Estudio bíblico: Unidad y plenitud de la Iglesia - Efesios 4:1-16
Unidad y plenitud de la Iglesia (Efesios 4:1-16)
La unidad de la Iglesia (Ef 4:1-6)
1. Consideraciones preliminares
Muchos expositores consideran que a partir del capítulo 4 comienza la parte práctica de la epístola, ya que es en este punto que el apóstol empieza a exhortar a sus lectores a poner por obra lo que les ha expuesto acerca de su posición en el Plan divino. Admitimos la nota exhortativa que se echa de ver en el pasaje, pero preferimos tomarlo todavía como de contenido mayormente doctrinal, porque Pablo habla de la naturaleza de esa unidad espiritual que antes ha descrito, amén de su funcionamiento vital, medios de crecimiento, y la relación íntima que guarda con el Dios trino. Es a partir del versículo 17 cuando pasa plenamente a la parte práctica. En todo, el apóstol se dirige al creyente individual, pero el marco y enfoque de su enseñanza, tanto doctrinal como práctica, es la comunidad de los creyentes, en la que cada uno juega un papel sui géneris según el don o los dones que ha recibido.
2. La exhortación a guardar la unidad del Espíritu (Ef 4:1-3)
De nuevo, el apóstol introduce el concepto del andar del creyente, o sea, la práctica cotidiana de su posición "en lugares celestiales en Cristo". Esa posición tiene que manifestarse por medio de un comportamiento activo ahora, que será según la vocación o llamamiento de Dios, antes referida en (Ef 1:4-6,18) y especialmente (Ef 2:10). Los creyentes han de andar en las buenas obras para las cuales Dios les creó, en estrecha comunión unos con otros, y esto requiere un despliegue de las virtudes notadas en los versículos 2-3, encaminadas a mantener intacta la unidad procedente de la vocación única. Otra vez es "el prisionero del Señor" que les ruega encarecidamente; el hecho de que él esté sufriendo para que ellos sean perfeccionados presta fuerza e intensidad a sus palabras. Notemos que la unidad es la del "Espíritu"; es la que Él vivifica y aplica a la nueva comunidad sobre la base de la Obra de Cristo. Es un don de Dios y obra suya exclusivamente, por lo que el apóstol no les exhorta a hacerla ellos, sino a guardarla con diligencia.
Las virtudes necesarias para guardar la unidad. La primera es la humildad, algo prácticamente desconocido en el mundo antiguo. Los griegos la consideraban más bien debilidad de carácter, algo servil y despreciable. Pero con el Advenimiento de Cristo, a través de su Persona y Obra, cobra un realce y una importancia considerables, llegando a imprimir todo un carácter al comportamiento del cristiano frente a Dios y a los hombres. Es la negación del egoísmo innato del hombre caído; nace del puro altruismo (el vivir para otros), que se basa en el previo reconocimiento de la total dependencia de Dios y de la propia incapacidad espiritual del creyente para buscar con autenticidad el bien de los demás. Por eso, le coloca en la debida actitud sumisa para recibir por pura gracia el poder que precisa para seguir las pisadas de Aquel que se despojó de sus prerrogativas y su gloria a fin de poder venir en forma de esclavo (Fil 2:5-11) (Mt 11:28-30), en todo obediente a la voluntad del Padre (Mi 6:8) (Is 57:15) (Is 66:2).
Puesto que uno de los conceptos importantes de los primeros tres capítulos es el poder de Dios, manifestado en la Resurrección de Cristo y la exaltación con Él de los creyentes quienes ahora disponen de ello para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios, es apropiado recordar aquí que estas virtudes, que son a la vez "fruto del Espíritu", no pueden producirse por el esfuerzo carnal o legalista, sino únicamente con la ayuda de Dios, por el Espíritu y mediante la fe de cada uno.
La mansedumbre puede traducirse "amabilidad" o "espíritu de entrega"; la palabra se utilizaba igualmente para describir un animal completamente domado y disciplinado. Casi siempre indica un espíritu de sumisión amorosa frente a otros, de uno que no procura afirmar o defender su propia autoridad o importancia, sino que mantiene cada instinto y pasión, cada movimiento de mente, corazón, lengua y deseo, bajo el control del Espíritu. El ejemplo "clásico" en el Antiguo Testamento es Moisés (Nm 12:3), y en el Nuevo, por supuesto, el mismo Señor (1 Co 4:21) (2 Ti 2:25) (Tit 3:2) (Ef 5:21).
La longanimidad es el aguante paciente o incansable, que lejos de ser una resignación quejosa —lo cual indicaría más bien debilidad—, revela nobleza, fuerza de carácter. Rehúsa ostentar genio alguno, ni mal humor ni irritación, y es lento para tomar represalias en defensa propia. No se deja provocar fácilmente. La palabra se emplea para describir la paciencia incansable de Dios hacia los hombres en (Ro 2:4) (2 P 3:15) (1 P 3:20) (1 Ti 3:16), y por ende el comportamiento correspondiente que el hijo de Dios ha de guardar con otros (1 Co 13:4) (Ga 5:22) (Col 3:12) (2 Ti 4:2).
La cuarta virtud se refleja en la palabra traducida "soportándoos": es la paciencia, que también se emplea para describir a Dios en (Ro 2:4) (la única vez que se usa así esta palabra en todo el Nuevo Testamento; casi siempre es la longanimidad que le caracteriza). Podemos diferenciarla de la anterior en el sentido de que es el resultado práctico de la longanimidad. Implica sobrellevar las cargas y debilidades de otros con una actitud comprensiva que nunca cesa de amar, pese a las ofensas o desaires que reciba.
El amor y la paz. El florecer de estas virtudes sólo es posible en un ambiente saturado de amor (véanse notas sobre el capítulo 3, que hay que tener en cuenta para entender la fuerza de la exhortación apostólica), y en la armonía perfecta creada por el Padre por medio de la reconciliación llevada a cabo en la Persona y por la Obra del Hijo. Esta es la esencia de la paz. La tendencia de la carne (se refiere a la naturaleza caída del hombre), siendo egoísta, divide, de modo que la unidad se ha de guardar y manifestar por la victoria sobre la carne y todas sus obras, mediante la práctica de esas "virtudes de Cristo" que propenden siempre a unir y sanar las divisiones. Habrá algo que "sufrir" entre hermanos siempre, pues si no fuera así las exhortaciones no harían falta. Nótese la importancia del amor en la enseñanza sobre el desarrollo del Cuerpo (Ef 4:15-16), y en (1 Co 12:25) (Fil 2:1-3) (2 Co 13:14).
3. La base de la unidad (Ef 4:4-6)
El apóstol tiene muy en cuenta las grandes diferencias de cultura, costumbres, raza y crianza religiosa que existen entre sus lectores, pero desea subrayar la realidad espiritual de lo que tienen en común, en Cristo, por lo que describe la unidad base en la que se encuentran todos. Posiblemente esta unidad en sus siete aspectos se expone empleando los términos de algún credo o himno de la Iglesia primitiva. Notemos que las siete facetas son obra exclusiva del Dios trino: las tres primeras corresponden más bien al Espíritu Santo, las tres siguientes a la Segunda Persona de la Trinidad, y la séptima, que envuelve a las demás, al Padre. El Cuerpo es un ente espiritual, un organismo que participa de una misma vida que es la del Espíritu (El que habita el Cuerpo); la esperanza única se deriva del que es el sello y las arras de la herencia hasta el rescate completo (Ef 1:13-14). Este Cuerpo tiene una sola Cabeza, el Señor, cuya autoridad es absoluta; hay una sola doctrina que ha sido creída (recibida) acerca de Él, y un solo bautismo que simboliza la identificación plena con Él en los hechos salvíficos de su Muerte y Resurrección. Por último, por encima de todos, en medio, y obrando a través de todos, está el Padre, el Origen y Fuente de las demás "unidades" y del Plan de conjunto. Como observa el profesor F. F. Bruce (op. cit., pág. 76), es la unicidad de todas estas facetas la que se destaca en este pasaje. No hay otra unidad igual o comparable a ésta.
Un Cuerpo. Una organización puede deshacerse en fragmentos, pero no así un organismo como el cuerpo humano, figura del Cuerpo místico de Cristo al que alude Pablo. La unidad es, pues, vital e interna, y nunca puede lograrse por los planes o esfuerzos de los hombres. Hallamos aquí un eco de lo que se ha dicho ya sobre esta figura en pasajes anteriores (Ef 1:23) (Ef 2:16) (Ef 3:6).
Un Espíritu. El Espíritu Santo, según su función desde el seno del Trino Dios, proporciona y mantiene la unidad actual de la Iglesia. Es la vida del Cuerpo, el principio vital que vivifica y llena todo, impulsando a cada miembro a aportar su contribución peculiar al conjunto en su constante desarrollo hacia la madurez. Pero sólo hay un Espíritu, no dos o tres: "El Espíritu que descendió en poder sobre los creyentes judíos en Pentecostés es el mismo que cayó sobre los creyentes en la casa de Cornelio" (F. F. Bruce, op. cit., pág. 77). Y —podemos añadir nosotros— es el mismo que en el transcurso de los siglos desde Pentecostés ha llevado a los creyentes ora a enfatizar unos dones, ora otros, para el bien de todo el Cuerpo y para lograr que se cumplan los propósitos salvíficos de Dios entre todos los hombres. Ni en esta faceta, ni en las demás, ha significado la unidad una total uniformidad.
Una sola esperanza. Como notamos arriba, la esperanza se deriva del sello y de las arras de la herencia divina que el creyente recibió cuando creyó en el Cristo muerto y resucitado (1 P 1:3). Es, pues, el Espíritu Santo quien garantiza que Dios terminará lo que comenzó por medio de la Encarnación y la Obra redentora del Hijo. Por eso, podemos tomar el concepto hermoso en su sentido más amplio, relacionándolo con la Segunda Venida del Señor cuando disfrutaremos de toda la perfección de la Nueva Creación. Notemos que se denomina "la esperanza de la vocación" que un día hizo mella en las almas de los redimidos cuando por su gracia Dios les salvó por Cristo y fueron nacidos de nuevo por el Espíritu.
Un Señor. Hay una sola fuente de autoridad en el Cuerpo (1 Co 8:6), la Cabeza. Este hecho se deriva de la base de unidad que Él puso mediante el sacrificio de sí mismo en la Cruz. Según (Col 1:18), Él tiene que ostentar el primado en todo. La Iglesia es suya; la compró con su sangre (Hch 20:28). Frente a este señorío de Cristo, no puede existir división alguna entre los miembros del Cuerpo, por grandes que sean las diferencias externas de raza, color, sexo, cultura o clase social que pudieran separarles en lo humano (Ro 10:12) (Ga 3:26-28) (Col 3:11). Es de tal trascendencia esto, que los creyentes de los primeros siglos estaban dispuestos a ir al martirio, rehusando, bajo ningún concepto, afirmar que "César es Señor". Toda lealtad humana, por importante que sea en su área particular, al Estado, a la familia o la raza, ha de supeditarse y condicionarse absolutamente a la autoridad del Cristo de Dios, Señor de la Iglesia. Y el señorío de Cristo es el único remedio y la única esperanza para las profundas divisiones que existen en la humanidad hoy en día, como ha sido en todos los siglos de la historia.
Una fe. Se refiere a toda la doctrina apostólica, que hemos recibido por la fe (subjetiva) y hemos de guardar por la misma. Las herejías atacan la unidad de esta fe, como se verá más abajo en la sección (Ef 4:14-15). Véanse también (Fil 1:25) (Col 2:7) (1 Ti 3:9) (1 Ti 4:1-6) (Tit 1:4) (Jud 1:3).
Un bautismo. Este es el bautismo del Espíritu que se simboliza por el de agua. Algunos expositores abogan por el primero, otros por el bautismo en agua como significado primordial en el contexto, pero en realidad son una y la misma cosa. Desde el punto de vista del Nuevo Testamento, reflejando la enseñanza y práctica apostólicas, no pueden ser separados ni considerados aparte. Este bautismo tuvo lugar una vez para siempre en el Día de Pentecostés y en virtud de él cada creyente es añadido al Cuerpo en el momento de su conversión (nótese el tiempo aoristo del verbo en (1 Co 12:13).
La confusión engendrada por largos siglos de controversia e incomprensión sobre el verdadero valor del bautismo por agua ha contribuido a la inmensa variedad de enseñanza y práctica que se observa en las distintas ramas de la Iglesia cristiana hoy en día. No obstante, una exégesis sincera y objetiva de las referencias pertinentes del Nuevo Testamento no deja lugar a dudas que el bautismo por inmersión en agua es la señal exterior del bautismo del Espíritu por medio del cual uno que cree es hecho miembro de esa comunión indivisible y única, que es la Iglesia. Es decir, en este pasaje, el símbolo y la realidad se funden (Ga 3:27).
Un Dios y Padre de todos. Esta frase descriptiva hace eco de una cita de (Mal 2:10) y (1 Co 8:6). Lógicamente se debiera haber empezado con este hecho de la unidad divina, pero Pablo prefiere dejarlo para remate y consumación de los demás aspectos. El trino Dios es uno, y de Él proceden todas las cosas. Las manifestaciones pueden ser de una diversidad casi infinita, pero todas son "una cosa", pues sólo reciben su ser por medio de Aquel que es "Padre de todos, sobre todos, obra por medio de todos y está en todos" (Vers. H. A.). Claro está que se trata de aquello que no se ha rebelado contra Dios. La "unidad" del universo ha quedado deshecha por el pecado, pero el propósito del Plan es el de volver a ella mediante la reconciliación.
El creyente es quien reconoce a su Creador y Redentor, le ve como Centro y Origen de todo, y por lo tanto quiere cooperar en el gran propósito de volver todo a su cauce dentro de la voluntad de Dios (Mt 6:9-10). Esta convicción de la soberanía divina sobre todo y en todo debe vincular aún más a los redimidos, unos a otros, en un mundo "rebelde y contradictor", sosteniéndoles en medio de un universo rasgado por el caos y el pecado. Porque por la fe perciben que viven en un mundo "creado, controlado, sustentado y colmado por Dios" (Barclay), quien habita en ellos para cumplir sus propósitos. Esto subraya aun más la necesidad de no permitir ninguna división, ningún resquebrajamiento de esta hermosa unidad.
El crecimiento y la madurez de la Iglesia (Ef 4:7-16)
1. Observaciones generales
El crecimiento de la Iglesia hasta la plenitud propuesta por Dios en Cristo se consigue, según nos enseña Pablo aquí, mediante el debido funcionamiento de los dones derramados por el Señor resucitado y ascendido, cada uno en relación estrecha con la Cabeza. Hay diversidad dentro de la unidad, tanto en la importancia relativa de los dones, como en la relación entre sí y la Cabeza, pero la meta de todo el organismo es crecer hasta la madurez dentro de un ambiente de armonía y amor, que actúan como el lubricante en un motor. Y se ha de vigilar para que no se introduzcan cuerpos extraños en el conjunto; el alimento único se recibe de la Cabeza y se administra por la interrelación de los miembros, no pudiendo añadir nada los hombres con todas sus artimañas y errores. La estructura propuesta es la verdad, Cristo, y todo el crecimiento es en Él y hacia Él.
2. Los dones generales (Ef 4:7-10)
Su universalidad y diversidad. Ahora Pablo descubre la otra "cara de la moneda": que hay una maravillosa diversidad dentro de la unidad que acaba de describir. Cada miembro del Cuerpo ha recibido la ayuda o capacitación divina (gracia) conforme al don o los dones que Dios le haya dado; por lo tanto, nadie puede excusarse de contribuir al desarrollo del conjunto alegando que no tiene ninguna función específica que desempeñar. Todos tienen algo que hacer que el Señor les ha otorgado por su gracia y son responsables ante Él por su uso (1 Co 12:4) (Ro 12:3-8). De acuerdo con el uso que hizo del término "gracia" en (Ef 3:2,7,8), el apóstol tiene en mente el hecho de que el soberano Señor de la Iglesia llama a cada miembro de su Cuerpo místico a una misión especial —por humilde que ésta parezca— que sólo éste puede llevar a cabo.
Su procedencia (Ef 4:8-10). Sólo a través de la Encarnación, Muerte, Resurrección y Ascensión de Cristo a la diestra de Dios pudo ser dotada la Iglesia con los hermosos "dones del Espíritu", ya que Éste procede de la primera y segunda Personas de la Trinidad y fue derramado en el Día de Pentecostés (Jn 15:26) (Jn 16:7) (Hch 2:33). Como indica Barclay, "la Ascensión de Jesús no significaba el abandono del mundo por Cristo, sino un mundo colmado de Cristo", ya que "libre de sus limitaciones... pudo hacerse presente en cualquier lugar del mundo mediante su Espíritu".
Los dones son facultades naturales o espirituales creadas por Dios que, por la Caída y sus funestas consecuencias, han estado bajo el poder de su adversario, Satanás, y utilizadas para fines contrarios a la voluntad divina. De ahí la esclavitud moral y espiritual en la que está sumido el hombre. Pero por medio de la magna Obra de redención y reconciliación Cristo ha despojado al enemigo de sus trofeos, por lo que puede "devolver" estas facultades, ya redimidas y vivificadas por su Espíritu, a los que se rindan a Él y las pongan a su servicio en sus vidas. Quizá la referencia algo enigmática a "las partes más bajas de la tierra" es una alusión al Hades, el lugar de los muertos, donde Él entró para proclamar su victoria (1 P 3:18-19) y liberar a los que, sin esa Obra suya, no habrían podido salir jamás de esas regiones sombrías (Ro 10:6-7) (Fil 2:8).
La cita del (Sal 68:18), que formaba parte de las lecturas para el día de Pentecostés en las sinagogas judías, describe al Mesías triunfante ascendiendo al Monte Sión (una figura del cielo) después de haber derrotado a los enemigos de Israel. Ha hecho prisioneros a muchos, los cuales son llevados en su procesión triunfal a la usanza de aquellos tiempos, juntamente con todo el botín de la victoria (2 Co 2:14). Lo que añade un toque sublime a todo el cuadro es que muchos de sus cautivos se rinden gozosamente y pasan a las filas suyas ¡donde reciben parte de los despojos por la benevolencia de su Vencedor!
Quizá extrañe a algunos lectores el que la cita, tal como la escribe Pablo —"dio dones a los hombres"—, difiera sustancialmente de los textos hebreo (Masorético) y griego (Septuaginta), que rezan "recibió dones entre los hombres". La probable explicación es que el apóstol citaba de otro texto que él conocía, que luego se ha hallado en la versión siríaca del Antiguo Testamento (el Pesita) y en el paráfrasis aramea (Targum) del Salterio. Pero en realidad la diferencia no tiene mucha importancia si tenemos en cuenta que Pablo habrá discernido por el Espíritu una aplicación del pasaje que iba más allá de su significado inmediato, y lo ha querido subrayar. Ambos sentidos son igualmente válidos, y, de hecho, se complementan en cuanto a su aplicación al tema que estamos considerando. Porque al "llevar cautivos" a los muchos, recibe de ellos, de nuevo, lo que el enemigo le había arrebatado, para luego devolvérselos a cada uno para utilizar en su servicio, como notamos arriba. Todo le pertenece a Él por derecho "doble" de Creación y Redención, pero se goza en que los suyos pongan todo a su servicio, dándoles por el Espíritu poder y gracia para que cada don, cada facultad, sea vivificado y sirva para el desarrollo y crecimiento de su Cuerpo.
3. Los dones especiales (Ef 4:11-12)
La importancia de estos ministerios es capital para el crecimiento y desarrollo de la Iglesia; son como los nervios que transmiten la voluntad del cerebro a todas partes del cuerpo humano, sin los cuales no se podría realizar ningún movimiento ni función. Bajo la autoridad de la Cabeza dan forma y carácter a toda la Iglesia, siendo, por tanto, imprescindibles para su perfeccionamiento.
La finalidad de los dones especiales. Antes de examinar la función específica de cada uno de estos dones, conviene notar su comisión general, expresada en la V. H. A. por "perfeccionar a los santos para una obra de ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo". La palabra "perfeccionar" puede significar, en su forma verbal, reparar o restaurar una cosa a su estado original, y así se usa en (Mt 4:21) (He 11:3) y (Ga 6:1), aunque es más probable que su significado aquí arranca de la forma derivada, que no implica un estado de ruina anterior. Entonces quiere decir llenar o completar lo que todavía es incompleto. Se usa en este sentido en (1 Ts 3:10) (He 13:21) (1 P 5:10). Los dones especiales así existen para estimular, despertar y desarrollar a los demás para que ministren más eficazmente, y todo con el fin general de edificar el conjunto. Sin duda se incluye la sagrada labor de añadir nuevas "piedras" al edificio, pero abarca asimismo el crecimiento y desarrollo de cada cual para que él a su vez contribuya, según la función que haya recibido, a la edificación de los demás.
Los apóstoles. Este es un don fundamental dado a aquellos que habían de recibir y transmitir la verdad acerca de la Persona y Obra de Cristo. Su ministerio se ha recogido en el Nuevo Testamento y en este sentido especial no se repite. El uso de la palabra "apóstol" aquí obedece al sentido restringido, especial, ya mencionado, pero es necesario puntualizar que tiene un significado más amplio o general que equivale a "enviado" o "misionero": uno a quien se le ha encomendado cierta misión o tarea a realizar. Así, leemos de otros como Bernabé (Hch 14:14), Santiago el hermano del Señor (Ga 1:19), Silas (1 Ts 2:16) y Junias y Andrónico (Ro 16:7) que son llamados "apóstoles", aunque es bien patente que no se pueden equiparar con los Doce y Pablo. Éstos eran cofundadores, como vimos en (Ef 2:20); pusieron el fundamento de la Iglesia. Su obra, pues, es única e irrepetible, sirviendo de enlace entre el Señor resucitado y los demás "que han de creer en (Cristo)" (Jn 17:20). La obra apostólica continúa en el día de hoy a través del canon del Nuevo Testamento.
Los profetas. Su obra —que vemos reflejada en pasajes como (Hch 11:27) (Hch 13:1) (Hch 21:4,9) (1 Co 14:1)— duró hasta que se completó el canon de las Escrituras. Después de ese momento, la labor profética ha seguido sólo en el sentido más general de la palabra: de proclamar y aplicar las enseñanzas de la Palabra escrita en el poder del Espíritu a determinadas situaciones y necesidades que han surgido a lo largo de la historia de la Iglesia. Pero creemos que, en vista del contexto de esta carta y del pasaje anterior de (Ef 2:20-22), este sentido más general no se emplea aquí. Del mismo modo que los apóstoles, la labor de los profetas se halla recogida en el canon del Nuevo Testamento; o sea, podemos incluir entre ellos en este sentido a Lucas (Evangelio y Los Hechos), el autor de la epístola a los Hebreos (si no fue ningún apóstol), Santiago, Judas y, quizá, Juan Marcos, aunque es bien sabido que detrás de su Evangelio se halla el apóstol Pedro.
Algunos escrituristas creen ver en (1 Co 13:8), una referencia al cese definitivo del don profético, en las palabras "cuando haya venido lo perfecto —que ellos interpretan como el canon completo del Nuevo Testamento— entonces lo que es en parte —"las profecías"— acabará". Pero en buena exégesis tal conclusión no puede sacarse del pasaje de referencia. Comenta F. F. Bruce: "Hacia el final de la edad apostólica vino a ser necesario de forma creciente el averiguar si uno que profesaba ser profeta lo era en verdad, ya que se podía hablar por la inspiración de un espíritu muy diferente (al de Cristo)". Para este menester hacía falta "discernir" y "probar los espíritus" (1 Co 12:1-3) (1 Jn 4:1) (Ap 2:20). Concluye Bruce: "En las iglesias de la primera generación los apóstoles y profetas desempeñaron un papel único, del cual algunos aspectos esenciales han sido trasladados a (la obra de ellos), los escritos canónicos del Nuevo Testamento".
Los evangelistas. Hemos notado que los dos primeros dones especiales han desaparecido, quedando recogida su obra en el Nuevo Testamento, pero no es así en el caso de los evangelistas, que ahora ocupan el primer plano del avance del Evangelio en el mundo. Su don tiene por objeto proclamar las buenas nuevas de salvación al mundo en cada generación, en el poder del Espíritu Santo, para luego recoger las almas que van respondiendo al mensaje que llevan, y formarles en iglesias locales. Su obra en determinada localidad ha de durar lo suficiente para establecer grupos autónomos con sus propios pastores o ancianos, después de lo cual pasan adelante para "abrir brecha" en nuevas regiones todavía sin evangelizar.
Un vistazo a la situación del cristianismo de nuestros días bastará para convencernos de que no se da la debida importancia a este don, ni se comprende bien su verdadera naturaleza. No es sinónimo de "predicador", o de aquel que lleva a cabo campañas masivas de evangelización —aunque algunos de los tales indudablemente tienen este don—, sino más bien significa un "pescador de almas" que como resultado de su labor llega a plantar congregaciones locales que luego cuida hasta que tengan suficiente madurez para andar solas. El ejemplo clásico, inmejorable, de la labor de evangelista lo tenemos en los viajes de Pablo, en los que vemos la extensión del Evangelio a vastas regiones mediante una cooperación inteligente con el Espíritu Santo, quien guía a sus siervos, ora a un lugar estratégico, ora a otro.
Los pastores. Por razones de una exposición clara comentamos este don aparte del de "maestro", pero es necesario notar que los dos se encuentran bajo el mismo artículo en el griego, lo cual sugiere por lo menos cierta relación estrecha (algunos expositores lo consideran como un solo don, con dos aspectos fundamentales). Y en realidad esta relación estrecha es muy apropiada, puesto que el pastoreo eficaz ha de incluir como elemento principal la alimentación e instrucción de la "grey" de Dios en los buenos pastos de la Palabra, mientras que la enseñanza debe ir encaminada siempre a la edificación y fortalecimiento de los creyentes mediante una sana "dieta" que incluya todo lo necesario para el desarrollo espiritual y no meramente intelectual. Por eso, los ancianos o pastores han de ser "aptos para enseñar", aspecto de su ministerio que Pablo enfatiza en su discurso a los de Éfeso en (Hch 20:18-35), especialmente los versículos 27-29, 31-32, y véanse también (Tit 1:9) (1 Ti 3:3), mientras que los maestros han de exponer "todo el consejo de Dios" para que el rebaño comprenda cómo ha de comportarse y glorificar al Padre. Así, la alimentación, el gobierno y la instrucción van unidas siempre.
Los pastores han de cuidar las almas ganadas por los evangelistas; su esfera es la iglesia local (1 P 5:1-5). Una comparación de (Hch 20) con (1 Ti 3) (Tit 1:5-7) y este pasaje, basta para demostrar que los pastores, ancianos y obispos son las mismas personas, correspondiendo los distintos términos a diferentes aspectos o funciones de los "guías" (He 13:7) en las iglesias locales. Como éstas son el reflejo de la Iglesia universal en determinados puntos geográficos —o sea, usando lenguaje en boga hoy en día, "microcosmos" de los que la universal es el "macrocosmo"—, el don de pastor es esencial y permanente. Su finalidad primordial es garantizar —si es empleado en el poder del Espíritu y con fidelidad— la continuidad de la obra de Dios en su aspecto de testimonio local.
Los maestros o enseñadores (Hch 13:1) (Ro 12:7) (1 Co 12:28). Este don tiene que ver con el estudio profundo de toda la doctrina bíblica y su fiel exposición a los santos según la norma de (2 Ti 2:2). Sobre el fundamento de los apóstoles y profetas —el Nuevo Testamento, como ya hemos visto—, y siguiendo el avance establecido por los evangelistas, el maestro coopera estrechamente con los pastores para edificar e instruir a los creyentes, a fin de que la Obra pueda llevarse a cabo con la sabiduría y según las normas de la Palabra de Dios. Para esto es necesario, primero, comprender claramente lo que enseñan las Escrituras —lo cual implica un previo discipulado a los pies de otros maestros (2 Ti 2:2)—, y luego, darlo a conocer con igual claridad, "trazando bien la Palabra de verdad" (2 Ti 2:15). Si no se da la debida importancia a este don, los errores se infiltran fácilmente en las iglesias y estorban el crecimiento de todo el Cuerpo, como veremos.
Que los dones de pastor y maestro no son sinónimos, ni dos facetas del mismo, se evidencia por (1 Ti 5:17), donde se hace una clara distinción entre los ancianos que tienen el don de maestro, y los que no (aun cuando todos han de ser "aptos para enseñar", que no es la misma cosa). Otro factor que apunta a la misma conclusión estriba en el alcance diferente de la labor de los dos. El de pastor, por el carácter independiente y autónomo de la iglesia local, ha de ceñirse normalmente a una sola iglesia o localidad (en el caso de una iglesia con "sucursales"); no tiene autoridad en otras iglesias locales. Pero el de maestro es de carácter más general, pudiendo ejercerse en cuantas iglesias deseen su ministerio, aunque siempre en colaboración estrecha con los guías locales.
Tengamos en cuenta que estos cinco dones son para la Iglesia universal en su trayectoria histórica desde Pentecostés hasta la Segunda Venida de Cristo y absolutamente imprescindibles para su crecimiento "hasta la plenitud de Cristo".
4. La meta del ministerio de los dones: la madurez del Cuerpo (Ef 4:13)
La meta se describe con tres frases claves: "la unidad de la fe", "el conocimiento del Hijo de Dios" y "el hombre completo... la medida de la mayor edad de la plenitud de Cristo" (V. H. A.). Notemos que tiene que ver con todos los miembros del Cuerpo.
1. La unidad de la fe. La fe aquí es la doctrina apostólica, tal como se comentó en el versículo 5, el cuerpo de doctrina que nos ha sido comunicado y hemos de recibir (creer). No se ha de añadir a ello, porque esto introduciría elementos extraños que desviarían el crecimiento y entorpecería la madurez; ni tampoco se ha de quitar nada, porque entonces el proceso de edificación no podría completarse debidamente. Ya hemos notado el énfasis del apóstol en (Hch 20) sobre la necesidad de enseñar "todo el consejo de Dios", mientras que en el versículo 14, y en las Epístolas Generales y Pastorales, se advierte a los siervos de Dios y demás lectores contra la infiltración de doctrinas extrañas y erróneas que añadirían a "la fe una vez para siempre dada a los santos" (Jud 1:3).
2. El pleno conocimiento del Hijo de Dios. La fe no es la mera aceptación mental de ciertas dogmas o credos, por la que se alcanza la unidad deseada; es algo mucho más personal, profundo e íntimo: conocer experimentalmente a una Persona, Cristo. El uso de la palabra "epignósis", que significa "conocimiento pleno o exacto", indica la realidad de la experiencia del creyente cuando se une al Señor y anda en comunión con Él. Es mucho más, también, que un mero conocimiento intelectual; es comunicación, un mutuo dar y recibir. Nótese que el apóstol emplea un título para Cristo que raras veces aparece en sus epístolas: Hijo de Dios, porque el contexto corresponde a la meta sublime a la que ha de llegar la Iglesia en la intimidad perfecta con Aquel que recoge y reúne en sí mismo todos los propósitos divinos en orden a la humanidad redimida.
3. El hombre completo..., la medida de la mayor edad de la plenitud de Cristo. El conocimiento pleno de Cristo, comentado en 2) arriba no es algo que no admite desarrollo; al contrario, es vital y puede aumentarse tanto en alcance como en profundidad para llegar a la perfección o madurez, que es la plena semejanza a Cristo. Todos los términos que el apóstol acumula hablan de esta madurez, bien sea la perfección o mayoría de edad del desarrollo del ser humano en su aspecto físico-moral —"élikia" puede significar tanto edad como estatura— contrastada con la imperfección del niño, bien sea la plenitud de la Iglesia en las vastas perspectivas del Plan de Dios (1 Co 2:6) (1 Co 13:11) (1 Co 14:20) (He 5:14) (Ef 3:19). Debemos notar que el apóstol usa el singular cuando habla del "hombre completo", ya que tiene en mente la unidad de todo el Cuerpo y no simplemente la experiencia personal de cada miembro. Los "muchos" han de llegar a ser, como en (Ef 2:15), "un solo y nuevo hombre".
5. Obstáculos que impiden la madurez (Ef 4:14-15)
Habiendo descrito con diáfana claridad la sublime meta del crecimiento del Cuerpo, Pablo presenta ahora el lado negativo: aquello que puede estorbar la edificación y el crecimiento. Además de las manifestaciones divisorias de la carne que se notaron en los versículos 1-3, vemos aquí: 1) los engaños de los falsos doctores; 2) la falta de verdad; 3) la falta de amor.
1. Los engaños de los falsos doctores. El apóstol se vale de varias palabras gráficas para describir el proceder alevoso de los que introducen doctrinas erróneas en la Iglesia. El creyente que se deja llevar por el empuje de tales enseñanzas es como un barquito llevado de acá para allá por el oleaje fuerte del mar embravecido, a la merced de donde éste le arrastre. Cae víctima fácilmente de la "estratagema", "la astucia" y "las artimañas" del error. "Estratagema" traduce la palabra "kubeia" y se refiere a los trucos utilizados por tramposos que jugaban con dados previamente manipulados. Su intento es engañar, por lo que emplean "astucia" para enredar o embaucar a las personas simples. Esta última palabra se usa en (Lc 20:23) acerca de los que querían "coger" o "atrapar" al Señor en una palabra, y en (2 Co 11:3) para describir a la serpiente en el Edén. Las "artimañas del error" son "artificios" (V. H. A.) o "métodos engañosos" (trad. lit. del griego) que desvían de la verdad. Frente a tales manifestaciones falsas, con todo el peligro que entrañan para los "bebés", "nepioi" uno que no sabe hablar todavía), hace falta toda la gama del ministerio de los dones tanto generales como especiales para la alimentación, primero por medio de la "leche no adulterada de la Palabra" (1 P 2:1) y luego con "el alimento sólido" a fin de alcanzar la madurez deseada (He 5:11-14).
2. La falta de verdad. "Tu Palabra es la verdad", dijo el Señor (Jn 17:17), y como vimos arriba, es la alimentación ideal para crecer, en contraste con el "veneno" del engaño y la falsedad. Pero la palabra "verdad" comprende mucho más que la revelación escrita; abarca la realidad de todas las cosas tal como Dios las ha hecho y nos las revela, libres de toda la falsedad introducida en el universo por el diablo, el "padre de mentira". Es Dios mismo que exige que su pueblo viva en y según esta verdad, primero, en su relación con Él y, luego, con los demás. La mentira, que equivale a todo lo que no es verdad y se presenta por Satanás como una "alternativa deseable" a ésta, es la invención de él. Socava el crecimiento espiritual sustituyendo un elemento falaz por el único verdadero. Como se vio en cuanto a la unidad, es preciso esforzarse para mantener la verdad (Ef 4:15); Tendremos ocasión de examinar más detalladamente, en la parte práctica de la epístola, el papel que ha de desempeñar la verdad en la conducta cristiana; sólo hemos de notar por ahora el énfasis que Pablo pone aquí sobre el habla, que ha de ser en verdad y amor para que el proceso de madurez espiritual siga adelante.
3. La falta de amor. El tercer obstáculo para la madurez es la carencia del elemento imprescindible para la cohesión y el funcionamiento armonioso del Cuerpo: el amor. Es el mismo "ambiente" del conjunto, librado por la paz que ha sido establecida a raíz de la Obra reconciliadora de la Cabeza. La palabra aparecerá varias veces en las exhortaciones prácticas de las secciones siguientes, subrayando así la necesidad de que el carácter del Señor de la Iglesia sea reflejado plenamente en los que son miembros suyos. A no ser así, habrá "desavenencia", que contradice la unidad. Recordemos también la importancia del amor entre todos los santos para el crecimiento hasta la plenitud de Dios, que vimos en el capítulo 3.
6. El crecimiento hacia la madurez determinada (Ef 4:15-16)
Hemos visto antes la provisión de la unidad y de los dones para el desarrollo completo del Cuerpo; ahora todo se ilustra por la figura empleada en estos versículos. Bien que la construcción gramatical es algo complicada, la idea es clarísima y muy hermosa. A continuación desglosamos sus facetas más destacadas:
a. Cristo es la Cabeza, y por lo tanto norma de toda perfección y madurez (véase versículo 13). El crecimiento es "en" o "hacia Él". El todo y cada parte de la vida de cada miembro halla en Él —y sólo en Él— su Centro y Objetivo, y se lleva a cabo en relación con Él (véase otra ilustración maravillosa de esta unión perfecta en (Jn 15:1-16). De su sustancia, poder y dirección se deriva un crecimiento coordinado y armónico de todo el Cuerpo (Col 2:19).
b. Se administra este crecimiento por cada "coyuntura", o sea, cada órgano del Cuerpo, cuando cada uno actúe según su función específica: "la medida debida de cada una de sus partes". Notemos que hay una estrecha interrelación entre los miembros, reflejada por la frase "bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas ("ligamentos" en griego) que se ayudan mutuamente", sin la cual no se produce el crecimiento deseado.
c. El resultado es que el Cuerpo "recibe" —así se sigue insistiendo en que todo proviene de la Cabeza— el crecimiento y la edificación que se han comentado antes, hacia la norma de la perfección de Cristo, siendo el amor el ambiente necesario para que todo el proceso se lleve a feliz término. De nuevo, las figuras biológicas y arquitectónicas se combinan en la mente de Pablo, puesto que ninguna de las dos por sí sola podría reflejar tan perfectamente la visión de ese maravilloso ente espiritual que es la Iglesia de Dios.
Temas para meditar y recapacitar
1. Comente brevemente la sección (Ef 4:1-6), destacando la importancia de guardar la unidad del Espíritu, las virtudes necesarias para ello, y la naturaleza de esa unidad en sus siete facetas. ¿Qué importancia tiene esta sección para nosotros hoy en día?
2. Resuma las distintas subsecciones del capítulo (Ef 4:7-16), notando el papel que desempeña en el crecimiento del Cuerpo: a) los dones generales; b) los dones especiales; c) la Cabeza; d) la verdad; e) el amor.
Copyright ©. Texto de Ernesto Trenchard usado con permiso del dueño legal del copyright, Centro Evangélico de Formación Bíblica en Madrid, exclusivamente para seguir los cursos de la Escuela Bíblica (https://www.escuelabiblica.com).
Comentarios
Amparo del Rosario Álvarez García (Colombia) (08/03/2024)
Quiero aprender cada día de la palabra de Dios y a través de estos estudios que ustedes transmiten, son mi mejor opción, gracias y Dios los bendiga
Teresa Hinestroza (Colombia) (19/10/2021)
Dlb. Amados siervos de Dios. Doy gracias al Señor Jesucristo por permitirme estos espacios que ayudan a mi vida espiritual. A Dios sea la Gloria. Amén y Amén! . ..
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