde se narra la procedencia de la mujer del hombre y la identificación íntima de los cónyuges en "una sola carne".
3. Cristo y la Iglesia (Ef 5:26-27)
La figura de la Iglesia como la Esposa de Cristo, bien que no la más completa de cuantas emplea el apóstol en Efesios, sí que es la más íntima, puesto que la relación que encierra es interpersonal (es decir, entre dos personas que, siendo esencialmente dos, se identifican estrechamente) y no meramente biológica o funcional (como en el caso del Cuerpo). Desde luego, la figura no es nueva: ya en el Antiguo Testamento, especialmente en los libros proféticos, Dios describe la relación pactada entre sí mismo e Israel en términos matrimoniales, por lo que toda deslealtad al pacto era considerada un acto de adulterio espiritual (Os 1-3) (Is 54:1-8) (Is 62:4) (Jer 2:1-3) (Jer 3:6-14) (Jer 30:32) (Ez 6, 23). También en el Nuevo Testamento el Señor utilizó la misma analogía en sus enseñanzas, especialmente en las parábolas (Mt 9:15) (Mt 22:2-13) (Mt 25:1-10).
La base de la obra efectuada por el Esposo divino es su entrega: una referencia clara a su acto voluntario de someterse al propósito divino para llevar a cabo la redención, y de dejarse en las manos de los hombres para que le crucificasen. Toda la sublime operación es motivada por el amor, primero hacia el Padre, en ofrenda de "olor grato", y luego, "por nosotros" (Ef 5:2), para santificarnos y presentarnos perfectos a sí mismo. De nuevo, el simbolismo matrimonial provee al apóstol de unos términos útiles para hacer resaltar la naturaleza de la obra realizada, aunque el énfasis aquí recae sobre la acción del Esposo, quien es el encargado de preparar a su novia para los desposorios (Ap 19:7-8) (2 Co 11:2). Parece ser que existe una costumbre judía, que puede remontar a tiempos antiguos, en la que el novio, al colocar el anillo en el dedo de su pareja, pronuncia las palabras "He aquí, ahora estás santificada a mí", y si recordamos que el sentido general de la santificación es un apartamiento exclusivo para determinado fin, se comprenderá la estrecha relación que guarda con esta figura.
Notemos también la relación que existe —testificada ampliamente por toda la Escritura— entre los conceptos de santificación y limpieza; tanto en la esfera corporal, como en la espiritual. Las realidades internas y espirituales son reflejadas por las prácticas y ceremonias de la limpieza externa, como por ejemplo en el caso del servicio sacerdotal o de los lugares santos del judaísmo, subrayando de forma gráfica principios espirituales que difícilmente podrían comprenderse de otro modo (1 Co 6:11) (Tit 3:15), donde se ve la misma relación. Por eso, la idea de una limpieza cuidadosa antes de la celebración de las nupcias no obedece sólo a los requisitos más elementales de la higiene —¡que de todas formas no se ha destacado demasiado a lo largo de la historia!—, sino a la costumbre común a judíos y a griegos, del baño ritual de la novia antes de la ceremonia. Quizá encontramos un reflejo de esta costumbre en (Cnt 5:2-5).
Bien que la traducción castellana parece indicar cierto proceso en la operación purificadora y santificadora, de hecho el griego descarta esta posibilidad al emplear el tiempo aorista del verbo: "habiéndola purificado (de una vez) por el lavamiento de agua" (B. L. A.). Sin duda se refiere de este modo a la recepción por fe de la proclamación evangélica, con su simbolismo correspondiente del bautismo en agua, que "lavaba los pecados" (Hch 2:38) (Hch 8:16) (Hch 22:16) (1 P 3:21) (Tit 3:5) (Jn 15:3) (Jn 17:17). F. F. Bruce sugiere que la frase "por la Palabra" debe entenderse más bien como "acompañado por una palabra", que podría ser la palabra de la "fórmula trinitaria" de (Mt 28:19), pronunciada sobre aquel que es sumergido en el agua, o, más probablemente, la palabra de confesión de pecado y de fe en Cristo pronunciada por el creyente en el momento de su conversión, y a menudo repetida en alguna forma en el momento de su paso por las aguas bautismales. Bruce apela al caso de Saulo de Tarso (Hch 22:16) para corroborar esta opinión, que así ofrece una alternativa sugestiva digna de ser tomada en consideración. Con todo, dado lo novedoso de la idea y el peso de la opinión ortodoxa de la inmensa mayoría de los exegetas de todos los tiempos, preferimos entenderlo en el sentido más general, es decir, de la operación limpiadora efectuada por la Palabra predicada cuando ésta es recibida por fe (1 P 1:21-23) y (Ef 6:17).
De este modo la Esposa es hecha apta para poderse unir a su Señor y Salvador Jesucristo: será "gloriosa" —reflejando las virtudes de Él—, sin señal de contaminación, decadencia o corrupción. El día de la presentación es, desde luego, el de la Venida de Cristo en gloria, cuando su pueblo será glorificado con Él (Col 3:4) (2 Ts 1:10). Se sobreentiende que la acción limpiadora se realiza a partir de la conversión de cada creyente, miembro del Cuerpo, a través del tiempo, hasta "las bodas del Cordero", cuando el proceso será completo, y "seremos como Él es" (1 Jn 3:2-3) (Ap 19:7-8).
4. La cita de (Gn 2:24) en (Ef 5:31)
Como notamos arriba, esta enseñanza ha sido como el sublime telón de fondo para todo lo que acaba de decir el apóstol acerca de las relaciones matrimoniales, y es necesario que le dediquemos un poco de atención en este punto. En sí la aseveración de que "el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne" constituye una de las declaraciones más profundas y fundamentales de toda la Escritura acerca del propósito divino en el matrimonio. Acerca de ella escribe el expositor F. Foulkes: "(Esto) ha sido el último baluarte de la Iglesia cristiana contra los argumentos de los que abogan por permitir la poligamia en las sociedades primitivas en tierras de misión; es también el último argumento contra la promiscuidad y la razón fundamental por la que la Iglesia no puede mirar con buenos ojos la disolución del lazo matrimonial por el divorcio. Cuando se le preguntó a nuestro Señor acerca del permiso dado por Moisés al divorcio, dio la contestación que sigue en vigor en el día de hoy (que "en el principio no fue así"). En una sociedad imperfecta que necesita tales leyes, y por "la dureza del corazón humano", puede permitirse el divorcio, pero tales concesiones son una desviación del propósito divino, y no se las puede considerar bajo ningún otro prisma. El Señor no dio más enseñanza nueva sobre este asunto, sino que recogió esta verdad fundamental para enfatizar su contestación (Mt 19:3-9) (Mr 10:2-12). Antes de casarse un hombre o una mujer, el lazo familiar más estrecho que tienen es con sus padres, y a ellos deben la obligación mayor, pero el nuevo lazo y la nueva obligación que involucra el matrimonio trasciende el viejo. No cesa el deber filial, pero la relación más íntima y por tanto la lealtad más alta, desde ese momento en adelante, es entre marido y mujer, y los padres sólo harán peligrar aquella relación si tratan de inmiscuirse en los asuntos del nuevo matrimonio. Ha de haber una renuncia resuelta de parte de los padres de la autoridad sobre sus hijos, y una correspondiente salida del hogar paterno por parte de los hijos, para formar desde este momento en adelante su propia familia".
Tres frases sencillas resumen la formación del nuevo hogar: 1) el hombre dejará a su padre y a su madre; 2) se unirá a su mujer; 3) los dos serán una sola carne, las cuales vamos a examinar a continuación.
1. El hombre dejará a su padre y a su madre. Hemos de notar, en primer lugar, que se especifica al padre y a la madre, por separado, puesto que la autoridad de ellos, aunque en cierto grado mancomunada, es distinta entre sí. La autoridad del padre es la del cabeza de la familia, a la que perteneció hasta ese momento el hijo o la hija; dejar su autoridad, por lo tanto, significa constituir una nueva familia en la que el hijo pasa a ostentar la autoridad suprema. Dejar a la madre equivale a erigir a su esposa en la única que cuenta en el nuevo hogar; ya la madre deja de ser la autoridad sobre él dentro de su propia esfera, cediendo el lugar a su nuera. Hasta el momento de su casamiento, la madre ha sido la primera mujer en la vida del hijo; después, esta posición de gran honor la ocupa sólo la esposa.
Desde luego, el "dejar" en ambos casos no significa el abandono de los padres por parte de los hijos. El respeto y la gratitud que se les debe han de durar para toda la vida, y según el caso han de ampararles en la ancianidad, enfermedad o invalidez, como enseñan claramente tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. Pero respeto es una cosa, y autoridad es otra, y a esto apunta la enseñanza bíblica.
2. "Se unirá a su mujer". Esta segunda frase es la otra cara de la moneda: ha de haber una unión decisiva con la mujer que corresponde al "dejar" a los padres, es decir, la constitución de un nuevo ente familiar que reemplaza los dos antiguos de donde han salido. No se refiere primordialmente a la unión física tampoco, que, pese a su importancia, no es más que el símbolo y el sello de la nueva unión, sino "a su aspecto legal y social, en base a una lealtad y compromiso formal contractuados públicamente. Significa que desde ese momento en adelante sólo ha de haber una sola mujer para este hombre, y un solo hombre para esta mujer; todos los demás son extraños a este vínculo exclusivo que forma el nuevo hogar. La poligamia, el adulterio, en todas sus formas y grados posibles, son excluidos.
3. "Los dos serán una sola carne". Algunos interpretan esta frase en el sentido puramente literal, del acto sexual sólo, pero creemos que encierra más que eso. Como hemos visto, la unión física es el símbolo externo de una realidad más profunda, de esa identificación que se vio cuando Dios creó a la mujer de la sustancia del cuerpo del varón. La raza se compone de varón y hembra (Gn 1:27), los sexos son incompletos sin su complemento. Si no hubiera sexo, si no hubiera unión, no habría humanidad. Y es el núcleo familiar el encargado de continuarla, y, en un sentido, que la representa. El matrimonio, pues, es toda la raza en miniatura. por lo tanto, la perfecta identificación simbolizada por la unión física demuestra la condición primordial de "una sola carne" que es la misma esencia y, por ende, la base de cada nuevo matrimonio.
Estas tres frases, bien entendidas en el orden en que aparecen, dan al traste con algunas ideas aberrantes de hoy día acerca de la "conveniencia" y "legitimidad" de las llamadas "relaciones prematrimoniales". El "dejar" a los padres implica un paso público y legal delante de la pequeña sociedad de la familia extendida con los amigos y vecinos, como asimismo la unión —que implica cohabitación y la formación de un nuevo hogar—, y sólo cuando se ha establecido este marco legal y social, ha de tener lugar la tercera, la unión física con todo lo que representa, símbolo y sello hermoso de todo lo demás. Deducimos, pues, que la relación sexual sólo tiene cabida dentro del vínculo matrimonial, que es la provisión divina para su uso y disfrute legítimos. No hay lugar para ningún tipo de relaciones sexuales fuera de la institución divina, lo cual excluye, por lo tanto, las ideas hoy en día tan en boga sobre "experiencias prematrimoniales", "matrimonios de prueba", "intercambio de parejas" y otras aberraciones que están invadiendo todos los rincones de la sociedad occidental.
5. El "gran misterio" (Ef 5:32-33)
Consideramos aparte el primero de estos dos versículos, porque en casi todos los casos las traducciones son defectuosas y no reflejan lo que el apóstol quiso decir. La confusión ha sido incrementada por la traducción al latín (la Vulgata) que empleó la palabra "sacramentum" aquí, dando lugar así a que se considerase el matrimonio como uno de los sacramentos, que por su mera celebración externa, ex ópere operato (= "en virtud del rito mismo"), realizaba la verdad espiritual que simbolizaba. Pero éste es un error de base, porque el misterio referido no tiene que ver con la institución matrimonial como tal, sino con la verdad sublime de la íntima unión que existe entre Cristo y su pueblo, escondida, por así decirlo, detrás del lazo matrimonial. La versión New English Bible da el mejor sentido: "Es una gran verdad que está escondida aquí...". Preferimos esta versión, porque preserva la idea fundamental de la palabra "misterio" que vemos en varios pasajes de las epístolas paulinas, y que se refiere siempre a las verdades primarias de la Venida del Verbo encarnado y su relación con el pueblo redimido (Ef 1:9) (Ef 3:3-5,9) (Ef 6:19) (1 Ti 3:16) (1 Co 4:1) (1 Co 13:2) (1 Co 14:2) (Ro 11:25) (1 Co 15:51). Es decir, las múltiples facetas del deber conyugal, tanto del esposo como de la esposa, no son más que un pálido reflejo de la relación entre Cristo y su Iglesia.
Pero como la finalidad principal del apóstol es práctica sobre todo, resume todo lo dicho en el versículo 33, volviéndonos a las dos actitudes fundamentales del matrimonio: el amor del hombre hacia su mujer, y el respeto o reverencia de ésta hacia él (1 P 3:6). Es digno de notar que así Pablo cierra la sección con la misma palabra con que la inició en (Ef 5:21-22): "reverencia" (o "temor"), que se manifiesta en esa sumisión que ha de presidir toda la relación entre los dos sexos, porque refleja la que hay entre Dios y su pueblo.

Los hijos y los padres (Ef 6:1-4)

1. Los hijos (Ef 6:1-3)
El orden es parecido al que vimos arriba: primero se exhorta a los más débiles, luego a los más fuertes, de cada pareja. De nuevo, obediencia constituye la tónica de las palabras a los hijos, y es al Señor, lo cual la eleva a un plano mucho más alto y espiritual. La familia es una institución divina; por lo tanto, la autoridad paternal la ha otorgado Dios. Pero cuando se trata de hijos que son creyentes, entonces la necesaria obediencia involucra la fidelidad del creyente frente a su Señor, según las circunstancias en que se encuentre. Hoy en día se habla mucho de la "rebeldía juvenil" y del "choque de las generaciones", y a causa de ello los creyentes jóvenes son a menudo sometidos a presiones del medio ambiente difíciles de soportar, que a veces les arrastran. Pero la enseñanza apostólica sigue siendo la norma para sus relaciones con los padres y deberían tenerla en cuenta siempre.
El apóstol alega ciertas razones por las que se espera obediencia de los jóvenes y niños frente a sus padres, las cuales pasamos a considerar a continuación.
a. "Es justo", porque la norma refleja la voluntad divina en la creación de la familia, y, además, está aceptada como tal por la sociedad, tanto en la antigüedad como todavía hoy en día, en la mayor parte de la raza humana. No sólo Dios reveló su voluntad al principio, sino que la afirmó formalmente en el Decálogo, y en el curso de la revelación posterior se da por sentada siempre. En el libro de Proverbios, por ejemplo, este mandamiento, reiterado e ilustrado de muchas maneras, forma parte principal de ese acervo popular de sabiduría que surge de haber colocado al Señor, Jehová, en el lugar que le corresponde en la vida de cada uno. Pero no sólo es justo porque corresponde al carácter divino manifestado a través de su voluntad para el hombre, sino porque resulta adecuado y apto, saludable para el bienestar de todos.
b. La "honra", incluye la obediencia, el amor y el respeto, que se han de dar a ambos progenitores por igual. Aquí se relaciona lo que comentamos arriba, cuando un hombre deja a sus padres en el momento de contraer matrimonio, con aquella honra que debe a los dos mientras esté bajo su tutela, porque se trata de una relación permanente que perdura aun después de formarse un nuevo hogar. Nótese de nuevo la especificación "a tu padre y a tu madre"; como pasa con la autoridad de ambos, que es distinta, así también con el honor, que les corresponde por igual, pero que difiere en cuanto a la función peculiar de cada uno frente al niño, sea varón o hembra.
c. "Es el primer mandamiento con promesa", que quiere decir que el Señor recompensa ampliamente a quien le agrada por tal obediencia. Este principio se ilustra con todo lujo de detalles en el libro de Proverbios (Pr 3:1-18). Es una norma sensata, porque, además de traer la bendición divina, es fácil comprender que el hacer caso de la experiencia de quienes nos han precedido es en sí toda una escuela de vida que nos puede ahorrar muchos descalabros y disgustos. Por su calidad de inmaduro, el niño y el joven no pueden prever muchas cosas, por lo que harán bien en seguir por un camino previamente trazado, hasta que aprendan a andar por sí solos. Como las consecuencias de nuestras acciones pueden proporcionarnos bienestar o malestar, mejor o peor salud, la evitación de cosas o compañías dañinas o la caída en ellas, Dios ha provisto a cada nueva generación —por regla general— de la experiencia de la anterior a fin de que el que le teme pueda disfrutar de sus bendiciones, o, en caso contrario, sufrir las consecuencias. Aunque el lenguaje empleado es del Antiguo Testamento, sigue siendo una gran verdad por la llamada "ley de la siembra y la siega". Por eso, la educación moral y espiritual de las nuevas generaciones no puede realizarse como Dios quiere aparte de este trasvase generacional fiel, siendo la obediencia de los hijos parte obligada de todo el proceso.
2. Los padres (Ef 6:4)
Pero si el hijo ha de honrar y obedecer a sus padres, mirando al Señor al hacerlo, es preceptivo que los padres cumplan su parte del trasvase mencionado de la misma manera, aunque con mayor responsabilidad aún, por ser más maduros. No son dueños de los hijos, sino mayordomos; los hijos pertenecen al Señor, quien se los ha confiado por cierto tiempo. Por esto, el llevar esta responsabilidad de una forma caprichosa o ligera, en beneficio propio en vez de lo que proporciona bienestar y una sana preparación para el futuro al niño, es defraudar no sólo a éste, sino al Señor. Los padres han de buscar merecer el amor y la obediencia de sus hijos, mejor que exigirlo como un deber (aunque lo es); ha de ser su sabiduría, tacto, cariño y honda comprensión de las variadas necesidades físicas, mentales y espirituales de los hijos en cada etapa de sus vidas que provean el estímulo y el desarrollo de esa obediencia. Por esto, el "provocarles a ira" supondría la exigencia en demasía, la excesiva dureza o falta de cariño o de comprensión que tanto necesita el hijo. En el pasaje paralelo de (Col 3:21), dice "desalentar" en vez de provocar, lo cual complementa la idea que tenemos aquí. La provocación a la ira, de la que el desaliento es a menudo un acompañante funesto, indica una disciplina demasiado exigente sobre cosas que no tienen importancia, que obedecen más bien al capricho o al prurito de mandar de los padres, que no a una orden razonable que tenga en cuenta el bien del hijo y su verdadera necesidad.
También, por supuesto, la Biblia nos advierte de lo opuesto, el hijo consentido o mimado. El ejemplo de Adonías, el hijo de David, que sólo recibió elogios y nunca reprensiones de su padre, es un caso concreto de este extremo. Tal perversión de la disciplina paterna crea a menudo un alto grado de delincuencia, y es el causante de grandes problemas, no sólo a una familia, sino a la sociedad en general.
Pero la norma tan elevada que el apóstol manda aquí, sólo es posible cuando se llevan a cabo los dos aspectos complementarios de la responsabilidad paternal delante del Señor: los representados por las dos palabras traducidas disciplina y amonestación, y esto, "del Señor", o sea, como Él lo haría y desea que los padres lo hagan en su Nombre, usándoles como instrumentos suyos.
a. La disciplina se refiere a todo el régimen de vida que los padres proveen para los hijos, que incluye la corrección cuando el hijo cae en falta. Su equivalente moderno es la educación, que incluye el aspecto que comentaremos a continuación, como asimismo el ejemplo a seguir, la orientación apropiada para cada situación, etc.
b. La amonestación se traduce mejor por "nutrición" o "crianza", subrayando más bien la idea de instrucción verbal, basada primordialmente, claro está, sobre las Sagradas Escrituras. Es decir, los padres son los primeros responsables delante del Señor de suministrar a los hijos la "leche espiritual no adulterada" (1 P 2:1), en dosis adecuadas a su edad y comprensión. Y aun aquellas cosas que salen fuera del área directa de la instrucción religiosa han de estar enfocadas y orientadas por sus normas, ya que se trata de una manera de ser, una conducta ante Dios y los hombres, que se busca inculcarles a fin de que le amen y, sirvan a Él en primer lugar, y a los hombres, como a sí mismos. Tal responsabilidad paternal no ha de abdicarse a nadie, ni siquiera a la iglesia, o la escuela dominical, aunque con el transcurso del tiempo, éstas, si los padres han llevado a cabo bien su cometido, jugarán un papel cada vez más importante en la educación del joven.

Los esclavos y los amos (Ef 6:5-9)

Todavía se sigue con las relaciones domésticas, ya que en aquel entonces los esclavos estaban organizados en "casas", a las órdenes del paterfamilias o jefe de toda la casa, que les incluiría a ellos, amén de la mujer, los hijos, y los criados libres o libertos. Es fácil comprender que la razón de dar más instrucciones a los esclavos que a cualquier otro grupo social es porque comprendía la mayor parte de los miembros de las iglesias apostólicas, y, además, su suerte era susceptible de mayores abusos por ambas partes, por lo que requería mayor orientación de parte de los pastores y enseñadores en las iglesias y mayor vigilancia de parte de los esclavos cristianos mismos.
A muchos, imbuidos con las ideas modernas sobre los derechos humanos, les ha parecido muy extraño que las Escrituras judeocristianas no denunciasen la terrible injusticia que suponía una institución universal que legalizaba la posesión de unas cuantas vidas humanas como propiedad exclusiva de otros de sus semejantes. Pero no es difícil comprender por qué ni los profetas, ni el mismo Cristo y sus apóstoles procediesen a una denuncia radical de la esclavitud. Si lo hubiesen hecho, tanto el judaísmo, como el cristianismo habrían sido considerados fácilmente elementos subversivos y revolucionarios que atentaban directamente contra el orden establecido, provocando violencia y desorden en vez de paz y reconciliación. Así que la "táctica divina" no fue un ataque frontal, sino una influencia indirecta y positiva que llegó a minar poco a poco las bases sociales y sicológicas de tan inhumana institución, esperando resultados a más largo plazo mediante la diseminación de otro espíritu, otro modo de relacionarse los hombres en amor, respeto mutuo y lealtad. Y andando el tiempo, a pesar de los avatares a veces contradictorios de la historia, la esclavitud por fin cayó por su propio peso hasta extinguirse casi totalmente hacia el final del siglo pasado. Lo mismo podemos decir acerca del trato a la mujer y a los niños, aunque en estos casos los resultados han sido menos espectaculares y todavía ofrecen "lagunas" de injusticia e incomprensión que precisan corrección.
1. Los esclavos (Ef 6:5-8)
Otra vez la palabra clave es obediencia, y lo que la condiciona es, por un lado, "el temor y temblor", o sea, respeto, por amor al Señor, y, por otro, la sencillez, u "ojo sencillo", o sea, la ausencia de móviles mezclados e hipócritas. No sirve aquella manera de obedecer que se realiza a fin de sacar beneficio para uno mismo, sirviendo "al ojo", para "quedar bien", ya que se trata de creyentes, cuya responsabilidad primordial es "a Cristo". Sin duda Pablo utiliza este título del Señor aquí porque les recuerda a Aquel que vino en forma de siervo (Fil 2:5-8) y sabía lo que significaba trabajar a las órdenes de otros, y sobre todo, en obediencia a su Padre. Su ejemplo, por lo tanto, ha de condicionar todo el proceder de ellos en el trabajo, porque Cristo "de corazón (o voluntad) hacía la voluntad de Dios". Era la regla de la conducta de Él, por lo que había de serlo también de sus seguidores.
Otro aspecto de la exhortación se desprende del adjetivo "terrenales" o "en la carne", como rezan algunas versiones. Pablo no quería darles ninguna excusa de escabullir su responsabilidad, so pretexto de sólo obedecer a Dios en la persona de los amos creyentes, o sea, sus hermanos. No, había un principio de autoridad en general sobre ellos; en la carne, o sea, la esfera terrenal, pertenecían a otros, y les debían fidelidad y servicio leal. Estaban sujetos a sus amos y responsables ante ellos por amor al Señor, aunque podría ser que "en el Señor", en la iglesia por ejemplo, los papeles se trocaban, según los dones de cada cual. No es difícil imaginar situaciones en las que algunos esclavos serían ancianos muy respetados en sus congregaciones, a los que, quizá, sus propios amos "en la carne" prestarían fidelidad y obediencia en el servicio del Señor. Pero ni los esclavos ni los amos habían de sacar partido de la relación fraternal que existía, fuese para disminuir la necesidad de obedecer y trabajar firmemente, en el caso de los primeros, fuese para explotar a los esclavos o aprovecharse de ellos por ser sus hermanos, en el caso de los amos cristianos. En todo, la relación espiritual "al Señor" había de condicionar la terrenal, haciendo que tanto amos como esclavos se respetasen mutuamente aún más, "en" y "para el Señor".
Todas las instrucciones se completan por los versículos 7 y 8, que añaden una dosis necesaria de "buena voluntad" o "complacencia en hacer una cosa para otra persona". De nuevo, se subraya que es "al Señor", como Dueño absoluto, y no a los hombres simplemente, porque Él ve los móviles del corazón y a Él compete dar la recompensa, que en este caso será la aplicación de la ley de la siembra y la siega que rige en todos los órdenes de la vida humana, para todo ser humano, incluidos los creyentes. Si hacen bien, recibirán otro tanto, si mal, igual, sea cual sea su condición. En el plano humano, el esclavo carecía absolutamente de derechos y la gran mayoría no recibían paga alguna, pero no es así en el servicio del Señor; todo cuanto se haga en su Nombre recibirá galardón justo y abundante.
Este último versículo nos recuerda también que Dios no hace acepción de personas, ni distingue entre el trabajo "sagrado" y el llamado "secular". A todos recompensa según su fidelidad en las circunstancias donde les ha colocado.
Pero, ¿cómo hemos de aplicar estas enseñanzas a nuestra situación moderna? El hecho de que se refiere a una situación histórica concreta que no se da hoy en día —la esclavitud— no quiere decir, por supuesto, que la enseñanza carece de vigencia para nosotros. Pero hemos de recordar que tiene que ver con los creyentes en estas situaciones, y que sólo se dan algunos principios básicos para su orientación en el mundo pagano y cara al testimonio. Los mismos principios nos sirven a nosotros también en todo lo que atañe a las relaciones entre jefes, empresarios y empleados, pero, lo que no hemos de esperar de esta corta sección, ni tampoco de ningún otro escrito novotestamentario, son principios rectores para miembros de sindicatos y patronales en el complicado mundo laboral del siglo XXI.
2. Los amos (Ef 6:9)
La frase "haced con ellos lo mismo" demuestra a las claras que los mismos principios de conducta rigen para amos que para esclavos, porque Cristo "es el Señor de ellos y vuestro" quien sopesa todas sus acciones. De hecho, como hemos visto en el caso del primer miembro de cada una de las tres parejas examinadas, la responsabilidad de los amos es mayor, porque tienen a su cargo personas que han de cuidar y llevar "por el Señor", que así les ha comisionado. Sus acciones y actitudes han de ser gobernadas, pues, por su fidelidad a Él, por lo que "las amenazas" no proceden. Delatan una falta de confianza tanto en los esclavos como en el Señor y son cosas indignas de un creyente. Se menciona específicamente seguramente porque el amenazar es una tentación siempre para los que ostentan una autoridad (y en este caso sería casi absoluta). Los esclavos no tenían derecho alguno de réplica, y un dueño sin escrúpulos se podría aprovechar de ellos sin piedad, ni temor a las consecuencias, ya que la ley le amparaba en todo. Pero el amo cristiano no podía hacer igual que el inconverso, puesto que había de dar cuenta de sus hechos a su Amo; era sólo un mayordomo de Cristo, nunca un dueño en exclusiva de sus esclavos. Además, aunque Pablo no utiliza este hecho aquí, los amos cristianos tenían el ejemplo de su Maestro a seguir (Jn 13:13), lo cual constituye la pauta para todo ejercicio de autoridad, de la clase que sea (Mr 10:45) (Lc 22:25-27).

Temas para meditar y recapacitar

1. Señale los diferentes puntos de relación entre la enseñanza práctica de Pablo a los esposos en (Ef 5:22-33), y la ilustración de Cristo como el Esposo divino. ¿Qué podemos aprender de la Obra de Cristo para con su Iglesia? (Ef 5:25-27).
2. En la sección (Ef 6:1-9) destaque las exhortaciones sobresalientes de cada subsección, e indique cómo éstas han de aplicarse en nuestras circunstancias actuales. ¿Hay algún concepto que las une a todas?
Copyright ©. Texto de Ernesto Trenchard usado con permiso del dueño legal del copyright, Centro Evangélico de Formación Bíblica en Madrid, exclusivamente para seguir los cursos de la Escuela Bíblica (https://www.escuelabiblica.com).

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