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Estudio bíblico: "Muéstranos al Padre y nos basta" - Juan 14:7-11

Autor: Luis de Miguel
España
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"Muéstranos al Padre y nos basta" (Juan 14:7-11)

El Señor acababa de hacer una declaración asombrosa: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí". Ahora va a complementar esta afirmación enfatizando la unidad esencial que existe entre el Padre y el Hijo.

"Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais"

(Jn 14:7) "Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto."
En el versículo anterior veíamos que Jesús es el único camino para llegar al Padre. Eso tenía más implicaciones de las que a primera vista pudiera parecer, por eso el Señor continúa diciéndoles que conocerle a él implicaba necesariamente conocer también al Padre. Esto es lo que Jesús les dijo a sus discípulos: "Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais".
La verdad es que esto no era nuevo. En muchas otras ocasiones había hablado ya de su unidad esencial con el Padre. Recordemos algunas de ellas:
(Jn 8:19) "Respondió Jesús: Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais."
(Jn 10:30) "Yo y el Padre uno somos."
(Jn 10:38) "? Creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre."
(Jn 14:7) "Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais"
(Jn 14:9) "? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre"
(Jn 14:10) "? El Padre que mora en mí, él hace las obras."
(Jn 14:11) "Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí"
Esta verdad, tantas veces repetida, describe la íntima relación que hay entre el Padre y el Hijo, y que resulta difícil, si no imposible, explicar. En todo caso, la conclusión lógica de todo lo anterior es que el Padre es Dios y el Hijo es Dios, sin embargo, son uno en sustancia, aunque distintos en persona. Por esta razón el Hijo podía decir a sus discípulos: "Creéis en Dios, creed también en mí" (Jn 14:1). Pero lo cierto es que esta doctrina, que hoy conocemos como de "la Santísima Trinidad", fue el verdadero problema que tanto los judíos como los discípulos tuvieron para conocer y creer en Cristo.
En todo caso, es muy probable que en estas nuevas palabras del Señor a los discípulos haya cierto tono de reprimenda por su torpeza o descuido para percibir la verdadera naturaleza de Cristo y su relación con el Padre. Era verdad que ellos habían conocido lo suficiente de Jesús como para dejarlo todo y seguirle, pero todavía no habían llegado a tener una comprensión plena de su persona. Lo conocían, pero no como debían. Notemos que las palabras que aquí dirige a sus discípulos son las mismas que antes les había dicho a los judíos incrédulos: "Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais" (Jn 8:19). ¿Acaso estaban los discípulos en la misma condición espiritual que los judíos incrédulos? Por supuesto que no. Siempre se ha de distinguir entre la ignorancia voluntaria de los enemigos de la luz y los errores lamentables de los hijos de la luz. Aunque el caso es que en ocasiones, los unos y los otros, pueden llegar a tener las mismas dificultades espirituales.
Por otro lado, la situación de los discípulos iba a cambiar radicalmente: "y desde ahora le conocéis, y le habéis visto". Seguramente el Señor tenía en mente la crucifixión, resurrección, ascensión y el descenso del Espíritu Santo. Todo esto les proporcionaría una nueva visión de Cristo que abriría sus mentes para llegar a comprender finalmente la deidad del Hijo y su igualdad con el Padre. La meta era que entendieran que al ver a Jesús, el Hijo de Dios, también estaban viendo al Padre. Por supuesto, esto era una abierta y osada reivindicación de su deidad, pero era lo que había venido diciendo a lo largo de todo el evangelio, y lo que tanto había enfadado a los judíos, siendo finalmente la razón por la que le crucificaron. Notemos, por lo tanto, la importancia de este tema a lo largo de todo este evangelio.

"Señor, muéstranos el Padre, y nos basta"

(Jn 14:8) "Felipe le dijo: Señor, muéstranos el Padre, y nos basta."
Ahora es Felipe quien toma la palabra, y con su petición pone en evidencia lo poco que tanto él como el resto de los discípulos habían llegado a entender hasta ese momento la verdadera naturaleza de su Maestro y su relación con el Padre. Aunque lo habían confesado como el Mesías de Dios, sin embargo, todavía no entendían todo lo que eso implicaba. Y sin ánimo de justificar esa ignorancia, porque el Señor no lo hace, hemos de decir que no era fácil. Nosotros, después de haber tenido viente siglos para estudiar y meditar en todas estas cuestiones, y contando también con la revelación completa de la Biblia, gozamos de unas facilidades que ellos no tenían. Realmente tuvo que ser extremadamente difícil para ellos comprender su divinidad cuando estaba "en forma de siervo", eclipsada su gloria por la pobreza, debilidad y humillación de la Encarnación, y mucho más por su obra en la Cruz (Fil 2:6-8).
Ahora bien, pensemos en la petición que le hizo Felipe: "Muéstranos al Padre y nos basta". Este ha sido el deseo natural del hombre de todos los tiempos: ver a Dios. Él, como muchos otros, quería ver a Dios con sus ojos corporales, y pensaba que Jesús podría hacer que el Padre se apareciera de alguna manera.
A muchas personas les resulta difícil aceptarlo todo por la fe, sin poder ver nada. Felipe se hizo eco de esas dificultades cuando dijo: "Muéstranos al Padre, y nos basta". Estas personas argumentan que les resultaría más fácil creer en Dios o entregarse a un servicio más abnegado en su causa si pudieran verle, así que esperan una visión, un potente resplandor de luz, alguna manifestación extraordinaria de la deidad; quieren algún tipo de confirmación palpable antes de creer.
Algunos místicos piensan que puede ser posible semejante visión de Dios en esta vida si nos preparamos adecuadamente por medio de ciertas técnicas psicológicas. Estas afirmaciones son falsas, porque como la Escritura aclara: "Nadie ha visto jamás a Dios" (1 Jn 4:12) (Jn 1:18).
Pero con esta pregunta, Felipe no sólo manifestaba la debilidad de su fe, sino también el desconocimiento que tenía de la forma en la que el Padre se revela. Si lo pensamos bien, ¿cómo se puede hacer visible el amor, la sabiduría, la santidad o la justicia? Lo que tanto Felipe como muchos otros hombres proponen no solucionaría realmente el problema. Una luz deslumbrante o un fuerte sonido no nos diría más de Dios de lo que podemos apreciar en cualquier parte de la Creación.
La solución divina consistió en la Encarnación: El Hijo eterno, que es "el resplandor de la gloria de Dios, y la imagen misma de su sustancia", se hizo Hombre y habitó entre nosotros (He 1:3). Lo que Felipe pretendía, Dios ya lo había hecho, y lo tenía delante. Ellos querían ver, oír y palpar a Dios, y eso llevaban haciéndolo ya durante tres años:
(1 Jn 1:1-2) "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó)"
Pero en ese momento Felipe no se había dado cuenta de ese increíble hecho. Y los incrédulos, que tantas veces dicen que aceptarían a Dios si pudieran verlo, en lugar de aceptarlo, "crucificaron al Señor de la gloria" cuando lo tuvieron entre ellos (1 Co 2:8).

"¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido?"

(Jn 14:9) "Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?"
En la contestación de Jesús a Felipe apreciamos cierto tono de reproche. La convivencia prolongada del Señor con sus discípulos parecía no haber logrado ampliar su comprensión sobre este tema. Dios había estado manifestando sus atributos de la manera más bella posible en Jesús, pero Felipe no los había entendido. Por lo tanto, el Señor le exhorta implícitamente a que vuelva a repasar todos aquellos años que habían pasado juntos, entonces se daría cuenta de que, como dijo el Señor, "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre".
La lentitud de Felipe para comprender estas cuestiones espirituales nos recuerda la nuestra. Nosotros tampoco progresamos en el conocimiento de Dios como deberíamos.
Felipe había conocido a Jesús desde hacía algo más de tres años (Jn 1:43). En aquel momento lo reconoció como "aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas" (Jn 1:45), sin embargo, después de tanto tiempo no parecía haber avanzado mucho en su concepción de la persona de Jesús. Y por supuesto, el Señor espera de nosotros que progresemos de manera proporcional al tiempo que hace que le conocemos, así como a los medios que nos ha facilitado, porque de otro modo, nos convertimos en "eternos adolescentes espirituales", que si bien pueden tener mucho entusiasmo y vitalidad, carecen de un conocimiento adecuado, y llegan a actuar con frecuencia de una manera alocada o torpe. Un crecimiento inadecuado siempre es causa de preocupación y de dificultades:
(He 5:11-14) "Acerca de esto tenemos mucho que decir, y difícil de explicar, por cuanto os habéis hecho tardos para oír. Porque debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo, tenéis necesidad de que se os vuelva a enseñar cuáles son los primeros rudimentos de las palabras de Dios; y habéis llegado a ser tales que tenéis necesidad de leche, y no de alimento sólido. Y todo aquel que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia, porque es niño; pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez, para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal."
Por otro lado, debemos notar que aunque una persona tenga a Cristo en el corazón, esto no significa que automáticamente va a entender toda la doctrina. Tal vez los maestros bíblicos se sentirán algo desesperados y hasta decepcionados con el lento progreso de algunos de los hermanos de la congregación, pero habrán de tener paciencia, especialmente con aquellos que desando crecer y madurar, tienen dificultades a pesar de esforzarse. Otras veces encontrará que un mismo creyente progresa adecuadamente en algunas áreas pero fracasa en otras; en esos casos deberá esperar con paciencia, porque si realmente hay un genuino deseo de conocer al Señor, acabará entendiendo. A veces es cuestión de tiempo antes de que todas las piezas encajen en su lugar. Y de la misma manera que hizo el Señor, será necesario repetir las mismas lecciones una y otra vez. Tampoco hay que olvidar que el progreso en la vida espiritual no depende exclusivamente de las facultades intelectuales, sino que más importante aún es el deseo de hacer la voluntad del Señor, por eso algunos creyentes se detienen cuando hay algo que Dios les ha enseñado pero que no lo han querido aceptar.
En el caso de Felipe, y también del resto de los apóstoles, el problema era que aunque el Señor les había hablado en repetidas ocasiones sobre la necesidad de ir a la cruz, ellos seguían rechazando tal idea porque no se adaptaba a sus propias expectativas mesiánicas.
En todo caso, ellos habían fracasado en entender plenamente quién era Jesús. A pesar de que aquel en quien "habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad" (Col 2:9) había pasado más de tres años con ellos, todavía no le conocían como deberían haberle conocido: "¿No me has conocido?". Quizá había llegado a ser tan cercano para ellos, tan familiar, tan identificado con su existencia diaria, que dejaron de percibir toda la grandeza de la gloria divina que se ocultaba detrás de las cortinas de su humanidad.
Así que el Señor tuvo que volver a decirles: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre". Esto sólo puede significar que quien le había visto a él con los ojos de la fe, comprendería que era el eterno Hijo de Dios, el Mesías divino, uno en esencia con Dios. El no ver a Dios en Jesús implicaba no conocer al Padre, puesto que ambos son uno en esencia.
En este punto es importante subrayar que el Padre no es el Hijo y el Hijo no es el Padre, sino que se trata de dos personas diferentes. No debemos confundirnos con lo que con frecuencia ocurría en la mitología griega, donde los dioses podían bajar con semejanza de hombres, adoptando un disfraz que después dejarían. No, Jesús no es un disfraz de Dios; él es Dios en todos los sentidos. No es sólo una manifestación de Dios, es Dios manifestado.
Por otro lado, hemos de recordar que "Dios es Espíritu" (Jn 4:24), por lo tanto, es invisible a los ojos del cuerpo, así que, cuando Cristo habla aquí de "ver al Padre", no hemos de interpretarlo como una visión directa de la esencia divina.

"Yo soy en el Padre, y el Padre en mí"

(Jn 14:10) "¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras."
En este momento es probable que Felipe dejara ver en su rostro una expresión de incomprensión, y quizá hasta de incredulidad, por lo que el Señor le preguntó: "¿No crees que yo soy en el Padre y el Padre en mí?".
En cuanto a esta expresión: "Yo soy en el Padre, y el Padre en mí", sólo tiene sentido si el Padre y el Hijo son uno en esencia, en todos sus atributos divinos. Por otro lado, entendemos que el uno no existe sin el otro, como dos entidades o individuos, sino uno en el otro, en una sola vida divina.
Seguramente los discípulos habían concebido a un Dios lejano, apartado en algún lugar del cielo, separado de ellos por una distancia inimaginable, pero lo que Cristo les estaba diciendo es que el Padre estaba, por decirlo de alguna manera, allí mismo delante de ellos, compartiendo la misma mesa con ellos. Cuando Jesús hablaba estaban escuchando las palabras del Padre, cuando obraba, estaban viendo las obras del Padre.
Si lo pensaban bien, este pensamiento tuvo que dejarles sobrecogidos: "el Padre que mora en mí, él hace las obras". Y hacía unos momentos Cristo había estado de rodillas lavándoles sus pies. ¡Tanto se había humillado Dios para estar cerca de ellos y que así le pudieran conocer, pero ellos no lo percibieron!
Antes hemos comentado que si Dios se hubiera manifestado por medio de un potente resplandor de luz, eso no nos habría aclarado mucho acerca de su naturaleza y pensamientos, pero sí que habría ocurrido algo terrible para nosotros: su gloria nos habría destruido. Eso fue lo que Isaías pensó cuando vio al Señor en su trono alto y sublime: "¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos" (Is 6:5). Pero en lugar de hacer eso, Dios eligió la humillación a fin de poderse acercar a los hombres sin destruirlos. Así que Cristo descendió de su trono y se colocó a su lado como un hombre que los servía.
Notemos también que aunque Felipe había pedido ver al Padre, el Señor le exhorta a creer: "¿No crees que yo soy en el Padre??". Al fin y al cabo éste era un misterio en el que sólo es posible penetrar por la fe.
No obstante, el Señor iba a demostrarles de manera objetiva y comprobable lo que acababa de afirmar: "Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras". Si ellos examinaban sus palabras y sus obras podrían comprobar que entrañaban una autoridad que sólo podía provenir del Padre. Notemos, por lo tanto, que la fe que Dios espera que pongamos en él, no es un salto en el vacío, sino que se basa en hechos verificables.
Todo esto era algo que Señor les había repetido una y otra vez: "yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar" (Jn 12:49) (Jn 5:30) (Jn 7:16-18) (Jn 8:28) (Jn 10:38) (Jn 14:24).
Tanto en sus palabras como en sus obras había una perfecta unidad con el Padre. Cada milagro que Jesús hacía manifestaba el carácter de Dios, porque eran obrados a través del poder del Padre que operaba en él, de tal manera que no podemos diferenciar entre las palabras y obras del Padre y las del Hijo; ambas tienen la misma procedencia. Sus palabras eran la voz de Dios hablando a la humanidad; sus obras eran el resultado del poder de Dios que fluía en él con el fin de alcanzar a las personas.

"Creedme por las mismas obras"

(Jn 14:11) "Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras."
Como estamos viendo, Jesús estaba reivindicando una unidad esencial con el Padre, pero los discípulos parecían tener dificultades para entenderlo y aceptarlo, por lo tanto, vuelve a hacer referencia a sus obras (Jn 5:36) (Jn 10:25) (Jn 10:37-38); ellas eran la evidencia de que él era el Hijo de Dios y de que había sido enviado por el Padre.
Ahora el Señor defiende, no sólo que sus obras evidenciaban que el Padre le había enviado, sino que en su propia persona está el Padre de la misma manera que en la persona del Padre está también el Hijo. Esto es mucho más que decir que entre ambos había una sincronía perfecta de pensamiento. La única forma posible de entenderlo es que participan de la misma naturaleza divina.
Por otro lado, las obras o milagros que Jesús realizó, y que Juan recoge en su evangelio, no eran simplemente la demostración de un poder extraordinario, sino que eran "señales" que evidenciaban su naturaleza divina.
(Jn 20:30-31) "Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre."
Por lo tanto, si los apóstoles no podían creer sólo por la palabra de Jesús que afirmaba ser uno con el Padre, entonces podrían creerle por las obras que él hacía, aunque finalmente la fe tendrá que descansar en su Palabra.

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